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domingo, 23 de mayo de 2021

PABLO IV, EL HOMBRE, EL PAPA, EL IDEAL

Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.
  
El napolitano Gian Pietro Carafa, hombre de rigidísimas costumbres y fundador junto con San Cayetano de Thiene de la Orden de los Teatinos (el nombre deriva de la sede episcopal de Carafa, Teate –nombre latino de la ciudad de Chieti–) fue elegido al supremo deber del Romano Pontificado el 23 de mayo de 1555 y reinó hasta el 18 de agosto de 1558. Veamos cuál fue su programa de gobierno:
   
Miguel Ángel muestra a Pablo IV el modelo de la Basílica de San Pedro (Domenico Passignano).
  
Pablo IV siempre había tenido una idea muy alta del ministerio sacerdotal y una mucho más alta de la dignidad papal: Ahora que se sentaba en la cátedra de San Pedro, creció en modo considerable la conciencia de sí, que le habían procurado el recuerdo de una conducta sacerdotal a toda hora irreprensible y continua actividad rígidamente eclesiástica como la experiencia de muchos años. Repetidamente decía que amaba dejarse poner vivo en pedazos que hacer alguna cosa indigna de su alto puesto. Todos cuantos lo conocieron atestiguan que no eran palabras vacías.
   
En un momento decisivo el Cardenal Pedro Pacheco advirtió al duque de Alba que Pablo IV nunca se habrá dejado plegar por el miedo, ya que era un hombre que soportaría más la destrucción de la ciudad de Roma y la muerte misma antes que hacer algo que no conviniese a su dignidad papal. En modo similar se expresa también el Cardenal Giovanni Morone en una carta a su amigo Reginald Pole, en la cual revela que el papa padecería el martirio antes que sacrificar aunque sea el más mínimo asunto la dignidad y el honor de la Santa Sede, por los cuales sentíase responsable ante Dios y la cristiandad: según el pensamiento de Morone, él estaba tan penetrado de la idea de ser vicario de Cristo que consideraba una ofensa a Dios cualquier lesión a su dignidad.
    
La conciencia, que en la calidad de vicario de Cristo él estaba sobre todos, se hacía notar especialmente en la conducta de Pablo IV con los príncipes. En la plena conciencia de su dignidad única,  él abajaba sobre ellos su mirada no como sus hijos, sino como sobre súbditos suyos. El hombre, que solía juzgar también los asuntos políticos en modo sumamente unilateral y brusco, era talmente alienado del mundo por decir a los enviados, que el rey y el emperador tenían su sede a los pies del papa, del cual a modo de escolares debían recibir sus leyes. Su sentimiento rígidamente eclesiástico se imponía contra la tendencia de gobernar los asuntos internos eclesiásticos fuertemente resaltados también ante los gobiernos católicos. Él declaró que intentaba poner fin a la vergonzosa condescendencia de sus predecesores hacia los príncipes.
   
Reputaba pues justo no esconder su profunda difidencia frente a los príncipes y tratarlos con creciente irritabilidad y extremo rigor y dureza. Es evidente en cuáles conflictos debían involucrarse aquel anciano de de juvenil frescor tales sentimientos unidos a la vivacidad y violencia de su natural.
   
Como genuino napolitano Pablo IV era muy susceptible a impresiones improvisadas, a menudo precipitado y a saltos en sus revoluciones, no raras veces imprudente y por lo más de no necesaria mordacidad y brusquedad en sus expresiones. Como en su vida cotidiana no se vinculaba a alguna regla fija, así también en el resto seguía voluntariamente las sugestiones del momento; daba su confianza con la misma facilidad con que la sustraía. Improvisas como las erupciones del Vesubio eran sus resoluciones, y las manifestaciones de su naturaleza volcánica. Al igual que todos sus compatriotas hablaba mucho y largo: de sus labios el discurso fluía como un río tumultuoso. Apenas un suceso hacía circular más rápida su sangre, él según su índole del italiano del sur salía en las más violentas y crudas palabras, que acompañaba con gestos sumamente característicos.
    
Tal vez olvidaba tanto su dignidad que dejaba arrastrar a actos de violencia. Todo su ascetismo no estaba en capacidad de enseñarle moderación al expresar sus apasionadas sensaciones y calma reflexión en sus acciones. Por esto de cardenal había venido a conflicto con muchos y chocaba también con hombres que, como Ignacio de Loyola, miraban al mismo fin, la regeneración de la Iglesia. Con energía férrea, con fuego de pasión él se ponía a todo oficio, pero nada de falso, nada de hipócrita había en este hombre de una sola conducta; su piedad era genuina, genuino su amor a la Iglesia y a la patria, su elevada concepción del mundo y su idealismo, genuina también su florida elocuencia y sus múltiples conocimientos. En sus más variadas ciencias, especialmente en la teología, era bien versado; hablaba corrientemente el italiano, el griego y el español. Extraordinariamente erudito, recordaba todo con memoria fiel, los clásicos latinos y griegos tenía corrientes: sabía casi de memoria las sagradas escrituras: entre los teólogos su autor predilecto era Santo Tomás de Aquino.
      
Con el vigor de una voluntad férrea y con la firmeza de un carácter intolerante de cualquier oposición, Gian Pietro Carafa tuvo por sesenta años derechas todas las dotes de su espíritu a un fin: el de hacer revivir la autoridad y el poder, la pureza y la dignidad de la Iglesia fuertemente atribulada por enemigos internos y externos.
   
Tal objetivo había flotado ante su mente como obispo de Chieti, como nuncio en Inglaterra y España, como miembro del Oratorio del Divino Amor, como jefe de la Orden de los Teatinos, fundada por él con San Cayetano de Thiene, como miembro de la congregación reformativa de Pablo III y como cardenal. En todas estas posesiones se comprobó en él un gran carácter fuertemente expreso, un inagotable propugnador de todos los intereses eclesiásticos, el más rígido de los rígidos, especialmente en todo lo que concerniese a la pureza de las costumbres y de la fe. Ninguna autoridad de la persona podía impedir su franqueza; ante los cardenales, como ante los papas él exponía siempre abiertamente y sin consideración su opinión. La historia de Pablo III como la de Julio II en más nos refieren así, en los cuales incluso de lo más alto debería actuarse nada compatible con los intereses y la dignidad de la Santa Sede. En tales ocasiones el cardenal Carafa o absolutamente se oponía, o al menos protestaba, y si cualquier resistencia posterior fuese sin esperanza, absteniéndose del consistorio. Si en tales casos Carafa se atraía la pérdida de la gracia papal, se le daba tan poco pensamiento como sensibles desventajas materiales, que debía padecer. Toleraba todo en silencio y con ánimo calmo, ateniéndose inflexiblemente a sus principios rígidos.
   
Mientras la máxima parte de los hombres en la vejez se fragilizan y comienzan a inclinarse a la quietud, en Carafa cada año aumentaba su ardor, su actividad, su energía y la fuerza de su voluntad. El papa –escribe el enviado florentino– es un hombre de acero, y las piedras que toca, arrojan centellas generadoras de incendio, si no se hacen cuanto él quiere.
     
Se entiende cómo un hombre semejante no tuviese sino pocos amigos y benefactores. Su vida pura, su incorruptible rectitud y su doctrina eran reconocidas, pero otro tanto todos reprendían y temían su extragrande rigor, su brusquedad y obstinación. No le faltaron títulos y cargos honoríficos a él, que había llegado hasta el decanato del Sacro Colegio, pero solamente gozaba afecto y amor de poquísimos.
   
El nuevo papa lo sabía muy bien: él sintió la necesidad de hacer un pequeño sacrificio a la opinión pública para no hacerse odiado del todo y precluir toda influencia. Cuanto más habían temido el rigor del ascético Teatino, tanto más gratamente sorprendidos quedaron los romanos cuando Pablo IV mostró también el lado espléndido y principesco del papado. Aprendieron con satisfacción cómo el hombre, que desde cardenal había vivido retirado y muy parcamente, nada más iniciar su gobierno dio la instrucción a los oficiales de palacio que le preguntaban cómo debían regularse en la administración: con todo el esplendor como se conviene a un gran príncipe.
   
Para la fiesta de la coronación, que tuvo lugar el 26 de mayo, no se escatimó en gastos. El banquete dado ese día a los cardenales y enviados fue sobremanera espléndido. Si bien solo pasaron cuatro días de la elección papal –escribió Ángelo Massarelli en su diario–, el nuevo jefe de la Iglesia había dado ya tantas pruebas de su liberalidad, munificencia, magnanimidad y alto linaje, que fácilmente pudo darse una conclusión acerca de su futuro gobierno. El enviado de Bolonia juzgó en forma igual en una carta del 29 de mayo de 1555: Su Santidad será un excelente papa, todo magnanimidad y bondad. Cuando el 4 de junio Pablo IV pasó del Castillo de San Ángel a su residencia de verano, el palacio de San Marcos, se vio tanta pompa, que podía creerse haber transportado a los días de León X.
   
Este comportamiento, que ninguno se esperaba del rígido asceta, estuvo indudablemente determinado respecto a los romanos, ante los cuales imponía más que todo el esplendor externo y la liberalidad cooperando también el alto concepto de la dignidad papal, que animaba a Pablo IV. Él no había buscado la posición más alta que podían soñar los ambiciosos. El hecho sorprendente que él, el temido y el odiado, el cual siempre había manifestado extrema rigidez y nunca había demostrado a alguno la menor condescendencia, a pesar de la exclusiva imperial había obtenido la tiara, no sabía explicárselo sino en virtud de la intervención de un poder superior. Fue y permaneció en la firme convicción que no fueron los cardenales, sino el mismo Dios, quien lo eligió para ejecutar sus designios. Otro tanto estaba penetrado por la idea que estos designios no podían ser otros sino aquellos a los cuales hasta entonces estaban dirigidos sus pensamientos: la defensa y reparación de la Iglesia, su liberación de cualquier preponderancia estatal, y su victoria sobre las herejías. Él estuvo penetrado de todas estas ideas
    
Elevado al supremo oficio, él intentaba proseguirle con todo el idealismo sin consideraciones, que siempre le fue propio, empleando todas sus fuerzas para retornarle a la religión católica su antiguo esplendor y su antiguo poder.
  
Por una generación, la Iglesia, y principalmente su centro, la Santa Sede, había sufrido ataques inauditos y graves humillaciones. En posesión de la suprema dignidad, Pablo IV quería con un potente golpe invertir esta relación y restituir a la Santa Sede la antigua posición de poder dominante. En todas sus visiones fijando las raíces en el medioevo, veía el ideal eclesiástico en el siglo de Inocencio III, que llevó al mismo tiempo el culmen de la influencia papal; en consecuencia, nada era más lejano de su concepción que la mayor división, haciéndose camino con la nueva edad, de lo espiritual y de lo temporal: todo le parecía al mismo tiempo asunto eclesiástico. Considerábase pues obligado a retornar en valor sin contemplación y hasta laa extremas consecuencias, también en el terreno político, la posición, que en aquel tiempo la Santa Sede había tomado hacia los príncipes y los pueblos, desterrándoles en su ardiente entusiasmo completamente, que no todos los derechos pretendidos por los papas en el curso de los siglos derivan del derecho divino o de la naturaleza del primado, sino muchos, especialmente los políticos, eran el resultado de la evolución histórica, luego de derecho humano y por eso también podían ser perdidos. Ni menos huyó al idealista, por el cual tenía valor solamente lo que debía ser, el enorme cambio en las condiciones eclesiásticas y políticas de Europa, que hacía del todo imposible hacer valer la autoridad pontificia frente a los príncipes cristianos en el modo que había sucedido en los grandes siglos del medioevo. Sin preocuparse de la apostasía de medio mundo, sin preocuparse del profundo cambio que se daba en los estados que seguían siendo católicos, vivía y se movía Pablo IV en el pensamiento de aquellos tiempos, en los cuales los papas como padres y rectores de la cristiandad poseían y ejercían una extensa actividad también en el campo político. Si bien no existía división eclesiástica alguna sobre el poder de la Santa Sede en las cosas temporales, él todavía tenía inflexiblemente firmes todas las pretensiones, que con todas las otras premisas y condiciones elevado a sus predecesores.
    
LUDWIG VON PASTOR, Historia de los Papas, Versión italiana de Mons. Prof. Angelo Mercati, Roma, 1927, Vol. VI, págs. 348-354.

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