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viernes, 3 de abril de 2020

EL ANTICRISTO EN LA REFORMA MONTINIANA

Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA, vía NULLA POSSIAMO CONTRO LA VERITÀ.
   
  
LA LITURGIA. Este es el tema sobre el cual el error de la reforma conciliar aparece más claro.
  
La encíclica Mediátor Dei había ya previsto los daños que serían derivados por las tendencias litúrgicas franco-alemanas vinculadas a la obra de Ernest Jungmann y de Otto Casel.
  
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Pío XII comprende el error del arcaísmo de Jungmann, por el cual la liturgia era reformada arcaicamente sobre el modelo de la Iglesia primitiva; y comprende el error de Casel, que veía en la liturgia la celebración del Cristo resucitado y no del Cristo redentor.
  
En ambos casos se trataba de separar a la Iglesia de su Tradición, desarrollada en el tiempo y en la historia.
  
En el centro de la Mediátor Dei estaba la doctrina de la Misa como renovación del sacrificio de Cristo, el rol sacerdotal constitutivo del sacerdote, el valor de la oración personal y de todas las formas de culto de la Eucaristía distintas de la Misa.
  
Ninguno pensaba que la reforma abierta por la Sacrosánctum Concílium del Vaticano II, que en muchas parte recalcaba la Mediátor Dei con algunas atenuaciones de las fórmulas, determinase el fin de un rito unitario de la Iglesia latina. Sobre todo en este caso se nota el proceso que del texto conciliar llega hasta a la variación litúrgica. Y de aquí el elemento central fue la pérdida total del latín como lengua litúrgica, que sucede no en la Constitución conciliar sino en las sucesivas reformas.
   
El efecto de todas las sucesivas reformas, aquellas del ’65 y del ’70, fue la gradual desecración de la liturgia y la reducción del culto a una actividad social.
  
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El fundamento de la unión del hombre con Dios es la plena distinción entre el hombre y Dios. Para esto la plenitud de ella es dada por la Revelación cristiana, que pone la unión entre Dios y el hombre a partir de la plena distinción entre Dios y el hombre.
  
[…]
   
La pérdida de lo sagrado es un efecto avenido en el culto público católico y esto ha sucedido precisamente según las líneas de previsión que estaban contenidas en la Mediátor Dei. Todo fue pensado, comenzando por la transformación del altar en mesa, con el énfasis pasado de la renovación del sacrificio de la Cruz a la comunión de los fieles con el Cuerpo del Señor.
  
El acto redentor es un acto único, el acto del solo Cristo: un acto intertrinitario en el cual el Hijo ofrece su humanidad y la humanidad del mundo en sacrificio al Padre en un acto de absoluta adoración.
   
Solamente aquí el Misterio trinitario es manifestado en su verdad. El sacerdote celebrante es inmerso como persona en el Misterio trinitario, también si representa a todos los cristianos, pero es él solo quien hace presente el acto único del sacrificio del Verbo encarnado. Todos participan en la oblación del sacrificio, solo el sacerdote lo cumple. Estos son los temas de la Mediátor Dei que se perdieron en el momento en que el altar se convirtió en mesa.
  
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Los dos temas fundamentales de la Mediátor Dei son rápidamente cancelados y pocos años después del Concilio, el Sesenta y ocho ya ha creado la posibilidad de las eucaristías salvajes.
  
El sacerdote ya no es sacerdote, sino el presbítero de la comunidad, el “presidente de la asamblea”. Y en realidad aquí sucede la gran regresión: de la persona a la comunidad.
  
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Y así sucede el evento desastroso central en la vida de la Iglesia; un evento no querido, no previsto, no deseado: la sustitución de la Iglesia a Cristo. Una vez se decía: Cristo sí la Iglesia no, pero hoy parece prevalecer el principio contrario: la Iglesia sí, Cristo no.
  
[…]
  
Todo estaba escrito en la sustitución del altar con la mesa, tanto que parecía inocente un retorno al evento originario. ¿Pero era el retorno a los orígenes el principio de todas las herejías que habían dividido a la Iglesia Católica, negando, en favor de los orígenes, la obra del Espíritu Santo nel tempo intermedio tra la prima e la seconda venuta del Cristo? No, ninguno habría previsto que una sustitución tan sencilla comportase una potencialidad eversiva tan grande como la reducción de la Iglesia y una comunidad horizontale, a una comunidad social, fundada sobre la autoglorificación.
   
Pero si al sacrificio de la Cruz, acto intertrinitario en el cual es comunicada la vida divina a los hombres con un gesto único del Hijo encarnado, se sustituye la pluralidad del acto de participación humana en el don de Dios, se vuelca la Iglesia hacia el fondo.
   
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El Cristianismo deviene expresión del amor fraterno, de la no violencia y de la asistencia. Es una forma gnóstica sutil de reducción de la Iglesia a una suerte de pureza media mundana, de separación de su carnalidad histórica y temporal.
   
Este culto de la inocencia absoluta es el sustituto de una fe en quien ha venido a redimir los pecados del mundo. Y la Iglesia debería saber ser hecha por los hombres, no por pseudoángeles de las buenas obras que devengan inmediatamente compatibles con el mundo, con todo lo que de mundano el mundo aprueba. El mundo en su realidad, es mejor que estos herejes de la desencarnación de Dios y de la angelización de los cristianos.
  
[…]
  
Hay una sutil grieta entre la última gran encíclica de Pío XII sobre la liturgia y la Sacrosánctum Concílium. Por aquella grieta pasó la autodestrucción de la Iglesia; era por allí que había pasado aquel “humo de Satanás en el templo de Dios” del que hablaba Pablo VI, en un momento de plenitud del carisma papal.
  
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La reforma litúrgica fue aplicada en modo autoritario y violento, fue un acto de imposición de la jerarquía sobre los fieles, que no pidieron la revolución en la liturgia. Ninguna objeción fue escuchada. Ya obraba el “príncipe de este mundo” y el río anticrístico fluía por pasos insensibles.
   
Todo parecía tan innovador, inteligente, comprensible: ¡volver persuasivo el Misterio, cual tentación! Y todavía se necesita decir que, viendo lo que ha sucedido, los temores del movimiento de Écône parecían justificados precisamente sobre el punto de la potencialidad revolucionaria de la reforma.
  
El resultado fue el cumplimiento de la revolución moderna cuando lo moderno acababa. Y el resultado es que la liturgia de la Iglesia postconciliar es una liturgia moribunda, privada de lo sagrado, del canto, privada de belleza, de grandeza.
 
Cuando se celebra la Misa tradicional, se siente en ella vibrar a la Iglesia. El sacerdote aparece verdaderamente como alter Christus, como aquel que expresa la diferencia entre el Cristo y el pueblo, expresa la esencia de lo sagrado. Y para vivir el Misterio de la divino-humanidad, de la divinización del cristiano, conviene que sea expresa la diferencia entre Dios y el hombre, entre el Cristo y el cristiano. Expresar la sacralidad, la diferencia que es la base de la unión. La desecración de la Misa devino en la desacralización del sacerdote.
  
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La reforma litúrgica fue realizada con un método autoritario, porque en ella estaba implícito el principio moderno de revolución. Parece extraño pensar en las insípidas figuras de los liturgistas como agentes revolucionarios, pero así fue. Lutero al menos hizo las cosas en modo fuerte y propio. Pero con la reforma litúrgica esto ha sucedido sin que hubiese consciencia de la tragedia espiritual que se consumaba.
   
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La nueva liturgia se hizo para el “nosotros”, no para el “yo”. Y esto es característico del pensamiento revolucionario moderno: poner el “nosotros” en el puesto del “yo”.
  
En la liturgia reformada hay lugar sólo para el “nosotros”. Mientras en la eternidad aparece el yo (y la liturgia terrestre es comunión con la liturgia celestial), en la nueva liturgia esto está ausente.
   
El yo en la liturgia tradicionale aparece enseguida en la dimensión en la cual aparece en el Cristianismo: el sentido del pecado. Esto es visible casi hasta por el doble Confíteor de la Misa tradicional, que indica la persona. El yo del Confíteor muestra que el Confíteor del pueblo es un Confíteor del yo, no del nosotros.
  
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La comunidad es una invención clerical: aquellos que van a Misa buscan a Dios, no el “nosotros”. Si tuviesen la Misa tradicional se insertaría en seguida, donde hubiese un clero capaz de introducir en el Misterio.
  
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La reforma litúrgica ha fracasado porque nació no de la Tradición de la Iglesia, sino de un golpe de mano del partido intelectual.
  
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Juan Pablo II habría debido pedir perdón a todos aquellos que se han sentido ofendidos por la reforma de Pablo VI y que se encuentran hoy marginados.
  
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Es la reforma que vacía las parroquias y los seminarios, que deja sin autoridad a los obispos.
  
La liturgia es el punto en el cual la teología antropológica podía herir al pueblo en su dimensión más originaria: lo sagrado.
 
GIANNI BAGET BOZZO*, L’Anticristo – il principe delle tenebre opera nella storia da piccole fessure…, Mondadori, Milán 2001, págs. 46-55.
 
* Gianni Baget Bozzo puede ser definido como “conservador”, en cuanto no era “tradicionalista” o “sedevacantista”, sino que hacía parte de la iglesia conciliar con muchas reservas, dada su cultura personal sobre todo en la teología de los Padres griegos, que le permitía ver las desviaciones de la Nueva Teología, y dada también su cercanía al cardenal conservador por antonomasia, Giuseppe Siri, del cual seguramente tomó el conocimiento apropiado de la Misa romana y ha podido así ver bien los efectos devastadores de la pseudoreforma de Giovan Batista Montini. 

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