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martes, 1 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA PRIMERO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).

CAPÍTULO V. MISTERIO PRIMERO: LA ENCARNACIÓN DEL DIVINO VERBO.
Cristiano: aquí está tu tesoro, ¡pon en él tu corazón! Este es el verdadero tesoro; lo demás nada vale. Todo lo puedes hacer valer con él; pero sin él, nada aprovecha lo demás. ¡Jesucristo, Jesucristo, ese es nuestro tesoro! Dios con nosotros, Dios humanado, Dios revelado a los hombres por su encarnación. Si hay tiempo para todo, y si una sola cosa es necesaria, vamos, amadísimo lector, despacio, muy despacio; no tanto que desconociésemos que, al fin, de Marta tenemos tiempo que invertir en los negocios de la vida, pero ni tan de prisa que olvidásemos deber algún tiempo también a la contemplación de Magdalena.
  
Algún rato es debido a solazarnos con Nuestro Dios y con su Santa Madre, a regocijarnos con ellos y a llorar también en su presencia, porque de todo ello habemos urgente necesidad. General de ejércitos, estadista, canciller de imperio, gran letrado, banquero abstraído en finanzas, ¡paso a un rato de intimidad con nuestro Dios y con su Santa Madre! No hay negocio importante, ni grandeza, ni ciencia alguna que valgan como Jesucristo y por él María nuestra Señora. Las grandezas de ciencia y de Tunor que en todos los misterios de Jesucristo y de María se contienen, son admirables.

Gocémonos en exponer algo siquiera de ese primer misterio de la Encarnación.
   
Este Sacramento de piedad, como le llama San Pablo, contemplado con humilde atención y afectuoso agradecimiento, es capaz de despertar en la inteligencia la visión de fe de que nuestro Dios es el verdadero, y Jesucristo su Verbo de verdad y de vida, y capaz también de inflamar el corazón en llamas de amor dichosísimo.
   
El Evangelio narra el portento con su asombrosa ingenua sencillez: El ángel Gabriel fue enviado por Dios a Nazaret a anunciar a María la gran dignación del Altísimo. Primero la saluda con títulos de honra jamás oídos; la humilde se turba y no sabe qué pensar de tan excelente tratamiento. El ángel la ilustra y la saca de su temor; la hace saber que Dios la ama, y que ella concebirá y dará a luz un hijo cuyo nombre será Jesús, tan grande que será llamado Hijo del Altísimo, y eterno en su persona el reino de David. Ya no sólo la humilde sino la castísima Virgen objeta haber sido siempre su voto no conocer varón. El ángel le descubre que se trata de una concepción milagrosa y para más asegurarla le refiere otro milagro análogo y evidente, sucedido en su familia seis meses hacía: la fecundidad de la Madre del Bautista antes estéril y anciana. La humilde, la casta y la obediente, sabe entonces resolver lo que tan bien cumplía a la llena de gracia: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».
  
Este relato, equivalente al del Evangelio, contiene tantas grandezas, que es en ellas inagotable; San Gregorio Taumaturgo, San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio, San Bernardo, San Buenaventura y muchos otros exponen, con sabiduría y belleza, que a toda sabiduría y belleza superan, mucho pero no todo de lo que aquello contiene; y en concordancia maravillosa con esos santos Padres y Doctores, se tienen también los relatos de la virtuosa reina Santa Brígida, cuyas revelaciones aprobadas por la Iglesia figuran a la par de aquellos comentarios en la exposición del sabio escriturista Cornelio Alápide. Recojamos algunas de esas celestes flores, libemos algo de esas angélicas dulzuras. San Gregorio Taumaturgo dice de la embajada del ángel: «Gabriel ha sido enviado para que preparase un digno tálamo al purísimo Esposo. Gabriel ha sido enviado para que contratase los esponsales entre la cria tura y el Criador. Gabriel ha sido enviado al Palacio vivo del Rey. Gabriel ha sido enviado a una Virgen desposada, es verdad, con José, pero conservada en su integridad para Jesús hijo de Dios. Ha sido enviada una antorcha que indicase al sol de justicia».
  
Mas de la santa Virgen exclama San Bernardo: «Ni en la tierra podía encontrarse lugar más digno de recibir al Verbo de Dios, que el templo de ese vientre virginal, en el que María le recibió; ni en el cielo podía levantarse más digno solio real que aquel a que el Hijo divino sublimó a María». Y en otro pasaje:
  
«¿Oué pureza de ángel se atrevería alguno a comparar con la de esa Virgen, que fue digna de ser constituida en sagrario del Espíritu Santo y aposento del Hijo de Dios?».
  
Esa estrella de los mares, la cual etimología del nombre dulcísimo de la Virgen nos dan San Isidoro, San Jerónimo y San Gregorio Taumaturgo, y que fue tan llena de gracia, que podía compararse a un mar de gracias que superase en su contenido a la suma de las que tuvieron los ángeles, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes, —dice San Buenaventura— esa estrella de los mares, ese mar de gracias, esa lluvia tempestiva, no podía menos de ser saludada como el ángel la saludó: Dios te salve, es decir, gózate, alegráte, la paz sea contigo, cuán dichosa eres, cuánta gloria es y será la tuya, a la que Dios dándote la plenitud de su gracia, te ha elegido.
   
De esa «llena de gracia», ¡cuántas dulzuras y con qué elocuencia nos han dejado los fervorosos Santos Padres! San Pedro Crisólogo: «Esta gracia es la que ha dado a los cielos gloria, a la tierra Dios, a las naciones la fe, a los vicios la muerte, a la vida el orden, a las buenas costumbres la regla. Esta gracia es la que ha revelado el ángel, la que ha recibido la Virgen y la que dará la salvación a los siglos». «Esta Virgen, y sólo ella, de tal manera recibe a Dios en el hospedaje de su seno, de tal manera lo abarca y lo complace, que nada menos la paz para la tierra, la gloria para los cielos, la salvación para los perdidos, la vida para los muertos, las nupcias de lo terreno con lo celestial, el comercio del mismo Dios con la carne, son la pensión exigida por el hospedaje, la recompensa de ese albergue; de suerte que en toda su plenitud se cumple en esa Virgen aquella profecía: He aquí la herencia que dá el Señor: los hijos. las ganancias, los frutos de vientre de su santa promesa!».

De esa «llena de gracia», como resumen de exactísima teología, dice el gran teólogo Suárez, que, doblando la admirable Virgen la gracia de que estuvo llena desde el primer instante de su inmaculada concepción, doblándola con una cooperación a ella, siempre firme y asidua, y adquiriendo cada vez mayor capacidad para mayor plenitud, y siendo desde aquel primer instante más llena de gracia que el mayor de los ángeles, ¡cómo no crecería en los instantes, en los días y en los años sucesivos en una vida de 72 años! Esa «llena de gracia» ha sido a Dios más grata ella sola, que juntos los ángeles y santos y que toda la Iglesia! ¡Abismo de grandeza y abismo de verdad teológica que tan bien se contienen en estas dos sencillas frases evangélicas: «la llena de gracia», «la Madre de Dios». Esto es lo que encanta el alma del sabio y el corazón del santo; esta es la verdadera ciencia, sabida la cual es pura ignorancia todo lo que el mundo presuntuoso llama ciencia y llama dicha. Esto es lo que hace comprender la profunda razón con que San Pablo, de una manera análoga, se gozaba tanto en no querer saber otra cosa que a Jesucristo y, éste, crucificado.
  
¡Cuánto se goza la Virgen Madre en esta ciencia, como lo revelan hermosas palabras suyas que la dichosa Santa Brígida fue digna de escuchar y de consignarnos! (lib. 4 Revel. c. 108). «Tres Santos son —dice el Señor a la Virgen Madre— los que han hecho mi complacencia con preferencia a los demás: María mi Madre, Juan Bautista y María Magdalena; mi Madre cuando nació y después de nacida era tan hermosa, que en ella no había mancha alguna; esto lo conocían los demonios y lo llevaron de tan mal grado, que, hablando por un símil, parecía que una especie de voz de esos perversos partiendo del infierno hubiese resonado y dijese: esta sola Virgen es concebida y aparece como la obra de tan milagroso poder, que supera a todos los moradores tanto de la tierra como del cielo, y tendrá que llegar hasta sentarse en el trono de Dios».

Y así, el reclamo que la ciencia de la Santa Virgen hace a la ciencia del Verbo Encarnado, es tan poderoso en sus efectos de inteligencia y amor, que nunca podría entender y amar mucho al Verbo divino, quien no entendiese y amase a su maravillosa Madre; y recíprocamente, mientras más entendamos y amemos a Jesucristo, más entenderemos y amaremos a la Madre de Dios.
   
El pueblo cristiano, los hijos fieles de la Santa Iglesia Católica Romana, poseen un sentido tan fino de estas verdades, que de ninguna manera sufren el que se deje de tributar todo elogio y atribuir toda grandeza a la Madre de Dios; porque se apresuran a decir: ¿qué puede negar a su madre, de qué dones pudo haber dejado de proveer  su madre un hijo que es Dios? Ese buen sentido es el de la verdadera fe, fe más razonable que la de la más encumbrada razón; fe y razón que a la mayor de las humanas inteligencias, la de Santo Tomás de Aquino, dictaron la más breve fórmula que pueda darse de la total grandeza de la Santísima Virgen: «quid infinútum»; algo como un infinito, el infinito en la criatura, el total de la grandeza posible en ella, la plenitud del favor de Dios en aquella a quien Dios quiere favorecer.
  
Dígasenos ahora, si no es hermoso, si no es debido, si no es fructuoso, si no es sapientísimo, si no es dulcísimo esforzarnos en entender y amar a Jesucristo por medio de la meditación en su divina Madre, y para mejor conseguir esto, entenderla y amarla a ella por medio de la meditación en el divino Hijo. Este es el pensamiento del Rosario y de su sistema de meditaciones, no sólo en este primer misterio, sino en todos los de esa sublime quincena.
  
¡Oh Verbo encarnado! ¡Oh Madre admirable de ese Verbo divino, qué ciencia tan dulce es la vuestra, qué delicia tan suave es la de vuestro amor!
  
Dios que se hace hombre, que se hace párvulo para ser como nuestro hijo y nuestro hermano, y aún más todavía, que se hace nuestro alimento con su verdadero cuerpo y sangre en la sagrada Hostia, para salvarnos, para redimirnos, para regenerarnos, para santificarnos, para glorificarnos con gloria de infinita dicha; y a la par la Virgen Santa, criada con tantas gracias y con tan poderosos auxilios y milagros del poder divino, que fuese nada menos constituida la obra maestra de todos los atributos divinos y la mediadora para con el mediador Dios hombre, el gran triunfo de la naturaleza, de la gracia y de la gloria del Todopoderoso y todo clemente Dios... ¡qué ciencia, qué amor tan divinos!
  
Ese es el gran asunto de la meditación del primer misterio del Rosario. Ese es el incendio que Dios quería prender en la tierra por medio de Jesucristo y de su excelsa Madre. Inflamadnos en él, ¡oh Dios nuestro, oh Reina nuestra!

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