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sábado, 22 de agosto de 2020

CONTRA LOS QUE ARGUYEN «¿Quién eres TÚ para juzgar quién es hereje?»

«Todo lo que acabáis de exponer, dirá alguien al llegar aquí, topa, en la práctica, con una dificultad gravísima. “Habéis hablado de personas y de escritos liberales, y nos habéis recomendado con gran ahínco huyésemos, como de la peste, de ellos y hasta de su más lejano resabio. ¿Quién, empero, se atreverá, por sí solo, a calificar a tal persona a escrito de liberal, no mediando antes fallo decisivo de la Iglesia docente que así los declare?”.
   
He aquí un escrúpulo, o mejor, una tontería, que han puesto muy en boga, de algunos años acá, los liberales y los resabiados del Liberalismo. Teoría nueva en la Iglesia de Dios, y que hemos visto con asombro prohijada por quienes nunca hubiéramos imaginado pudiesen caer en tales aberraciones. Teoría, además, tan cómoda para el diablo y sus secuaces; que en cuanto un buen católico les ataca o desenmascara, al punto se les ve acudir a ella y refugiarse en sus trincheras, preguntando con aires de magistral autoridad: “¿Y quién sois vos para calificarme a mí o a mi periódico de liberales? ¿Quién os ha hecho maestro en Israel para declarar quién es buen católico y quién no? ¿Es a vos a quien se ha de pedir patente de Catolicismo?”. Esta última frase, sobre todo, ha hecho fortuna, como se dice, y no hay católico resabiado de liberal que no la saque, como último recurso, en los casos graves y apurados. Veamos, pues, qué hay sobre eso, y si es sana teología la que exponen los católico-liberales sobre el particular. Planteemos antes limpia y escueta la cuestión. Es la siguiente:
  
“Para calificar a una persona o un escrito de liberales, ¿debe aguardarse siempre el fallo concreto de la Iglesia docente sobre tal persona o escrito?”.
  
Respondemos resueltamente que de ninguna manera. De ser cierta esta paradoja liberal, fuera ella indudablemente el medio más eficaz para que en la práctica quedasen sin efecto las condenaciones todas de la Iglesia, en lo referente así a escritos como a personas.
  
La Iglesia es la única que posee el supremo magisterio doctrinal de derecho y de hecho, juris et facti, siendo su suprema autoridad, personificada en el Papa, la única que definitivamente y sin apelación puede calificar doctrinas en abstracto, y declarar que tales doctrinas las contiene o enseña en concreto el libro de tal o cual persona. Infalibilidad no por ficción legal, como la que se atribuye a todos los tribunales supremos de la tierra, sino real y efectiva, como emanada de la continua asistencia del Espíritu Santo, y garantida por la promesa solemne del Salvador. Infalibilidad que se ejerce sobre el dogma y sobre el hecho dogmático, y que tiene por tanto toda la extensión necesaria para dejar perfectamente resuelta, en última instancia, cualquier cuestión.
  
Ahora bien. Esto se refiere al fallo último y decisivo, al fallo solemne y autorizado, al fallo irreformable e inapelable, al fallo que hemos llamado en última instancia. Mas no excluye para luz y guía de los fieles otros fallos menos autorizados, pero sí también muy respetables, que no se pueden despreciar y que pueden hasta obligar en conciencia al fiel cristiano. Son los siguientes, y suplicamos al lector se fije bien en su gradación:
El de los Obispos en sus diócesis. Cada Obispo es juez en su diócesis para el examen de las doctrinas y calificación de ellas, y declaración de cuáles libros las contienen y cuáles no. Su fallo no es infalible, pero es respetabilísimo y obliga en conciencia, cuando no se halla en evidente contradicción con otra doctrina previamente definida, o cuando no le desautoriza otro fallo superior.
El de los Párrocos en sus feligresías. Este magisterio está subordinado al anterior, pero goza en su más reducida esfera de análogas atribuciones. El Párroco es pastor, y puede y debe, en calidad de tal, discernir los pastos saludables de les venenosos. No es infalible su declaración, pero debe tenerse por digna de respeto, según las condiciones dichas en el párrafo anterior.
El de los directores de conciencias. Apoyados en sus luces y conocimientos, pueden y deben los confesores decir a sus dirigidos lo que les parezca, acerca tal doctrina o libro sobre que se les pregunta: apreciar según las reglas de moral y filosofía si tal lectura o compañía puede ser peligrosa o nociva para su confesado, y hasta pueden con verdadera autoridad intimarle se aparte de ellas. Tiene, pues, también un cierto fallo sobre doctrinas y personas el confesor.
El de los simples teólogos consultados por el fiel seglar. Perítis in arte credéndum, dice la filosofía: “se ha de creer a cada cual en lo que pertenece a su profesión o carrera”. No se entiende que goce en ella el tal de verdadera infalibilidad, pero sí que tiene una cierta especial competencia para resolver los asuntos con ella relacionados. Ahora bien. Al teólogo graduado le da la Iglesia un cierto derecho oficial para explicar a los fieles la ciencia sagrada y sus aplicaciones. En uso de este derecho escriben de teología los autores, y califican y fallan según su leal saber y entender. Es, pues, cierto que gozan de una cierta autoridad científica para fallar en asuntos de doctrina, y para declarar qué libros la contienen o qué personas la profesan. Así simples teólogos censuran y califican, por mandato del Prelado, los libros que se dan a la imprenta, y garantizan con su firma su ortodoxia. No son infalibles, pero le sirven al fiel de norma primera en lo casero y usual de cada día, y deben éstos atenerse a su fallo hasta que lo anule otro superior.
El de la simple razón humana debidamente ilustrada. Sí, señor, hasta eso es lugar teológico, como se dice en teología, es decir, hasta eso es criterio científico en materia de religión. La fe domina a la razón; ésta debe estarle en todo subordinada. Pero es falso que la razón nada pueda por sí sola; es falso que la luz inferior encendida por Dios en el entendimiento humano no alumbre nada, aunque no alumbre tanto como la luz superior. Se le permite, pues, y aun se le manda al fiel discurrir sobre lo que cree, y sacar de ello consecuencias, y hacer aplicaciones, y deducir paralelismos y analogías. Así puede el simple fiel desconfiar ya a primera vista de una doctrina nueva que se le presente, según sea mayor o menor el desacuerdo en que la vea con otra definida. Y puede, si este desacuerdo es evidente, combatirla como mala, y llamar malo al libro que la sostenga. Lo que no puede es definirla ex cáthedra; pero tenerla para sí como perversa, y como tal señalarla a los otros para su gobierno, y dar la voz de alarma y disparar los primeros tiros, eso puede hacerlo el fiel seglar; eso lo ha hecho siempre y se lo ha aplaudido siempre la Iglesia. Lo cual no es hacerse pastor del rebaño, ni siquiera humilde zagal de él; es simplemente servirle de perro para avisar con sus ladridos. “Opórtet adlatráre canes”, recordó a propósito de esto muy oportunamente un gran Obispo español, digno de los mejores siglos de nuestra historia.
   
¿Por ventura no lo entienden así los más celosos Prelados, cuando, en repetidas ocasiones, exhortan a sus fieles a abstenerse de los malos periódicos o de los malos libros sin indicarles cuáles sean éstos, persuadidos como están de que les bastará su natural criterio ilustrado por la fe para distinguirlos, aplicando las doctrinas va conocidas sobre la materia? Y el mismo Índice ¿contiene acaso los títulos de todos los libros prohibidos? ¿No figuran al frente de él, con el carácter de Reglas generales del Índice, ciertos principios a los que debe atenerse un buen católico para considerar como malos muchos impresos que el Índice no designa, pero que, sobre las reglas dadas, quiere que juzgue y falle por sí propio cada uno de los lectores?
   
Pero vengamos a una consideración más general. ¿De qué serviría.la regla de fe y costumbres, si á cada caso particular no pudiese hacer inmediata aplicación de ella el simple fiel, sino que debiese andar de continuo consultando al Papa o al Pastor diocesano? Así como la regla general de costumbres es la ley, y sin embargo tiene cada uno dentro de sí una conciencia (dictamen práctico) en virtud de la cual hace las aplicaciones concretas de dicha regla general, sin perjuicio de ser corregido, si en eso se extravía; así en la regla general de lo que se ha de creer, que es la autoridad infalible de la Iglesia, consiente ésta, y ha de consentir, que haga cada cual con su particular criterio las aplicaciones concretas, sin perjuicio de corregirle, y obligarle a retractación si en eso yerra. Es frustrar la superior regla de fe, es hacerla absurda e imposible exigir su concreta o inmediata aplicación por la autoridad primera, a cada caso de cada hora y de cada minuto.
   
Hay aquí un cierto jansenismo feroz y satánico, como el que había en los discípulos del malhadado Obispo de Iprés al exigir para la recepción de los Santos Sacramentos disposiciones tales que los hacían moralmente imposibles para los hombres, a cuyo provecho están destinados. El rigorismo ordenancista que aquí se invoca es tan absurdo como el rigorismo ascético que se predicaba en Port-Royal, y sería aún de peores y más desastrosos resultados. Y sino, obsérvese un fenómeno. Los más rigoristas en eso son los más empedernidos sectarios de la escuela liberal. ¿Cómo se explica esa aparente contradicción? Explícase muy claramente, recordando que nada convendría tanto al Liberalismo como esa legal mordaza puesta a la boca y a la pluma de sus más resueltos adversarios. Sería a la verdad gran triunfo para él lograr que, so pretexto de que nadie puede hablar con voz autoritativa en la Iglesia, más que el Papa y los Obispos, enmudeciesen de repente los De Maistre, los Valdegamas, los Veuillot, los Villoslada, los Aparisi, los Tejado, los Orti y Lara, los Nocedal, de que siempre, por la divina misericordia, ha habido y habrá gloriosos ejemplares en la sociedad cristiana. Eso quisiera él, y que fuese la Iglesia misma quien le hiciese ese servicio de desarmar a sus más ilustres campeones».
  
PADRE FÉLIX SARDÁ Y SALVANY. El liberalismo es pecado, cap. XXXVIII: Si es o no es indispensable acudir cada vez al fallo concreto de la Iglesia y de sus Pastores para saber si un escrito o persona deben repudiarse y combatirse como liberales”. 8ª edición. Barcelona, Librería Católica, 1907, págs. 144-150.

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