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domingo, 13 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DECIMOTERCERO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XVII. MISTERIO SEGUNDO: JESUCRISTO AZOTADO CRUELMENTE EN EL PALACIO DE PILATOS.
En la agonía del Huerto de los Olivos, el Verbo divino hecho hombre por nuestra salud, inauguró esa obra que pasmaba a los ángeles del cielo y levantaría más tarde en el género humano el incendio de amor que ese Hijo de Dios ansiaba prender en sus corazones. En esa agonía, abarcaba el celeste héroe como en un perfecto exordio, en un solo dolor mental, todo lo que en pocas horas y en seguida hasta su muerte a la hora de nona del siguiente día, vendría de males sobre su Alma y su Cuerpo; cúmulo de males como un mar al que soltasen los diques hasta inundarlo todo.

Del Huerto en adelante iban a desbordarse ya sobre Él ese diluvio de desprecios, de insultos, de irrisiones, de vilipendios, de ultrajes, de oprobios, de tormentos y de perdimiento de vida. El Rey omnipotente ya lo sabía, lo quería, lo ansiaba, y en admirable resumen compendiando todos esos géneros de maldad diabólica, en estas tres palabras lo había predicho a sus apóstoles: «Vamos a Jerusalén, seré entregado a los príncipes de los Sacerdotes y a los gentiles, a la irrisión, a los azotes y a la muerte de cruz».
 
Ante ese cúmulo de males que Cristo acepta por nosotros, para expiación, para enseñanza, para salvación nuestra, la Santa Iglesia propone a diaria meditación aquellos tres puntos culminantes que los resumen todos, nada menos que como los resumió Jesucristo en su divino laconismo: vilipendio, cuyo summum es la coronación de espinas y la púrpura irrisoria; los tormentos, cuyo summum es la flagelación del Pretorio; y la crucifixión, como coronamiento del gran sacrificio.

He ahí la gran obra en lo más empeñado de su portentosa novedad; he ahí el espectáculo que asombra ya a los celestiales, que comienza a aturdir a la malicia imprevisora del Dragón, y a enternecer a los que son instrumento de éste, pero también objeto amoroso de la generosidad y misericordia del Redentor. Ya Jesús ha comparecido ante el Gobernador romano, ante los gentiles, menos crueles que los hebreos, que los hermanos de esa divina Víctima. Ya en las horas precedentes de esa noche, que en lo sucesivo habría de sernos, de inmortal ternura y gloria, ha mostrado Jesús que no en vano los profetas habían bosquejado proezas inauditas de virtud sobrehumana, sobreangélica de un Mesías de incomprensible santidad, incomprensible por lo excelente. De él había dicho Isaías: «Yo he entregado mi cuerpo a los que me abofeteaban, y mis mejillas a los que mezaban mi barba, y no he apartado mi rostro de los que me ultrajaban con ignominia y me escupían a la cara». El Mesías, el Varón sublime, ha cumplido esta predicción con pasmosa fortaleza, mansedumbre y decoro. La soberbia humana tenía que recibir una lección, no sólo que hacer una expiación; ¡qué expiación y qué lección no se nos ofrece en esa noche; los cielos y la tierra pasarán, pero aquellas vivirán para siempre! Hemos sido salvos con esa expiación, hemos sido enseñados con esa abnegación, como el mismo Isaías también lo profetizá: (LIII, 5) «El castigo que debía hacer nuestra paz con Dios, descargó sobre Él y con sus cardenales fuimos curados». De ese insigne Mesías, de ese incomparable gigante de virtud, de paciencia y fortaleza, de humildad, y majestuoso decoro, ha predicho también Isaías: (L, 7) «El Señor Dios es mi protector; por eso no he quedado confundido; por eso presenté mi cara a los golpes, inmoble como piedra durísima».
   
Mas el espectáculo de esas maravillas que se ha dado sólo a la luz de artificiales antorchas y reinando las sombras de la noche, tenía que alumbrarlo, y ya no sólo como espectáculo de ignominias de hombre vilipendiado, sino de esclavo acusado de mil crímenes, la luz misma del sol de la mañana, del sol de la hora de tercia, casi a la vista del populacho, que por la plaza y las calles adyacentes del Pretorio era azuzado para pedir la Sangre y la muerte ignominiosa de ese Mesías. La refinada malicia farisaica no cederá ante motivo ninguno de compasión; el Infierno mismo entra de lleno en esa conjuración universal. Un Gobernador y un Juez de más fortaleza y no sin la virtud de que carecía Pilatos, habrían sucumbido a la colosal tentación; el combate de esos momentos era esperado siglos hacía.
   
Según eso, quien dijese que la atrocidad de esos azotes y su inconcebible crueldad excede a toda ponderación, diría poco. Contemplad a ese divino Cordero, desnudado por sí propio y entregando sus manos para ser atado; el más perfecto y sensible de los hombres azotado por verdugos cuyo número no es aventurado decir que en verdad ha llegado a sesenta. Quien le manda azotar tiene en muy poca cosa que a fuerza de azotes sucumba, por más que su débil intención sea salvarle de morir en cruz. Lo que ese Juez quiere es no perder la amistad de Cesar. No conoce la gran malicia de los fariseos, quienes ante todo desean perder a Jesús con cualquier género de atrocidades y final muerte. Y el Infierno se vale de los malvados y del Cobarde para ver de vencer por impaciencia a ese gran Justo que sin duda, al entender de aquellos, es hombre y hombre perfectísimo y jamás visto, y que a tales horas es ya muy ostensible sea no sólo hombre sino el mismo Hijo de Dios humanado.
 
¡Oh Jesús nuestro, oh mansísima oveja, verdadera víctima, dignísima de ser ofrecida al Dios de la Justicia y de la misericordia! ¡Qué raudales de Sangre veo manar de ese cuerpo despedazado a fuerza de azotes, que en Vos descarga la mano de esos sesenta verdugos! De par en par van sucediéndose, ganados por sorpresa con el oro del fariseo pasmosamente implacable, del fariseo ganado a su vez por la sugestión suprema de esos ángeles para siempre réprobos cuyo rey de soberana malicia es Satanás mismo.
 
Tres amabilísimas videntes, Santa Magdalena de Pazzi, Santa Brígida y María de Agreda, favorecidas con revelaciones en gran manera dignas de crédito, nos dicen de ese horrendo e inaudito martirio de los azotes de Jesús, mucho que admirar y que tener presente. A Magdalena de Pazzi se le dijo en éxtasis, que eran sesenta los verdugos; a Santa Brígida, que los azotes llegaron a cinco mil y más; a María de Ágreda cinco mil ciento quince desde los pies hasta la cabeza. Yo veo esos datos sagrados con respeto profundo y creo en ellos con el permiso que me da mi Santa Madre la Iglesia, y sabiendo, como sé y dije ya, la gran palabra de Joel y la de San Pablo, el uno: «Profetizarán vuestras hijas»; el otro: «No queráis despreciar las profecías», y ¡qué santas tan ilustres son esas hijas y qué alteza de palabra la de ellas!
  
¡Qué admirable concordancia entre las palabras de subido tinte de esas inspiradas posteriores al suceso y las de los antiguos antecedentes Profetas: «Sobre mi espalda han fabricado los pecadores», decía David (CXXVIII, 3). «Todo el día he sido azotado», dijo también (LXXII, 14). «Lavará en vino su túnica, y en sangre su manto», se anticipó a decir el patriarca Jacob.
  
Azotado ha sido Jesús con espinas, con cuerdas guarnecidas de hierro, con cadenas; conjetúranlo gravísimos autores. Compárese lo que la razón misma deduce de estos datos certísimos: Cristo es Dios y hombre verdadero; satanás el gran homicida es su gran enemigo; Cristo le permite que le dañe a la medida de su poderosa rabia: «esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas». Véanse luego otras antiguas santas profecías. Es sorprendente lo que Isaías concuerda con esos datos: (LIII, 5.) «No se ve ya en él hermosura ni decoro». «Mirámosle y no es ya de verse; es un varón de dolores, hombre que sabe lo que es padecer». «Es ya para tenérsele como un leproso, como si Dios mismo le hubiese herido con su mano y le hubiese reducido al anonadamiento».

¿Qué más? Busquemos aún y más hallaremos: (Isaías LIII): «Es como el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe» (Salmo XXI). «Ya no es ni hombre, es como un gusano, etc., etc.».

Pensad, hermanos, pensad, si no tienen razón las escogidas almas piadosas y el pueblo humilde y devoto. Por más que recargásemos de colorido el cuadro horrendo y —atrevámonos a decirlo— mientras más recargado de horror, más dulce es al corazón, porque así palparemos todo lo amoroso de Jesucristo, más nos acercaremos a la verdad.

Sí, Dios nuestro y nuestro verdadero hermano, carne y sangre nuestra, hecho pedazos y viva llaga de pies a cabeza, empapado en sangre, nos ganas el afecto para tí y para el Padre. Semejantes proezas de amor no son invención de hombres, son maravillosa invención de verdad celeste.
   
En esa inmortal prueba que Cristo ofrece estupenda y divina paciencia de ánimo, fortaleza y constancia; ni un gemido, ni señal alguna de dolor; se sostiene como roca inmovible (P. Cornelio Alápide, en San Mateo XXVII, 26). Más: todos los azotes, todos los dolores recaen sobre Él como si al sujetarse a ellos fuese rey del dolor, y le dominase y con excelso ánimo mandase sobre él.

Un escritor gentil exclama admirado de Cristo: «Oh Varón de ánimo inquebrantable, ni una súplica, ni una lágrima derrama» (P. Cornelio Alápide, en San Mateo XXVII, 26). Y San Cipriano: «Entre las otras muestras admirables de todas sus virtudes, con que hacía patente su majestad divina, mantuvo esa paciencia propia de su Padre con su mansedumbre en el sufrir».

De aquí es que el Centurión no pudo menos de prorrumpir en aquella grande expresión que el Evangelio nos narra: «En verdad éste era el Hijo de Dios».
   
¡Oh Jesús nuestro! perezca el día en que tu pasión no nos ocupe y no mantengamos el recuerdo vivo de los azotes que te dejaron bañado en Sangre y despedazado como un leproso de pies a cabeza, y como herido de la mano de Dios; sea esta nuestra gran lección de paciencia, nuestro gran luminar de esperanza y el misterio de gloria de que más gocemos en el paraíso de divinos deleites. Pero que en todo nos asista esa Reina de los mártires y Reina de todos los buenos, de quien tanto habemos necesidad los infelices pecadores. 

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