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martes, 29 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMONOVENO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXXIII. MISTERIO QUINTO: LA CORONACIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA COMO REINA DE TODO LO CREADO
Ha entrado ya a su reino la Esposa del Rey de los reyes. Ese reino es fundado desde la Eternidad para darlo a todos los escogidos y como Reina de ellos a la humilde María, para gloria del Cristo Hijo suyo, para gloria del Padre, Dios por todos los siglos con el Cristo y el Espíritu Santo.
  
La esclarecida Virgen y Madre ha sido llamada del Líbano para ser coronada. Ya se le aclama como «la gloria de Jerusalén, como la alegría de Israel, como la honra más preciosa de su pueblo». A semejanza de lo que en el día de su entrada en los cielos al Verbo humanado, le ha dicho el Padre: «ven, siéntate a mi diestra y yo pondré uno por uno a tus enemigos por escabel de tus pies». «El trono tuyo ¡oh Verbo! permanece por siglos; el cetro de tu reino, es cetro de rectitud»: así a la Inmaculada, a la humilde Madre suya dice el glorioso Nazareno, Verbo de Dios hecho hombre: «Madre mía, cúmplase hoy lo que de mi boca ha salido siglos ha en salmo de gloria, que en letra consignó y en cantar mi siervo David, que de entonces no ha cesado ni cesará nunca: “Asistirá la Reina a tu derecha, ricamente vestida de oro y de toda variedad de adornos”. ¡Oh Hija de Abrahán y de David, el Rey te ama como a ninguna, las grandes almas de tus hermanas, vírgenes escogidas entre millares, te son presentadas para tu séquito de honor; los pueblos cantarán tus alabanzas por siglos de siglos».
  
Entonces el Dios de las alturas hace pregonar las supremas prerrogativas de su excelsa Madre. Voces de ángeles, fulgores celestes vivísimos de claridad, de ciencia y de amoroso fuego, hacen entender y sentir todo lo que importa el reinado que va a darse, que está dándose, que se ha dado a María, y como todo lo que se hizo, por Ella se hizo, y todo lo que por bueno se hizo entrar al servicio de la gloria del Dios, infinito en toda bondad, por Ella fue bueno, previa la primera causa de las bondades, Jesucristo.
  
Esa incomparable Criatura, a quien se debe que la inocencia y la justicia hayan renacido en el mundo, que un Salvador se haya presentado en él, que el invierno haya pasado, que hayan vuelto a verse flores en la tierra y aves en los cielos, retirándose las aguas que todo lo cubrían, de un diluvio que todo lo ahogaba, esa incomparable criatura, que ya ha presidido y gobernado tantos sucesos convirtiendo cuantos corazones ha querido Cristo mover, una Magdalena, un Mateo, un Pedro, un Esteban, un Pablo, un Areopagita, no ha hecho sino comenzar un reinado asombroso de misericordia y de gracia, de salvación y de santidad, de triunfos de sabiduría y virtudes.
  
Por eso en tal día en que ya los ángeles y los humanos del Empíreo vislumbran y presienten prodigios tantos, la gloria de los cielos excede a la que pudieran concebir los bienaventurados, excepto sólo la gloria de la Divinidad y de la humanidad santa del Hijo de la humilde. Por eso el piadosísimo San Alfonso, reuniendo los dichos de los más notables santos panegiristas de la Incomparable Reina, nos consigna, que al subir la Madre de Dios al cielo, «aumentó el gozo de todos sus moradores», palabras de San Bernardino de Siena, por lo que San Pedro Damián y San Buenaventura dicen, que los bienaventurados no tienen mayor gloria en el cielo, después de Dios, que gozar de la vista de esta hermosísima Reina.
 
Esta coronación de María, Madre de Dios, es tan puesta en razón, como todo lo que de grandezas tiene que discurrirse tratándose de esta obra suprema, de esta creación aparte en que el poder divino pone el colmo y el coronamiento a cuanto de él es de concebirse, y en que el querer divino se excede a todo, por decirlo así.
   
Así, por tanto, como está dicho, «en el nombre de Jesús dóblese toda rodilla en cielos, tierra y abismos, y confiese toda lengua que el señor Jesús está en la gloria de su Padre»; dígase también que «en el nombre de María, y para honrar a ese su Jesús, se haga otro tanto, y que toda lengua confiese que Ella es la Reina, la dispensadora de cuantas gracias concederá su Hijo».
  
San Bernardo ofrecerá a la Iglesia, que lo consignará en eminente lugar de su admirable oficio del Breviario, ese resumen de los poderes magníficos y en extremo amables de la humilde esclava del Señor:
«Oh tú, cualquiera que seas, que cruzando por el mundo, conoces que más bien navegas por un mar tempestuoso de tormentas y borrascas, fluctuando en medio de sus embravecidas olas, que caminar por la tierra firme, en donde el que anda pueda fijar el pie y afirmarse en el camino, mira, no apartes la vista de María Sacratísima; si se levantaren contra ti los vientos de las tentaciones, si te vieres cercado de tribulaciones, no pierdas de vista la estrella del mar, invoca a María: si te hallas combatido de la murmuración y envidia, no pierdas de vista la estrella, invoca a María: si te perturba la ira, si te oprime la avaricia, si los deleites de la carne te persiguen, mira la estrella, invoca a María; si la gravedad de las culpas te hace desfallecer, si la conciencia te confunde y el juicio te causa pavor, no pierdas de vista la estrella, invoca a María; si la desesperación, la desconfianza, la pusilanimidad o la tristeza, tiran a precipitarte en los abismos, no pierdas de vista la estrella, invoca a María; no se aparte de tus labios, no falte de tu corazón María, y si quieres conseguir su intercesión, no te olvides de su vida y conversación; siguiendo a María, estás en el camino; rogando a María, no desesperas: siendo tu pensamiento y consideración en María, no yerras; teniendo a María, no caerás; gozando de su protección, no temerás; llevando por guía a María, no te fatigarás y con su patrocinio llegarás a puerto seguro».
  
Sentada la Reina en ese trono de la misericordia. Reina de la vida, de la dulzura y de la esperanza, para que los mortales obtengamos el santo temor, el dichosísimo arrepentimiento del pecado, de todo pecado, y el perdón definitivo, la perseverancia en el bien y las seguridades de no recaer, es Ella la delicia del Dios que la creó y a la vez de todo lo creado; allí está sentada en lo más alto como el mayor de todos los prodigios, en esplendores como un sol, en apacible claridad como luna en su plenitud después que se ha elevado tranquila y llena de encantos de sobre las olas tempestuosas de océano horroroso; sentada está allí muy más agraciada que Ester, quien a fuerza de modestia y de belleza ablanda el corazón del majestuoso Rey de los asirios; sentada está en el trono dando ese dichosísimo espectáculo que, vislumbrado apenas, hizo exclamar al vidente de Patmos: «Un gran prodigio ha aparecido en el cielo, una Mujer, la Mujer, vestida del sol, y la luna bajo sus plantas, en su cabeza una corona de doce estrellas»; madre del Rey eterno, madre del varón fortísimo, madre de todos los escogidos (que equivale a lo del Apocalipsis, cap. XII, v. 5: «y en esto dio a luz un hijo varón»). «Es Ella, dice Ausberto, y no hay que extrañarlo, el tipo de toda la Iglesia, porque habiendo concebido en su dichoso vientre al que es cabeza de la Iglesia, Cristo Jesús, en quien la Iglesia tiene su unidad, mereció que toda la Iglesia fuese como el parto suyo. Ella ha dado á luz un parto de virilidad, no de afeminamiento, no de torpe debilidad, sino de cuerpo esforzado, para combatir contra las potestades del abismo, cuerpo viril y robusto».
  
Oíd de nuevo a San Bernardo explicando este gloriosísimo pasaje del Apocalipsis y aplicándolo con razón a esa Reina coronada en los cielos y sentada en ese trono superior a todo lo criado: «La Virgen María ha sido hecha toda para todos; para todos está patente ese sagrado seno de misericordia, a fin de que todos reciban de su plenitud: el cautivo, la redención: el enfermo, la curación; el triste, su consuelo; su perdón, el delincuente; su gracia, el justo; su alegría, el ángel; y finalmente toda la Trinidad, la gloria, y, en la persona del Hijo, la susbtancia de la humana carne, para que no haya quien quede excluido de su calor… Con razón, por eso, María es preconizada como revestida del sol. siendo así que ha penetrado en el abismo profundísimo de la sabiduría divina, más allá de lo que se puede conceptuar. Con ese fuego suyo es con el que fueron purificados los labios de los Profetas; en ese fuego es en el que los serafines han sido inflamados. De muy diversa y superior manera ha merecido María no ya ser tocada de él en la superficie, sino cubrirse y rodearse de él por todas partes, penetrarse y como sumergirse en él».
  
Gran prodigio es ella, porque, como dice San Buenaventura, «es tan grande, que mayor no podía Dios hacerla; podría Dios hacer un mundo mayor y un cielo más grande; pero mayor Madre que la Madre de Dios no podría Dios hacer».

Esa Madre de Dios y por bondad de ambos Madre nuestra, es tan buena porque es tan grande, y no es tan grande sino porque es tan buena. Dichosa porque ha creído, dichosa porque ha confiado, dichosa porque ha amado. Si al comenzar, si en su primer instante de ser, la gracia ha sido el todo y toda para Ella, todos los otros instantes han sido de correspondencia, ha sido Ella toda para la gracia, toda para toda gloria. Este es el portento de María, el mayor de cuantos pueden idearse o discurrirse; gran verdad que por sí sola acredita de verdadera a sólo la religión Católica, porque es la mayor belleza, el esplendor más puro que surgir pudiera de la verdad, así como el esplendor del diamante acusa que es de diamante y no de falsificación de quebradiza piedra diáfana.
  
Por eso, todo triunfo para la verdad y todo triunfo para el bien, no se hace sino a las órdenes de María. Judit fue para vencer a Holofernes; Ester para vencer a Amán; nuestra Reina es necesaria en todo combate contra todo error y todo pecado, si se quiere triunfar; porque sin Ella, no quiere el Rey que se triunfe. Bien sabe la Iglesia Católica, y en esto no se engaña, como en nada se engaña, por qué a María la pregona y adjudica la palma de vencedora de todas las herejías, así como el título de Refugio de todos los pecadores y por lo mismo vencedora de todos los pecados.
  
No hay contraste más hermoso ni glorioso que el de nuestra Reina; ¡tan blanda, amable, misericordiosa, clemente, piadosa y dulce para todos los que quieren ser salvos! Tan aborrecida de los inicuos que por nada quieren dar gloria al Rey. No hay enemigos más enconados de Dios, que los enemigos de María. Creemos que el Infierno no aborrece tanto a Dios, sino por odio a María.
  
¡Qué dicha la de los que, si bien miserables, tenemos resuelto dar gloria a nuestra Reina, para ganar la voluntad y así congraciarnos con nuestro Rey! Ya sabemos, Señora, que rogarás por nosotros para que el gran Rey tu Hijo tenga piedad de nosotros.

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