Traducción del artículo publicado por Massimo Micaletti para RADIO SPADA. Para el pasaje escritural, se tomó la versión de Mons. Félix Torres Amat.
Todos sabemos que “pilatesco” es el adjetivo que, haciendo referencia al proceder de Poncio Pilato, indica el comportamiento de quien no intenta asumirse responsabilidades frente a una elección crucial. Pilato sin embargo hizo algo peor que lavarse las manos de la Sangre de Nuestro Señor.
En estos días de Cuaresma, deviene aún más profundo el sentido de la contemplación de los Misterios dolorosos y entre estos se encuentra la flagelación de Jesús. El flagelo, también lo sabemos, era un suplicio atroz: estaba constituido por un haz de látigos a los cuales estaban asegurados los garfios, así que, cada vez que golpeaba al condenado, le arrancaba literalmente jirones de piel, abriendo grandes heridas. Cristo padeció la flagelación en la columna, para que fuese golpeado tanto de frente como de espaldas: después de este tratamiento, debía ser una sola lágrima de sangre. Pero, Pilato lo hizo probablemente con buenas intenciones.
Volvamos a los hechos: Pilato protesta ante los enfurecidos judíos que Jesús era inocente para él; estos insisten en que sea entregado a la muerte: él replica que lo hará azotar y luego le dejará libre, pero la turba pide que sea crucificado en lugar de Barrabás; Pilatos se lava las manos y hace flagelar a Jesús para después hacerlo crucificar. ¿Por qué el magistrado hace flagelar a Nuestro Señor? Los judíos no lo habían pedido, querían que fuese clavado en la cruz, no torturado. Leamos a San Juan, que, entre los otros Evangelistas, describe detalladamente el hecho:
«Tomó entonces Pilato a Jesús, y mandó azotarle. Y los soldados formaron una corona de espinas entretejidas, y se la pusieron sobre la cabeza; y le vistieron una ropa o manto de púrpura. Y se arrimaban a él, y decían: “Salve, ¡oh rey de los judíos!” y dábanle de bofetadas. Ejecutado esto salió Pilato de nuevo a fuera, y díjoles: “He aquí que os le saco fuera, para que reconozcáis que yo no hallo en él delito ninguno”. (Salió pues Jesús, llevando la corona de espinas, y revestido del manto o capa de púrpura). Y les dijo Pilato: “Ved aquí al hombre. Luego que los pontífices y sus ministros le vieron, alzaron el grito, diciendo: “Crucifícale, crucifícale”. Díceles Pilato: “Tomadle allá vosotros y crucificadle; que yo no hallo en él crimen”» (Joann. 19, 1-6).
Pilato, dándose cuenta de la inocencia de Jesús, ha intentado hacer una última tentativa para aplacar la sed de sangre de los judíos, como por demás se había prometido a sí mismo: esperaba que los sacerdotes y sus acólitos, visto el cuerpo de Cristo martirizado por el flagelo, desistiesen de pedirle la muerte. Quería salvar a aquel hombre injustamente acusado y simultáneamente esperaba calmar a los judíos, con el solo resultado de hacer aún más penosa la condición de Jesús, puesto que Nuestro Señor debía hacerse cargo de la cruz hacia el Calvario, ya herido de antemano por los garfios del flagelo. Imaginémoslo, con el peso de la cruz, lleno de heridas y cortes y heridas, coronado de espinas, ya golpeado en todas partes por los soldados.
Pilato ha atentado recorrer el camino del compromiso, del mal menor: la flagelación es una cosa fea, es verdad, pero siempre mejor que la crucifixión, habrá pensado. «Veréis que lo salvo»: y ha ganado para el Hijo de Dios tanto la tortura como la muerte. Esto sucede también hoy, cada vez que, ante la verdad de la Fe y lo que ello implica, se intenta el camino del compromiso, del “bien sostenible”, del acuerdo con el Mal: pensemos en lo que ha sucedido, por ejemplo, en el tema del aborto o la fecundación artificial, en cuyas normas gravemente compromisorias se ha revelado la puerta a través de la cual ha pasado y pasa de todo, mucho peor de lo que se podía prever al inicio; pensemos en lo que está sucediendo en materia de los Sacramentos, in primis en el matrimonio y la Eucaristía, en orden a los cuales se va caso por caso y a la ofensa al Sacramento se acompaña la incertidumbre en la práctica y la moral. Pensemos en cuántas veces, en nuestra vida, por temor a decir la verdad entera, hemos empeorado la situación agregando mal a mal.
El mal menor es una tentación fuerte, especialmente en quien se mueve con las mejores intenciones, y no siempre se lo elige por conveniencia como muchas veces porque viene a faltar la esperanza de llegar al Bien con la perseverancia y se cae en un pragmatismo aparente, que no centra el objetivo sino que lo aleja a veces irremediablemente. Cada vez que seamos tentados, pensemos en Pilato y en la flagelación de Cristo, en la suerte que reservamos a la Verdad cada vez que buscamos hacerla coexistir con el error o aún peor, con el Mal.
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