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lunes, 21 de octubre de 2019

EL DR. PLINIO SOBRE MONS. LEFEBVRE

Artículo publicado en la revista CRISTIANITÀ n. 28-30 (año 1977), tomado de RADIO SPADA. Traducción propia.
  
UNA MIRADA DEL “CASO” LEFÈBVRE DESDE EL PUNTO DE VISTA CÍVICO-RELIGIOSO
    
   
Delimito con precisión mi argumento. No intento tratar del «caso» Lefèbvre, sino solamente de uno de los aspectos de este «caso». Y este aspecto tiene menos relación con el «caso» en sí mismo, o con la persona de mons. Lefèbvre, que con la psicología de ciertos adversarios, que han apenas hecho todo lo posible para obstaculizar la acción de este arzobispo en América Latina.
  
Me limito a este ámbito muy circunscrito del vasto «tema Lefèbvre» no porque esté paralizado de la complejidad y de la delicadeza que caracterizan los otros ámbitos; y ahora menos porque tenía que hacer alguna reserva sobre la persona del prelado francés, pero por una razón de otro orden.
  
El «caso» Lefèbvre es sustancialmente teológico. Hasta poco tiempo atrás todas las dificultades entre el arzobispo –que es también fundador y guía del seminario de Écône, y de toda una vasta obra espiritual que se va difundiendo en Europa y en América– y Pablo VI, eran de carácter exclusivamente teológico. Y el caso continúa siendo sustancial e invariablemente teológico, en el curso de las peripecias –ahora no más teológicas en absoluto– en la cual se va desarrollando.
  
Ahora bien, mis constantes tomas de posición sobre argumentos cívico-religiosos de todo tipo, nacionales e internacionales, hacen inoportuna mi intervención sobre temas teológicos, por otra parte más concernientes a un eclesiástico que a un laico.
  
Por esta consideración deriva mi silencio, en este artículo, propiamente sobre los argumentos de mayor relieve y más sustanciales que que el «caso» Lefèbvre pone en consideración.
  
Ciò posto, e dopo che è diminuito il chiasso pubblicitario sollevato dal passaggio di mons. Lefèbvre attraverso l’America del Sud, passo a trattare l’aspetto civico-religioso della questione Lefèbvre.
  
* * *
  
Comienzo afirmando que tributo a la persona de mons. Lefèbvre una simpatía de vieja data y un sincero respeto.
  
Lo he conocido durante el concilio Vaticano II. Entonces hacía parte, junto a mons. Antônio de Castro-Mayer, obispo de Campos, a mons. Geraldo de Proença Sigaud, arzobispo de Diamantina, a mons. Luigi Carli, obispo de Segni, y a tantos otros, del valoroso coetus antiprogresista y anticomunista, cuya acción constituye la gran página luminosa de la historia de aquel concilio. Después, esto es, en 1967 y en 1974, lo tuve como huésped en Brasil. Y he aprovechado estos contactos para informarme en forma particularizada sobre la obra de Écône, que estaba modelando admirablemente con sus manos.
   
De estos contactos conservo, con amoroso cuidado, diversos registros fotográficos; registros en los cuales aparece sereno y sonriente, todavía lejano de la borrasca que vendría solamente más tarde.
  
La personalidad de mons. Marcel Lefèbvre, profundamente eclesiástica en todo y por todo, pía, serena, distinta, es puesta discretamente en resalto por los encantos del espíritu y del trazo que confieren la educación y la cultura francesas. No creo sea necesario decir más, en estas mismas columnas, para ilustrar la impresión que suscita en mí el valiente prelado.
  
¿Agregaré otra cosa a este elogio, en el cual cada palabra fue pesada y meditada? Mons. Lefèbvre me parece un fautor de la política de las cartas descubiertas. Yo soy exactamente del mismo tipo; y así como siento afinidad ante él sobre este punto, estoy particularmente feliz de exprersar claramente, en esta sede, mi posición respecto a él.
  
Dicho todo esto, me queda la sensación que esta mirada global sobre mons. Lefèbvre no estaría completa, si no agregase un último dato. De algunos meses a esta parte, mons. Lefèbvre, sin abandonar las vetas teológicas sobre las que se pone, ha hecho declaraciones doctrinales también sobre las enseñanzas sociales de la Iglesia. No puedo garantizar haber venido a conocimiento de todas. Me han agradado sobre todo la toma de posición del prelado contra el comunismo, lúcida, valiente, frontal. No es necesario que agregue que, como él, también estoy en abierto desacuerdo con la Ostpolitik vaticana, sobre la cuale me he expresado tantas veces en diversas sedes.
  
Si todos los obispos mostrasen, contra el comunismo, el noble vigor de mons. Lefèbvre, la situación del mondo sería muy diferente.
  
Hechas estas consideraciones, vamos finalmente al tema que intento analizar en modo particular.
  
* * *
  
En México vige la separación entre la Iglesia y el Estado. Esta separación, por parte del Estado, es llena de rencor y minuciosa, al punto que la ley civil prohíbe a los eclesiásticos el uso del hábito talar. Tal separación debería implicar, en el rigor de la lógica, una escrupulosa distancia del poder temporal de los problemas religiosos. Y, de hecho, en genral, las cosas van así. En este modo, la autoridad pública asiste indiferente al pulular de toda suerte de herejías. En conformidad con este comportamiento, el gobierno mexicano habría debido abstenerse de cualquier interferencia en los asuntos internos de la Iglesia. Y ésta, de  su parte, habría debido tener tanto amor propio para no pedir, para tales asuntos, la colaboración de quien la rechaza tan desdeñosamente.
  
Todavía, luego del anuncio de la visita de mons. Marcel Lefèbvre en México, el gobierno de la gran y tan simpática nación de la América Central ha dado orden a todos sus consulados de negarle la visa de ingreso. ¿Por qué? ¿Qué tendrán en común el gobierno fríamente laico y notoriamente de izquierda del México y el episcopado de esta nación, obviamente alegres por el veto gubernativo a mons. Lefèbvre?
  
En Argentina sucedió algo análogo. El Estado, aunque allí está unido a la Iglesia, no ha vetado el ingreso de mons. Lefèbvre, pero ha dejado entender claramente que esta visita la recibía con desagrado. Incluso una vez, ¿por qué este inclinarse del gobierno al episcopado argentino, visiblemente satisfecho?
  
Hechos de esta naturalza difícilmente pueden ser reconducidos a una sola causa. Pero entre las diversas que han contribuido a esto, figura indudablemente la siguiente: entrambos gobiernos han actuado en forma tan insólita, deseables de hacer algo agradable a los respectivos episcopados y sabiendo bien que en este modo los contentaban.
   
Y en este punto cae la pregunta. ¿Estos episcopados que, influenciados por el Vaticano II, se muestran abiertos a una relación ecuménica y cordial con todas las herejías, y en cuyos hilos está incluso quien practica el ecumenismo con los rojos, por qué tiran por la borda este ecumenismo cuando se trata de mons. Lefèbvre? ¿Por qué llegan a mover contra este último el poder del Estado, como si estuviésiemos en aquel Medioevo, del que ciertamente estos mismos episcopados no tienen la más mínima nostalgia?
  
Estrechando aun más el cerco: si el ecumenismo de estos episcopados tiene un derecho y un revés, de modo que abre a los unos y no a los otros, ¿de qué se trata precisamente? ¿De ecumenismo auténtico, o de velada parcialidad en favor de los unos, esto es, de los herejes, de los cismáticos y de los comunistas – y de evidente parcialidad contra los otros, esto es, frente a aquellos que atacan el comunismo, que atacan las herejías y los cismas?
  
Lo mismo se debe decir del comportamiento del cardenal Raúl Silva Henríquez, arzobispo de Santiago de Chile. No vi ningún gesto amigable que no haya reservado al marxista Salvador Allende. Pero al solo aparecer mons. Lefèbvre en Santiago, el manso pastor, amigo de rabinos y de misioneros protestantes, no le ha escatimado escarnios. ¿El ecumenismo es solamente a favor del comunismo y de los anticatólicos de todo género? Pero entonces, ¿qué cosa es este ecumenismo, si no complicidad con los enemigos de la Iglesia?
   
Mutátis mutándis, pregunta análoga se podría dirigir al episcopado colombiano, porque, aunque menos airado del ya afable cardenal chileno, ha mostrado también a mons. Lefèbvre su rostro amenazador.
  
Y en este punto el problema es impostado. Y muestra uno de los aspectos más tristes y conturbadores del ecumenismo de esta iglesia postconciliar, de la cual Pablo VI ha afirmado, con tanta razón, ser presa de un misterioso proceso de autodemolición (alocución del 7 de diciembre de 1968) y penetrada por el humo de satanás (alocucióne del 29 de junio de 1972).
  
PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA

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