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martes, 1 de octubre de 2019

COMPARACIÓN ENTRE LOS CÓDIGOS PÍO-BENEDICTINO Y WOJTYLIANO DE DERECHO CANÓNICO

Por el P. Etienne de Blois FSSPX, publicado originalmente en la revista Le Petit Eudiste, del Priorato San Juan Eudes de Gavrus (Francia), y tomado de LA PORTE LATINE. Traducción nuestra.

La Roma antigua conquistó el mundo por su fuerza armada, se cree. En realidad esto fue sobre todo por su organización, su administración y su ley, que pudo conquistar a sus enemigos. Napoleón, de su parte, para establecer tan sólidamente como fue posible el Estado revolucionario sobre las ruinas humeantes de la monarquía, no tuvo mayor presión que la de crear el código legislativo que lleva su nombre, bajo el cual vivimos a pesar de tantas y tantas reformas.
 
Un código es como edificación de murallas. Estas murallas tienen un doble rol: por un lado, mantiene las amenazas a distancia, y por otra guía a todos los ciudadanos en su vida cotidiana. La ley puede conducir todos los días de una misma manera, y los hombres toman así hábitos. Estos hábitos pueden ser buenos, y los ciudadanos ser virtuosos; o por el contrario, pueden ser malos y los ciudadanos, caen en los vicios.
 
En 1983 Juan Pablo II le dio a su Iglesia un «Nuevo Código» de leyes. ¿Es para conquistar las almas, o más bien para establecer la Revolución en la Iglesia?
  
Un poco de historia
Las primeras leyes eclesiásticas fueron promulgadas por los Apóstoles después del Concilio de Jerusalén. Estas leyes eran concernientes a la ley judaica. Uno encuentra también un catálogo de leyes en la Didajé, de finales del siglo I. El Papa promulgaba las leyes concernientes a la Iglesia universal, pero el mayor número de leyes era promulgadas por los obispos para sus diócesis, lo que presentaría mayor dificultad en esta época donde los hombres estaban arraigados a su tierra. Súmese a ello la realización de concilios regionales y nacionales, como por ejemplo los Concilios de Toledo en la Hispania visigoda o los de Sens en los reinos francos. Por tanto era difícil a los juristas establecer de manera cierta la validez de cada ley, pues bien sabido es que una nueva ley deroga la precedente, sin notificación explícita. Los Papas y los teólogos resolvieron entonces reunir muchas de estas leyes, y se esforzaron en armonizarlas, por medio de colecciones llamadas decretales.
  
Antes de hablar de la época moderna, consideremos que estos dos mil años de historia permitieron encontrar el vínculo fundamental entre la costumbre y la ley. La ley nace de la costumbre: los hombres toman el hábito de proceder de una manera que les parece buena. Por el hecho de que cada uno asume el deber de seguir esta loable costumbre, ella adquiere «fuerza de ley». Bastaba que la autoridad la autentificara, codificara y publicase para dar nacimiento a una ley. Aquel que la intente desacatar deberá ser castigado, porque atenta contra el orden público. Inversamente, la puesta en ejecución de una ley debería siempre establecer una costumbre: los hombres, en su sometimiento a la ley, adquieren un hábito, que se cristaliza en costumbre para la comunidad y en virtud para muchos de ellos.
  
En 1789, la Revolución llamada francesa sumió a Europa en la anarquía, la revolución industrial aceleró también la movilidad de las gentes. Las numerosas decretales, desordenadas y a veces contradictorias, no permiteron gobernar muy correctamente a la Iglesia, por lo que se hizo necesaria una reforma. Pío IX y León XIII no se atrevieron a realizar semejante trabajo, si no que publicaron solamente leyes sobre uno que otro asunto grave. Faltó la audacia y la modernidad sanamente asumida de San Pío X para que la curia se dispusiera a elaborar un «Código de derecho canónico» que contuviese toda la ley de la Iglesia romana. Este código no se promulgó hasta 1917, tres años después de morir su inspirador. Es de remarcar que este código (Códex Juris Canónici, en adelante Código Pío-Benedictino o CJC 1917) es conciso, pues su volumen es más pequeño que un misal cotidiano.
  
Codificar la ley no es congelarla. El hecho todavía la explica, en ocasiones la corrige, pero también la adapta conforme evolucionan las situaciones. El canonista (y todo sacerdote es algo canonista) se ponía al corriente con las Acta Apostólicæ Sedis, algo similar al Diario Oficial de cada país.
  
Esta parte de la historia nos enseña que la ley de la Iglesia no es obra muerta ni mortífera como lo es la ley liberal-comunizante. El Código se contenta en dar los grandes trazos, siendo la ley diocesana y la costumbre local la encarga de darle vida a esta regla según las costumbres particulares de la región.
 
En 1965 concluyó el Concilio Vaticano II, de triste memoria. Desupés de él (e incluso desde antes), la Oración y Creencia fue destruida por pretextos tan contradictorios como retornar a las fuentes y adaptarse a la época. La «Nueva Misa» no tiene nada que ver, desde el vamos, con la Misa de siempre, esta planta vigorosa que, sin ruptura, extendió sus raíces en la época apostólica, fue sabiamente edificada por los Padres y ornamentada por mil años de santidad y de arte. El «Nuevo Código» promulgado en 1983 por Juan Pablo II, si bien recupera ciertos cánones de 1917, introduce en revancha muchos otros que modifican radicalmente el plan y el espíritu de la ley de la Iglesia.
 
Parece que hubo un espíritu revolucionario, haciendo tabla rasa del pasado, que presidió la elaboración de estas nuevas leyes litúrgicas y canónicas. ¿Estará esto en el designio de fundar una nueva Iglesia?

El fin propuesto por el CJC 1983
En la Constitución apostólica Sacræ Disciplínæ Leges, que promulgó el nuevo código, Juan Pablo II explica el fin propuesto: «la novedad fundamental que, sin separarse nunca de la tradición legislativa de la Iglesia, se encuentra en el Concilio Vaticano II, sobre todo en lo que se refiere a su doctrina eclesiológica, constituye también la novedad en el nuevo Código» (Antipapa Juan Pablo II, Const. Sacræ Disciplínæ Leges, § 21). El inciso "sin separarse nunca de la tradición" (o lo que es lo mismo, interpretar el Concilio en función de continuidad) es erróneo como lo muestra el siguiente párrafo:
«De entre los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia, han de mencionarse principalmente éstos:
  • la doctrina que propone a la Iglesia como el pueblo de Dios (cf. const. Lumen Géntium cap. 2) y a la autoridad jerárquica como servicio (ibid., cap. 3);
  • la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y establece, por tanto, las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia particular y la universal y entre la colegialidad y el primado;
  • la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, a su modo propio, de la triple función de Cristo, o sea, de la sacerdotal, de la profética y de la regia [...];
  • y, finalmente, el empeño que la Iglesia debe poner por el ecumenismo». (Antipapa Juan Pablo II, Const. Sacræ Disciplínæ Leges, § 22)
Si nos quedaba una duda en cuanto a la intención del legislador, el párrafo 27 la disipa:
«Es bien de desear que la nueva legislación canónica llegue a ser el instrumento eficaz con el que la Iglesia pueda perfeccionarse a sí misma según el espíritu del Concilio Vaticano II».
 
Todo está dicho: el contenido del nuevo código tiene el objetivo de transformar a los Cristianos en modernistas.
 
Contenido del nuevo código
Señalemos algunos ejemplos para mostrar que este Código (en adelante CJC 1983) tiene todo para realizar su funesta función.
  
Antes que nada, conviene mirar el plan revolucionario del libro II del código de 1983. En el código de 1917, el libro II, titulado «De las personas» estaba organizado así: hablaba, en este orden, de los Clérigos, luego de los Religiosos y finalmente, de los Laicos. En el nuevo código, este libro, titulado «El pueblo de Dios», nos presenta primero a los Fieles de Cristo, luego la Constitución jerárquica de la Iglesia y, en último, los Religiosos. Esta perturbación resume certeramente la estructura social revolucionaria en pirámide invertida de la neo-Iglesia, la jerarquía puesta al servicio de la dignidad de la persona.
   
En cuanto a la colegialidad, el nuevo Código explica que el detentador del poder supremo de la Iglesia es doble: por una parte el Papa que «es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra» (CJC 1983, canon 331), y por otra el Colegio de los Obispos que «es también, en unión con su cabeza y nunca sin esa cabeza, sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia» (CJC 1983, canon 336). Si la noción de este Cerbero bicéfalo cual es la colegialidad ha hecho correr mucha tinta, con todo hay dos cosas que son ciertas: la colegialidad retira al Papa la unicidad de su rol, y esta misma colegialidad está bien presente en el Código wojtyliano. Es importante conocer todo este libro II para ver cómo se ha infiltrado hasta en las estructuras parroquiales, que se convierten en democracias locales.
   
El ecumenismo está bien servido: hay lugar a un canon blasfematorio sobre los sacramentos (canon 844). Bajo el poético apelativo de la «hospitalidad sacramental» se oculta esta sacrílega autorización de conferir los sacramentos a los herejes o a los cismáticos (no convertidos) con ciertas condiciones entre las cuales se encuentra creer en el sacramento que van a recibir.
 
No se puede ignorar tampoco la grave cuestión de los fines del matrimonio. El fin primero del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos, siendo el segundo la ayuda mutua de los cónyuges. Así lo presenta Wojtyla en su nuevo Código: «la alianza matrimonial,... [está] ordenad[a] por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (CJC 1983, canon 1055 §1). Además de ser próxima hǽresim, esta inversión fundamenta la disciplina modernista sobre el matrimonio, disciplina que lo llevará a su destrucción. Si no, mirad una de las reformas bandera de Bergoglio en el espíritu de Amóris Letítia: mayor celeridad a los procesos de nulidad matrimonial y por motivos fútiles.
  
No podemos entrar en detalle en algunos cánones y mucho menos enumerar los que están en contra de la ley divina o al espíritu de la Iglesia. Ello no sería de ayuda ni utilidad para el fin propuesto. Baste saber que estos cánones, los más escandalosos, nos hacen simplemente señalar que este Código es la expresión jurídica del Vaticano II, es decir, un arma de destrucción masiva de la Fe Católica.
 
La Ley divina contra la ley humana
El primer reflejo del cristiano es rehusarse a someterse a estos cánones contrarios a la Fe. Y este reflejo es evidentemente justo: es mejor obedecer las órdenes divinas que las leyes humanas. El nuevo Código se presenta entonces como una colección de leyes que en una cantidad notable es inválida. ¿Qué hacer con las otras? ¿Este Código tendrá alguna utilidad?
   
Para rehusarnos a seguir estos cánones perniciosos, hemos invocado el principio de que la Ley divina está por encima de la ley humana. Este principio está ligado a este otro: «la ley es una ordenación al bien común». Por consiguiente una ley contraria al bien común no tiene ningún valor. Un padre debe dar órdenes por el bien de su familia, no con miras a su destrucción. Un capitán de naves puede dar órdenes en todo lo que concierne a la conservación de sus pasajeros, pero no puede hundir la nave (a menos que sea necesario para un bien común superior, como el de la nación).
  
En la parte precedente, el legislador nos indica claramente su intención: el nuevo Código tiene por fin aplicar las novedades heréticas del Vaticano II. Lo que es evidentemente contrario al bien común de la Iglesia que es la gloria de Dios y la salvación de las almas. De ahí la conclusión de Mons. Lefebvre que tenía la promulgación de este código por dudosa: «La autoridad eclesiástica perdió de vista su verdadero fin, tomando necesariamente la vía de los abusos de poder y la arbitrariedad. Las promulgaciones de leyes son dudosas, falsificadas. […] Este derecho canónico es inaceptable. No es sino una nueva eclesiología en la Iglesia. […] Nosotros hacemos guardar antiguo derecho canónico tomando los principios fundamentales y comparamos con el nuevo derecho canónico para juzgar el nuevo derecho canónico, al igual que guardamos la Tradición para juzgar también los nuevos libros litúrgicos». (7)
  
Al día siguiente, Monseñor preguntó: «¿Por qué, a mi entender, nos es imposible aceptar en bloque el derecho canónico tal como ha sido editado? Porque lo está precisamente en la línea del Vaticano II». (8)
   
Y, el 21 de Noviembre de 1983, Mons. Lefebvre y Mons. de Castro Mayer concluyen así su Carta pública a Juan Pablo II:
«Está en el fin de acudir en ayuda de Vuestra Santidad que demos el grito de alarma, dado más vehementemente todavía por los errores del Nuevo Derecho Canónico, para no hablar de las herejías, y por las ceremonias y discutsos en ocasión del quinto centenario del nacimiento de Lutero. Verdaderamente, se ha colmado la medida».
  
Así, el Católico que rechaza a la Deuterovaticanidad y sus reclamantes al Papado, su liturgia adulterada y sus dogmas heréticos, debe rechazar por entero su Derecho Canónico, dada su dudosa ortodoxia (In dúbiis, ábstine), y que la ley de la Iglesia explica cómo recibir las leyes dudosas:
  • «En caso de dudas de jure, las leyes no deben ser obligatorias». (CJC 1917, canon 15)
  • «En caso de duda, no se puede considerar derogada la ley preexistente, sino que se la debe comparar con las leyes más recientes y, en lo posible, conciliarlas». (CJC 1917, canon 23)
Así, el Código Pío-Benedictino de 1917 es la ley de la Iglesia de siempre.
  
Pero miremos muy de cerca al último canon citado: para permanecer en el espíritu de la Iglesia donde la ley está viva e íntimamente ligada a la costumbre, es necesario conciliar en la medida de lo posible los dos códigos, la legislación de la Iglesia ha entre otras evolicionado antes del Concilio. Uno no puede por tanto quedarse en 1917. El nuevo Código es tal vez la expresión de una evolución, legítima y homogénea, de la ley. Algunos de sus cánones forman como una jurisprudencia auténtica. Además, es la voluntad del Papa la que determina la validez de ciertos actos, por ejemplo las indulgencias o las impugnaciones de matrimonio. Puesto que no están claramente opuestos al bien común, estos actos de voluntad del Papa tienen sus efectos incluso en contra del Código. También hace considerar que el Código de 1917 con las modificaciones posteriores es siempre la ley de la Iglesia y se inspira del Código de 1983 cuando es conciliable con el de 1917.
  
La posición de la Fraternidad San Pío X no consiste en «seguir el Código de 1983 con el espíritu de aquél de 1917» sino en rechazar el código de 1983, en cuanto código. Aceptar su legitimidad sería reconocer el bien fundado de la intención del legislador, someterse a la reforma conciliar. De más está decir que pretender seguir el código de 1983 con otro espíritu que el del Concilio es una utopía. ¡Tanto cortar las hojas en el sentido de la profundidad! El espíritu de una ley es llevado por su letra, y si puede ser distinguida no puede ser separado de ésta. La ley no hace sino ordenar los actos y es la repetición de estos actos lo que produce su espíritu.

Conclusión
El nuevo código es la expresión jurídica del Vaticano II. Reconocerlo como legítimo es aceptar en derecho el modernismo e impregnarse en él. Por eso Mons. Lefebvre decía: «Nos es imposible aceptar del todo el nuevo Código». La regla de conducta del católico debe conformarse al Código de 1917.
  
La consecuencia es grave: de ninguna manera el Católico tradicional puede aceptar vivir bajo la autoridad de la curia romana que mediante su legislación pone la fe en peligro. ¿Cómo esta jerarquía volverá a la fe? Dejemos la respuesta a la divina Providencia.
  
NOTAS
(1). Conferencia en Écône el 14 de Marzo de 1983.
(2). Conferencia en Écône el 15 de Marzo de 1983.
(3). El 5 de Mayo de 1988, Mons. Lefebvre se comprometió, entre otras, «a respetar la disciplina común de la Iglesia y las leyes eclesiásticas, especialmente las contenidas en el Código de 1983, salvo la disciplina especial concedida a la Fraternidad San Pío X». Y Mons. Lefebvre afirmó el 9 de Junio: «Sí, es verdad yo firmé el protocolo del 5 de Mayo, un poco delicadamente, vale decir, mas sin embargo, en sí era aceptable, sin que yo lo hubiese firmado, por supuesto». Solamente, se sabe que la noche del 5 de Mayo, Mons. Lefebvre pasó una malísima noche, y que la mañana siguiente le dió al padre Emmanuel du Chalard una carta que calificó de «bomba» y de «retracto» (Mgr. Lefebvre, Une vie, Mons. Tissier de Mallerais, pág. 584). Más tarde, Mons. Lefebvre afirmó también: «Así, ahora, a los que me vengan a decir: llegad a entendimiento con Roma, creo poder decirles que he ido más lejos incluso de lo que hubiera ido». (Fideliter nº 79). Dijo también en el Fideliter de junio de 1988: «Las conversaciones que han habido nos han decepcionado. Nos han puesto un texto doctrinal, y acompañado del nuevo Derecho Canónico, Roma se reserva cinco miembros de siete en la comisión». Este acuerdo, retractado la mañana siguiente, no puede por tanto, constituir argumento de autoridad para la legitimidad del nuevo Código.

1 comentario:

  1. Hemos de reconocer con tristeza que en el Código de 1983 se produjo un paso grave en algunos puntos. Efectivamente, el fin principal del Sacramento del Matrimonio es el bien de la prole y el segundo la ayuda mutua. En el Comentario al Código de la Univ. de Navarra lo justifican de alguna manera. No hay inversión de fines, sino armonización de ambos. El uno y el otro se complementan.
    Más grave es la confirmación del canon relativo a la cremación (ya legislada desde 1963). Sólo se deniega la sepultura cristiana si la cremación ha sido pedida por motivos contrarios a la Fe. Mas, como saber esto? De hecho están proliferando los columbarios en las iglesias. Una barbaridad.
    Otro canon gravísimo: se elimina la excomunión para las sectas que maquinan contra la Iglesia y ni siquiera se nombra a la Masonería. Poco después el Cardenal Ratzinger intentó paliar tan gran enormidad con una Declaración de la CDF en la que se decía que los perteneciente a las sectas masónicas no podían comulgar. En fin, toda una serie de contradicciones.
    El Código, además, ha tenido que precisar posteriormente varios cánones o reformarlos v.g. el que se refiere a la Profesión de Fe. Y a pesar de ello los errores siguen propagándose.
    Pero lo peor, si podía empeorar más, ha venido con Bergoglio que ha reformado de forma gravísima varios cánones importantes que no menciono para no alargarme.
    Otras reformas de la época de Juan Pablo II fué el Decreto "Mos iugiter" por el que se permitían varios estipendios en una sóla celebración de la Misa, dos veces por semana. Como consecuencia de esta grave decisión se ha disparado el crimen de simonía en la Iglesia.
    En fin, lamentable.

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