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miércoles, 30 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA TRIGÉSIMO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXXIV. EL REINADO DE JESUCRISTO EN EL CIELO Y SOBRE TODO LO CREADO, POR MEDIO DE MARÍA
A semejanza de lo que hemos notado en todos los misterios, en cuanto a su objeto, lo notamos finalmente en este último, con más razón quizá que en todos los otros; contemplar y amar la coronación de María, el reinado de María en todos los siglos, es conocer y amar mejor la coronación de Jesucristo. Mas, por lo mismo, esforzándonos en conocer ese último misterio de María por medio del conocimiento de Jesucristo, y en amar ese mismo misterio por amor de Jesucristo, acabaremos por conocer y amar más a Jesucristo y con él y con el Espíritu Santo al Padre, que es el fin de toda la Religión y la consecución de toda dicha.
  
Todos los triunfos del Nazareno sobre el error y sobre el pecado, han sido por María. ¡Cuánto más lleno de sabiduría y caridad se nos ofrece así Jesús!
   
Nada se ha hecho sin María en el Antiguo Testamento, nada en esos tiempos figurativos y proféticos. Desde que los cielos han desplegado sus grandezas, estaba allí María y aun antes, ya en la preparación, ya en la previsión de todo lo creado, María estaba presente (quando præparábat cœlos áderam… cum ea eram cuncta compónens). Fue creado el cielo y en segundo lugar la tierra (in princípio creávit cœlum et terram). Fue creado el sol, fue creada la luna (lumináre majus, lumináre minus) Jesucristo y María; criado Adán, criada Eva (non est bonum esse hóminem solum); se hizo la salvación de Noé por un Salvador, pero la salvación fue en el Arca; hubo una voz que anunció a Noé saliese ya salvo a suelo enjuto, en donde ya el olivo le daría fruto y sombra, pero antes la paloma había hecho el anuncio y portado un ramo de olivo; Moisés no está sólo, cantando su triunfo sobre los egipcios también María su hermana encabeza el coro de las doncellas para celebrar el triunfo de su hermano; no sólo Gedeón y Sansón serán libertadores de Israel, también serán caudillos Débora y Jael, dos mujeres insignes; no está sólo Booz, abuelo del gran Rey, Noem le dará la esposa que asegure la sucesión del Mesías; Judit y Esther se asociarán a la acción del Señor para triunfar de un segundo satanás, de un segundo soberbio y homicida.
  
Todas esas figuras son de María la que ha de venir, asociada siempre a la acción y al triunfo de el que ha de venir, de su futuro Hijo Jesucristo. He ahí, pues, a María reinando ya, compartiendo ya el reinado con su Divino Hijo para que más resalte la gloria de Él.
  
Si es cuando el mundo tiene ya en su seno a esa Luz que es tan poco vista aunque está ya en el mundo, el Candelera de oro no cesa de prestarle su sostenimiento; en toda la carrera de ese sol, el día y la noche lo comparte con la luna, o más bien, ambos luminares brillan sin eclipsarse, y sí prestando la luna al sol la manera de más brillar; y sí en el segundo período de la vida de la Reina, en los veinticuatro años de su viudez para con su Hijo ya ascendido a los cielos, su Hijo desde los cielos cuenta con su Madre en todas las grandes proezas de su diestra. Esteban alcanzará la primera palma del mártir por la oración de la Reina; Pablo no menos deberá a María su conversión prodigiosa, y así todos sus triunfos los apóstoles; los Evangelistas recibirán por ella su inspiración; San Lucas recibirá de ella el testimonio regio de la Encarnación, y San Juan los sublimes conceptos de la eternidad del Verbo y de la caridad del Padre, no menos que los de las grandezas del Espíritu Santo. No hay duda que la estancia vuestra en el mundo, ¡oh viuda incomparable del Resucitado!, ha sido para desempeñar como sucesora suya su poderosísimo gobierno.
    
Mas, durante los siglos todos desde la asunción de nuestra Madre hasta el presente, ninguna de tantas diarias maravillas del poder de Jesucristo sobre la fe y sobre el error, sobre los corazones de buenos y de malos, sobre santos y sobre reyes, se ha hecho sin María. Los santos Padres, unánimes y a porfía, nos presentan a la gran Reina instruyendo, inspirando, consolando, fortaleciendo, cultivando la viña del amorosísimo Jesús, de suerte que cuando ha pasado el gran invierno de los tres siglos de mártires, el Nazareno es reconocido y amado como Dios de Dios, y su ley santa como el mayor tesoro de esta vida, con el que lucramos las dichas eternas.
   
Por su parte, el divino Jesús no consiente que sus triunfos sean diversos de los de la Madre admirable, y no sólo, sino que parece que todo el conato del infierno al combatir la verdad evangélica, se concentra en negar a la Madre la gloria singularísima de haber llevado a Dios en su vientre, es decir, de haber tenido el Verbo un cuerpo verdadero; con lo que la verdad de la Encarnación se desvanecería como el humo. Todas las herejías de los tres primeros siglos tuvieron a María por blanco de sus tiros de hipócrita astucia, y a la vez las apologías del gran mártir San Ignacio, de San Justino, de San Ireneo, San Arquelao y San Cipriano, se concentran todas en hacer el encomio de «La que es causa de la salvación del género humano» (San Ireneo), de «el que es carnal y espiritual nacido de María y de Dios» (San Ignacio mártir), de la que es llamada por San Clemente, por excelencia, Iglesia.
     
En los días del Concilio de Éfeso la gran verdad de que Jesucristo es Dios y hombre, pero una sola persona, es decir, el problema vital de nuestra religión santa, se transforma en este otro que arrebata el interés de los potentados de la sabiduría y de los humildes de las turbas: ¿es María madre de Dios? ¡Qué debate tan hermoso y tan glorioso! ¡Qué encumbrada se vio María en ese día, en esa noche memorable, del Concilio de Éfeso! (Quasi cedrus exsaltáta sum in Líbano et quasi cípressus in monte Sion). La gloria de ella no tanto, la gloria de su Hijo; esa era la cuestión; sabios y pequeños así lo entendían, pero quería el Hijo no ser glorificado sino por la Madre, sino por la Reina: «¡Te saludamos, María, Madre de Dios! —dicen llenos de fe los insignes Padres de ese dichoso Concilio al que seguirá el aplauso de todos los fieles— te saludamos, María, Madre de Dios, venerable tesoro del Universo entero, antorcha que no puede extinguirse, corona de la virginidad, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, morada de Aquél que no tiene morada, por la que se nos ha dado Aquél que se ha llamado bendito por excelencia y que ha venido en nombre del Señor. Por ti es glorificada la Trinidad, celebrada la Cruz y adorada por toda la tierra; por ti los cielos se estremecen de júbilo, se regocijan los ángeles, huyen los demonios, el demonio tentador cayó del cielo, y la criatura caída se puso en su lugar». Y concluyen con estas palabras: «Adoremos a la Santísima Trinidad, celebrando en nuestros himnos a María siempre Virgen y a su Hijo Jesucristo Nuestro Señor, a quien es debido todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
    
Nunca los sucesos han fallado; las cuestiones de Cristo se vuelven cuestiones de María; el dedo de Dios está aquí: el que no está por ella, no está por Jesucristo: el que no está contra ella, no está contra Jesucristo.
   
Este es el gran criterio de la sabiduría y del amor, del sabio y del sencillo. Este es el cumplimiento de la profecía del Paraíso: El Hijo es el Señor de toda gloria y el vencedor de Satanás, pero no querrá serlo sino en cabeza de la Reina; ella será quien quebrante la cabeza del Dragón: contra ella será el ataque formidable, contra su calcañar se revolverá el Padre de la mentira, el homicida antiguo; no habrá lucha en que ese estandarte no sea el emblema de la defensa y el objetivo del ataque enemigo y del triunfo. No hay hipérbole, es históricamente exacto: María es la vencedora de todas las herejías, y sólo ella, por dispensación del Rey su Hijo.
   
Vendrá después más grave y pavorosa tormenta, no sólo de nueva herejía sino de gran depravación de costumbres. Dos grandes caudillos al servicio del celeste Rey levantan el estandarte, dos grandes ejércitos de fieles alístanse: Domingo y los apostólicos hermanos predicadores; Francisco y los evangélicos hermanos menores; el error se ve confundido, la depravación corregida; son muertas las raposas, las verdades y las virtudes florecen por todas partes. ¡Es que la Reina ha enseñado a Domingo a derretir el bronce del cielo con el ruego de una invención sublime, es que María ha revelado a Domingo la incomparable institución del Rosario; y la peste desaparece, la peste horrible de la herejía albigense, ese anticristianismo hipócrita, retardado de entonces hasta su nueva aparición en estos días de nuevo diluvio, en que las verdades y las virtudes han disminuido tanto entre los hombres.
  
¿Pero fallaría aun después de esos tiempos la profecía insigne? ¿Dejaría el Dragón de atacar el calcañar de la mujer? El furor del Dragón es implacable y lo enconoso y ciego de sus ataques serán siempre contra la Reina. El carácter distintivo de la llamada Reforma protestante, es decir, de la deformidad del Protestantismo, como le llama también Bossuet, es la inconsecuencia más monstruosa entre aceptar a María como Madre (de Dios) y negarle todas las consecuencias de vocación y dignidad tan superior a todo favor divino posible. Los protestantes no niegan que María sea Madre de Dios, pero, no obstante, la odian a tal grado, que sólo así se explica hayan acabado por negar la dignidad del Hijo de esa Madre de Dios, de ese Jesucristo del que blasonaban ser tan depurados adoradores, y depurados nada menos que con abatir a María. ¡Así es como el Hijo ha vuelto por la gloria de la Madre! ¡Así es como se pone de manifiesto con escarmientos colosales, que María es la que ha de reportar como Reina, los triunfos con que el Rey quiere para sí la honra definitiva!
   
Hoy por hoy, ese estandarte al cual se hará contradicción, es siempre María, y los triunfos son esplendorosos, inauditos. María es hoy más que nunca el Caudillo, la Reina de la verdad, la vencedora, la sola vencedora de la herejía, de la pavorosa herejía racionalista, de ese diluvio de satánica mentira en que el mundo ha naufragado ya. Jesucristo es negado por soberanos y pueblos, que, en mucha parte, han entrado con ellos en la apostasía, en esa apostasía que tan claramente profetizó el Apóstol.
  
Entretanto, Jesucristo calla; pero la Reina habla. La Reina ha reportado triunfos como nunca. La Reina se ha aparecido, así como en otro tiempo junto a México en el Tepeyac, para confundir con la imagen portentosa a los iconoclastas calvinistas de allende los mares, así hoy en la Salette y Lourdes, para confundir a los volterianos, a los comunistas y a ciertos racionalistas peores que ellos.
  
María se ha aparecido en pleno siglo XIX, ha hecho brotar una fuente, tan célebre en diarias curaciones milagrosas, que ha venido a dejar confundidos a los modernos fariseos, a tal grado que no ha habido uno, uno siquiera, que aceptase la apuesta de diez mil francos depositados en París, para el que demostrase no ser verdadero el milagro que eligiese de entre los que narra la historia de Nuestra Señora de Lourdes, escrita por uno de los milagrosamente curados (Joseph-Henri Lasserre de Monziem).
   
María reina ahora más que nunca; el combate ha asumido ahora gigantescas proporciones; parece que los tiempos del gran desenlace se acercan, y Cristo vence más y más esplendorosamente. A un San Pío V vencedor del gran turco, por el Rosario, ha sucedido a poco más de dos siglos, un Pío VII vencedor de los volterianos por María “Auxilio de los Cristianos”; un Pío IX vencedor de los racionalistas por María Inmaculada, por María de la Salette, por María de Lourdes, por la pastorcita que, rezando su rosario, ha visto a la Francia y ha visto a Europa y América, Asia y África, preconizar “dichoso” a ese rosario, a esa pastorcita y otra vez como “dichosísima” a la Madre de Dios. María reina y su reinado aún va a brillar más: el sucesor de Pío IX no será eclipsado por su antecesor: hay algo nuevo, como sucede con cada triunfo sucesivo de la Iglesia, algo nuevo en León XIII, que reporta para la Reina la expectativa de una gran victoria; aún queda otra victoria de Lepanto contra enemigos más numerosos y enconados que los mahometanos, y la orden del día de parte del caudillo sucesor de Pedro, es digna de un Domingo de Guzmán y de un Pío V: ¡el Rosario es nuestra voz de combate y será nuestro himno de victoria! ¡Invoquemos a nuestra Reina con esas preces dichosísimas y el triunfo será nuestro!

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