Frescos
sobre la Noche de San Bartolomé: El almirante Gaspar de Coligny herido,
la Matanza de San Bartolomé, y la Corte de Carlos IX aprueba la matanza
(Giorgio Vasari y taller, Sala Regia del Palacio Apostólico Vaticano).
Los sucesos de Francia, descritos por nosotros en los artículos
precedentes (ver el volumen X, págs. 268 y siguientes) tuvieron inmenso
rimbombo en toda la Europa. A la primera noticia que rapidísimamente se
esparció por todos los países, las gentes quedaron atónitas y
estupefactas, como cosa del todo inesperada y casi increíble; pero,
luego que no quedó más lugar para dudar del hecho, los sentimientos, los
afectos y las pasiones que tan trágico acontecimiento debía suscitar,
prorrumpieron de todo lado vivacísimamente, y según las contrarias
disposiciones de los espíritus, diferentes. La Europa era entonces
dividida en dos grandes campos, el católico y el protestante, como
también al día de hoy; pero, donde hoy en día las iras religiosas se han
enlanguecido tanto después de tres siglos, y el sobrevenido
indiferentismo y el espíritu increyente de las modernas revoluciones,
siempre alargándose más, han casi cancelado en los Estados europeos y en
sus gobiernos las divisiones fundadas en la diferencia de la religión;
entonces al contrario, estas divisiones y aquellas iras eran tan vivas y
resentidas, cuanto más fresca era la herida abierta por Lutero en el
cuerpo social de la cristiandad, y aún duraba encendida en muchas partes
la guerra que el Protestantismo y el Catolicismo se hacían a ultranza
por el dominio del mundo. De ahí es que, así como todas las naciones de
Europa habían hasta ahora tomado tanto interés en las peripecias, en la
cual esta guerra había agitado por doce años a la Francia, también fue
grandísima en ellos la sorpresa y la conmoción al oír del fulminante
golpe de estado, con el cual Carlos IX, que por dos años en los que
había mostrado tanto favor hacia los hugonotes, ahora todo de un plumazo
se había vuelto a darle tan atroz golpe, y parecía resuelto a
exterminarlos completamente del reino. Los potentados y pueblos
protestantes concibieron inmenso desprecio y dolor; y los católicos
generalmente exultaron como por un triunfo, tanto más querido como menos
esperado, aunque no a todos les gustase el modo con que se obtuvo este
triunfo.
La corte de Francia, previendo la pésima impresión que las noticias de
la masacre habrían producido entre los príncipes heréticos, con los
cuales tenía ella estrechas relaciones de amistad, se esforzó, aunque
vanamente, en aminorar el efecto: y Catalina de Médicis puso en juego
todas las artes e ingenios de su diplomacia para amansar los furores
desatados por aquellas nuevas. Correo sobre correo fueron enseguida
expedidos, con cartas del Rey y de la Reina madre, a Isabel de
Inglaterra, al Príncipe de Orange, a los cantones protestantes de la
Suiza, al Elector de Sajonia y los otros príncipes de Alemania para dar
explicación del hecho, y con amplias instrucciones a los embajadores
residentes en las mismas cortes, sobre el modo en que debían representar
y colorear la occisión de los hugonotes. En estos despachos, el Rey,
deplorando con gravísimos términos el golpe de París, echaba la primera y
principal culpa a la gran conjura maquinada por el Almirante de
Colligny y sus hugonotes contra la vida del Rey y de toda la familia
real: el descubrimiento improvisado de tal conjura y la urgencia del
peligro habríanlo obligado a permitir a los Guisa la muerte del
Almirante y sus cómplices; el pueblo, irritadísimo contra los hugonotes,
se entregó luego a los excesos y furores que en ninguna manera el Rey
pudo frenar: pero en todo este hecho no había en la religión ningún
punto en cuestión, sino solo en la conjura y felonía política: y ser la
firme voluntad del Rey mantener intacto ante los hugonotes el edicto de
paz de 1570, salvo alguna pequeña modificación querida por la
circunstancia de los tiempos; e igualmente su deseo y voluntad
sincerísima de conservar con todos los Príncipes protestantes la misma
amistad y buen entendimiento que en el pasado.
Todas aquellas explicaciones y protestas poco o nada persuadieron a los
Príncipes, ni menos aplacaron las iras suscitadas en los herejes por la
matanza de sus hermanos de Francia. En Inglaterra, la reina Isabel se
mostró sobre todos indignadísima del hecho, y dio públicamente muestras
de ello con la solemnidad lúgubre con que quiso recibir las
justificaciones que le presentaba en nombre de su Rey La-Mothe Fènélon,
el embajador francés. Ella lo admitió en pública audiencia, en una sala
tapizada de negro y alumbrada por la luz de hachas fúnebres; la Reina y
las damas, y todos los dignatarios de su Corte aparecieron vestidos de
largo luto; el embajador fue introducido y acogido con glacial tristeza;
y después de escuchar en silencio la lectura de su despacho, Isabel
respondió con breves y crudas palabras deplorando a la Francia y a su
Rey. En la Holanda, el príncipe de Orange, a pesar de las bellas
palabras de Carlos IX, escribía consternado a Juan de Nassau, que la
matanza de San Bartolomé fue para su causa y la de todos los
protestantes un golpe de masacre. Por la Alemania, Gaspar de Schomberg
respondía al Rey que la llaga abierta en el corazón de los Príncipes
alemanes por el golpe de París era tan profunda y venenosa que por ahora
no era de esperar poder mitigarla. Y entre tanto, cada vez más se
endurecían las cóleras, que salían de Ginebra y por las academias de
Alemania un montón de virulentos libelos o panfletos en los que Carlos
IX era llamado un Herodes, Faraón y Nerón que se gozaba en la sangre de
sus súbditos, y su Consejo una covacha de tigres y de leones sedientos
de masacres; y se exageraba el número de las víctimas y la crueldad de
los muertos; y se esparcía la voz que después fue casi universalmente
acreditada hasta nuestros tiempos, que la masacre hugonota fue por largo
tiempo premeditada. En resumen, desde aquel día todo el mundo
protestante se alienó de la Francia de tal modo, que, aun cuando ninguno
de los Potentados herejes osaba venir con ella a hostilidades y
vindictas abiertas, no menos quedaron interrumpidas y casi en el luto
cortadas las relaciones de amistad y las alianzas que los ligaban antes a
ella, y con esto fueron en humo las ambiciosas esperanzas sobre las que
había fundado Catalina de Médicis sus amistades políticas. Y bien para
ella y para el reino, si por el nuevo estado de cosas Catalina hubiese
sabido tomar tan sabio partido, y en vez de dedicarse a retejer
fatigosamente la tela que por una parte se le había roto entre las manos
y a reanudar tratados de amistad y alianza con los herejes, se hubiese
unido resueltamente a la gran liga de los Príncipes Católicos que por
tanto tiempo le habían solicitado los Papas y el Rey de España para
abatir la herejía, fuente perpetua de rebeliones. Pero en la balanza
política de Catalina de Médicis, los motivos religiosos tenían poco o
ningún peso, y estaba escrito en los consejos de Dios que los ayes de la
Francia no debían terminar tan pronto.
Poco
disímil a la de las Cortes protestantes fue la impresión que produjeron
los hechos de París en la Corte de Viena. El emperador Maximiliano II,
el cual, como expresara un embajador veneciano, “quería estar bien con
los católicos con los herejes”, y por miedo de estos los favorecía hasta
el punto de él mismo ser reputado como medio herético, desaprobó con
fortísimos términos como imprudente, anticristiana, tiránica y bárbara
la masacre hecha de los hugonotes, y lamentábase por su infeliz
congénero, Carlos, que se hubiese dejado llevar por quien regía lo
consejos, a cometere tam fœdam laniénam. Y como los hugonotes
escapados hacían correr voces en Alemania, que el emperador fue no solo
consciente sino instigador de la masacre, él rechazó con desdén la atroz
calumnia.
Pero muy distinto fue el comportamiento mostrado por la Corte de España.
Aquí no sucedía usar artificios y delicadezas diplomáticas para
anunciar la destrucción de los hugonotes; ya que Felipe II, y por el
odio mortalísimo que profesaba a todos los herejes, y por el interés de
Estado que le hacía mirar como sus enemigos especiales a los calvinistas
de Francia, cómplices declarados de sus rebeldes en los Países Bajos,
no podía recibir noticia más grata que esta, que el almirante y todos
los jefes de su facción fueron de un golpe quitados del medio. Tanto
más, que este golpe fue por él mismo pocos días antes del 24 de Agosto,
fervientemente aconsejado al Rey Cristianísimo; aunque luego las
disposiciones de Carlos IX, aún infatuado por el almirante, poca o
ninguna esperanza debiese tener Felipe de ver abrazados sus consejos.
Al verlos ahora tan de súbito no solo ejecutado, sino sobrepasados más
allá de toda esperanza, y con esto quitado así de encima aquel terrible
peso de afanes y de miedos que le daba el íncubo de la hugonotería
francesa, no es maravilla que debiese en gran manera alegrarse.
«Verdaderamente el Rey de España (escribía Michiel) tiene causa para
hacer la estatua a Catalina de Médici, no por qué estarle obligado, por
el beneficio conseguido para su causa de la conservación de los Estados
de Flandes, los cuales sin la muerte del Almirante estarían
irremediablemente perdidos». Por eso es que Felipe, al responder las
cartas de Catalina y de Carlos, anunciadoras del gran sceso, y de enviar
para congratularse al marqués de Ayamonte como embajador
extraordinario, no rechaza alabar a sus Majestades por el justo castigo
por ellos infligido al almirante y sus secuaces. Esta acción, escribe a
Catalina, de tanto valor y prudencia, este gran servicio a la gloria y
honor de Dios, al bien universal de la cristiandad y particularmente del
Rey mi hermano (Carlos IX), fue para mí la mejor y más grande nueva que
jamás me pudo venir; y para mí el haberos escrito, besando fuertemente
vuestra mano. Luego la exhorta a completar y coronar la gran obra tan
bien comenzada, purgando la Francia de toda infección de herejía, y
dando también a los rebeldes hugonotes a fin de acabar con ellos y su
doctrina de una vez por todas; este era el mayor bien que podía llegar a
sus Majestades, dependiendo de esto la entera conservación de su
corona; y se ofreció prontísimo para ayudarlos en tal obra con todo su
poder.
El Duque de Alba, lugarteniente de Felipe II en los Países Bajos, acogió
también él, como era de esperar, con sentidos vivísimos de alegría la
noticia de los hechos de París, que en una carta suya llama admirables, y
no solo provechosísimos a los intereses del Rey su señor, sino fecundos
de gran bien para la conservación de la santa fe en la Cristiandad y
para el aumento del divino servicio.
No fueron distintos los sentimientos del Duque de Saboya, Manuel
Filiberto. Conviene oír de su misma boca la expresión que tuvo y los
motivos que la ocasionaron, en una carta del 29 de Septiembre de 1572 a
la Santidad de Gregorio XIII. Después de haber dicho tener con órdenes
oportunas impedido a los herejes fugitivos de Francia recuperarse en sus
Estados, contraviniendo en esto el deseo y las exhortaciones de Su
Santidad, agrega: «Y en verdad, cuando me viene la buena nueva que Dios
había concedido al Rey Cristianísimo la oportunidad de destruir a los
predichos herejes, más que la parte de alegría que con todo príncipe y
ersona catóica sentí, yo con mucha razón, me he alegrado
particularmente, y gozo sabiendo el odio que por ellos me era tenido y
los planes que tenían de atacarme cuando hubiesen podido. Y viendo mis
Estados expuestos al primer y mayor peligro; reconozco que en esto Dios
me ha hecho singularmente gracia».
Luengo sería referir las demostraciones de júbilo con las cuales los
Príncipes católicos personajes públicos y privados saludaron como suceso
faustísimo la matanza de los hugonotes de Francia y la liberación del
Reino cristianísimo de su tiránica prepotencia.
Basti dire che i carteggi diplomatici, le Relazioni, e le storie uscite
allora a stampa da penne cattoliche intorno a quel fatto, per lo più
sono piene di elogi, di ammirazione, di feste per sì felice ed
inaspettato successo, esultandone come d’un beneficio immenso e per la
Francia e per tutta la Cristianità. Molti eziandio, nell’esaltare il
fatto, vanno a tal grado di entusiasmo e di enfasi che dà nello
stravagante. «E che si desidera ora (cosi comincia la Relación de un
toscano) da questo Carlo veramente Magno, e dalla gloriosissima sua
Madre, con li altri due Cesari suoi fratelli? Che si vorrebbe
d’avvantaggio da questi principi del sangue signori Guisi, ed altri
signori, che con tanto valore e prudenza hanno eseguiti li santissimi
comandamenti del loro buon Re? Chi è quello che non si contenti di
questo populazzo Parigino, che con tanta alacrità ha messo in pezzi ed
affogato chiunque egli ha saputo rinvenire delli ribelli di Cristo e del
suo Re? Soleva dirsi Vespro Siciliano; si può dir ora Mattutin
Parigino. Sia laudato l’onnipotente Dio, che mi porge occasione di
scrivervi sopra così celesti nuove, e sia benedetto il trionfante san
Bartolommeo, che nel giorno della sua festa, si è degnato di prestare
alli suoi devoti il suo taglienlissimo coltello in cosi salutifero
sacrifizio! ecc.».
Di somigliante tenore sono cento altre corrispondenze di quel tempo.
Vero è nondimeno che, se tutti s’ accordano nel celebrare la sostanza e
l’ esito del fatlo, non però a lulti piacque, come tosto vedremo, il
modo e la sua illegalità violenta; soprattutto dopo che si ebbe più
minuta contezza del come erano succedute le cose in quelle terribili
giornate dell’Agosto.
Ma, per bene intendere il senso della Cattolicità nel giudicare a quei
dì la strage del· S. Bartolomeo, dobbiamo volgere gli occhi
principalmente a Roma, centro e capo del mondo cattolico, e perciò anche
organo il più genuino e indice fedelissimo delle impressioni ispirate
da quell evento ai Cattolici.
La prima notizia dell’uccisione dell’ Ammiraglio e di molti capi seguaci
suoi, giunse in Roma il martedì 2 Settembre, per un corriere di Lione,
spedito dal Danei, segretario del Governatore Mandelot. Ella fu
giudicala cosa molto notabile, e mollo cara al Papa ed a tutti; ma sopra
tutti gli altri riuscì carissima al Cardinal di Lorena, il quale
insieme con l’ambasciatore di Francia, si recò subito al Pontefice per
dargliene ragguaglio. Tuttavia, siccome non se ne aveano altri avvisi
più autentici da Parigi, si stava ancora in qualche dubbio. Ma ogni
dubbio fu tolto il di 5 Settembre, in cui giunse da Parigi il sig.
Beauville, Inviato straordinario presso la S. Sede, con lettere
credenziali del Re, o con dispacci del Nunzio Salviati. Per questi e per
la relazione del Beauville si venne in più ampia cognizione del
successo: il quale (scrive un gravissimo testimonio) è stato lodato, per
quanto spetta al servizio del Re e del suo regno e della religione; ma
molto più sarebbe stato lodato il fatto, se Sua Maestà l’avesse potuto
fare a mano salva, come già fece il Duca d’Alva in Fiandra, con la
relentione e con la forma delli processi. Nondimeno di tutto si lauda
Iddio e la sincera mente di Sua Maestà.
Or qui, prima di proceder oltre, è da avvertire l’aspetto in cui furono
presentati a Roma da queste prime notizie i falli di Parigi.
Carlo IX , sommamente ansioso che l’atroce macello non cagionasse
sinistre impressioni nel pio e rettissimo animo del Pontefice, volle
essere il primo a dargliene la notizia, colorandola nel modo più
acconcio a giustificare le uccisioni. Perciò fece pregare il Nunzio di
soprattenere il corriero espresso, che questi volea spedire il di stesso
del 24 Agosto, e di consentire che i suoi dispacci si mandassero con
quei del Re, il quale desiderava che il suo ambasciatore fosse il primo a
dar la nuova al Papa. Ora i regii dispacci non partirono che dopo il
26; cioè , dopo che il Re, uscito dalle prime incertezze ed agitazioni,
ebbe in solenne Parlamento dichiarato la gran congiura ugonotta, come
giusta e necessaria causa delle uccisioni da lui ordinate. Dopo tal
dichiarazione, furono dal Re spediti corrieri a tulle le Potenze, per
recar loro , insieme colla nuova, la giustificazione del terribile
fallo; il Beauville fu inviato a Roma, colle istruzioni dategli, il
punto principale fu senza dubbio, ch’ei dovesse rappresentare vivamente
l’ atrocità e grandezza della congiura che mirava a rovesciare tutto lo
Stato e a distruggere in Francia il cattolicismo; l’ estremo pericolo,
in cui il Re con tutta la reale famiglia erasi all’improvviso trovato; e
la necessità estrema che l’avea quindi costretto a ordinare, senz’altro
processo, il castigo de’rei ed a tollerare gli eccessi della vendetta
popolare. Solto questo aspelto appunto è presentata la strage in una
lettera del Duca di Montpensier, Luigi di Borbone, al Papa , scritta il
26 Agosto, e recata dal Beauville; la quale può aversi come fedele
miraglio del pensiero del Re e dell’ opinione ch’egli volea imprimere
dell’ animo del Papa; e sollo il medesimo aspetto vedremo essersi in
Roma ricevuta e divulgata universalmente la gran novella. Né a questa
rappresentazione, che altronde avea molle apparenze di vera,
contraddiceano punto i primi dispacci del Salviati ; anzi la
confermavano, parlando delle gran minacce falle dagli ugonotti dopo la
ferita dell’Ammiraglio, e quanto alle uccisioni, annunziando solo la
sostanza del fatto. Imperocchè le vere ed intime cagioni della strage,
il Nunzio di Parigi non poté scoprirle e trasmetterle a Roma che più
tardi 2; e le orrende particolarità del macello non poterono qui per
venire che assai tempo dopo.
Al sapersi dunque in Roma, che il Re Cristianissimo e tutta la famiglia
reale e i principi della sua Corte erano quasi per miracolo scampati da
un’orribil congiura, macchinata contro le lor vite; che l’Ammiraglio e i
principali ugonotti, autori e complici di tal congiura, erano stati
colpiti del meritato castigo; che il popolo parigino, levatosi a furore
contro i ribelli settarii, ne avea fatto tremenda vendetta; e che
cotesti nemici fierissimi dello Stato e della religione cattolica, i
quali voleano l’uno e l’altra rovesciare in Francia, non solo aveano
fallito il loro colpo, ma erano stati schiacciati e abbattuti per modo
che non potrebbero , per gran tempo almeno, rialzare il capo; al
risapersi, diciamo, queste grandi nuove, non è maraviglia che Roma
prorompesse in vive dimostrazioni di giubilo e festeggiasse i successi
di Parigi, come uno de’più fausti avvenimenti della Cristianità.
Il Pontefice fu il primo a dar pubbliche mostre di esultanza, col
rendere a Dio le dovute grazie per così segnalato beneficio. Nello
stesso giorno del 5 Settembre, in cui avea ricevute le lettere di
Parigi, il Papa, dopo tenuto Concistoro nel palazzo di San Marcos, sua
residenza estiva, scese coi Cardinali nell’attigua chiesa di San Marcos,
ed ivi dinanzi al SS. Sacramento esposto, intonò il Te Deum. Poscia
ordinò, pel giorno 8, sacro alla Nativilà di Maria SSma, una generale
processione e festa solenne a S. Luigi de’ Francesi. La processione,
allestita per tempissimo, si mosse col canto delle litanie da S. Marco, e
passando per le più nobili vie del centro di Roma, s’indirizzò alla
chiesa di S. Luigi. Precedevano le Confraternite laicali; indi venivano
per ordine, come nella gran processione del Corpus Domini, tutte le
corporazioni del clero regolare e secolare; la famiglia pontificia e gli
ufficiali di Palazzo, tutti in gala di festa solenne; poi il Suddiacono
colla Croce , cui seguivano gli Abbati, i Vescovi, gli Arcivescovi, i
Vescovi Assistenti, i Patriarchi e trentatrè Cardinali, tutti parati con
mitre; e finalmente, sollo un ricco baldacchino, le cui aste erano
alternativamente portale dagli ambasciatori delle Potenze, dai Cavalieri
di S . Pietro e da altri nobili, veniva il sommo Pontefice in paramenti
Pontificali e in mitra preziosa. Giunta la processione in S. Luigi, fu
cantata Messa solenne dal Cardinale di Sens, Nicolò de Pellevè; dopo la
quale, sceso il Papa dal trono e inginocchiatosi al faldistorio innanzi
l’altare, si cantò il salmo, Domine in virtute tua laetabitur Rex, ed
altre preci consuete pel rendimento di grazie, colle quali fu posto
termine alla funzione. Lo stesso giorno nelle ore pomeridiane, si fece
per la città una numerosissima processione di fanciulli e giovanelli, in
candide colle e con rami d’ulivo in mano, che cantavano benedizioni e
lodi a Dio per la miracolosa protezione, da lui mostrata sopra il regno
di Francia e la Chiesa Cattolica collo sterminio dei rebelles ennemis de Dieu, de son Église et de la couronne de France contre laquelle ils avoient conjuré pour l’usurper (de los rebeldes enemigos de Dios, de su Iglesia y de la Corona de Francia contra la cual se habían conjurado para usurparla).
Il cardinale Carlo di Lorena, il quale dicesi che regalasse 1000 scudi
al corriere apportatore delle novelle di Parigi, era in Roma l’ anima
delle feste, con cui in quei giorni i Romani, e soprattutto i Francesi e
i numerosi aderenti della Francia, della casa dei Guisa e del Re di
Spagna, qui celebrarono l’ insperato trionfo, riportato sopra gli
ugonotti. Ma alle feste romane egli volle associare altresì lo stesso Re
Carlo IX; laonde fattosi interprete ed esecutore del pensiero del Re,
nel giorno medesimo 8 Settembre, fece affiggere sopra la porta della
chiesa di S. Luigi un gran cartello scritto a letteroni in oro, e tutto
inghirlandato a festa, il quale dal latino voltato in nostra lingua
diceva così: «A Dio Ottimo Massimo, al Beatissimo Padre Gregorio Papa
XIII, al Sacro Collegio degl’Illustrissimi Cardinali, al Senato e Popolo
Romano: Carlo IX , Re Cristianissimo di Francia , infiammato di zelo
pel Signore Iddio degli eserciti, avendo subitaneamente, a guisa
d’angelo sterminatore mandato da Dio, disfatto in un sol colpo quasi
tutti gli eretici del suo regno e nemici suoi; a perpetua ricordanza di
sì gran beneficio, e pieno di solida e perfetta gioia che ciò accadesse
nei principii del pontificato del Beatissimo Padre Gregorio XIII;
annunzia e significa come certa la ristorazione delle cose
ecclesiastiche, e il vigoroso rifiorimento della religione, che quasi
appassita andava in decadenza; ed unito oggi con voi in ardentissime
preghiere, assente di corpo ma presente collo spirito, rende di così
gran beneficio somme grazie a Dio Ottimo Massimo, qui nella chiesa di S.
Luigi suo predecessore, e supplica umilissimamente la divina Bontà, che
questa speranza non vada fallita. Carlo, del titolo di S. Apollinare,
prete della S. Chiesa Romana, Cardinal di Lorena, ha voluto ciò
notificare ed attestare a tutto il mondo, l’anno del Signore 1572, il
sesto di prima degl’idi di Settembre».
Né qui terminarono le dimostrazioni della S. Sede. Il Papa scrisse
lettere di congratulazioni a Carlo IX ed a Caterina de’Medici pel felice
loro scampo dalla congiura ugonotta; ed al Cardinale Flavio Orsini, che
già nel Concistoro del 27 Agosto era stato per altri negozii
importantissimi destinato Legato a latere in Francia,commise eziandio di
farsi presso le loro Maestà interprete dei medesimi sentimenti.
Inoltre, il dì 17 Settembre pubblicò un ampio Giubileo, per implorare
sopra il Regno e il Re di Francia sempre più efficace la protezione di
Dio, e per ottenere la conversione degli eretici, non che pel felice
riuscimento della guerra contro il Turco e della elezione d’un nuovo Re
in Polonia; pei quali fini furono fatte in Roma per tre giorni da tutto
il clero secolare e regolare, generali processioni e pubbliche
preghiere, ed il S. Padre con molti Cardinali visitò le sette Chiese. Ne
è da tacersi la celebre orazione, recitata dal Mureto nei Concistoro
del 23 Dicembre, nel quale Gregorio XIII ricevé a pubblica udienza il
sire di Rambouillet, ambasciatore straordinario mandato dal Re di
Francia per prestargli la consueta obbedienza, come a nuovo Pontefice.
Quell’orazione fu un panegirico pomposo della strage ugonotta, ma
colorita sotto quei sembianti, nei quali era sempre stata grandissima
premura di Carlo IX che ella fosse rappresentata al mondo, e soprattutto
al Papa. O noctem illam memorábilem, exclamaba el Cicerón francés, quæ
paucórum seditiosórum interítu REGEM A PRÆSÉNTI CÆDIS PERÍCULO, REGNUM A
PERPÉTUA BELLÓRUM CIVÍLIUM FORMÍDINE LIBERÁVIT!… O diem dénique illum
plenum lætítæ et hilaritátis, quo tu, Beatíssime Pater, hoc ad te núncio
alláto, Deo immortáli et divo Ludovíco Regi, cujus hæc in ipso
pervigílio evenérant, grátias actúrus in dictas a te supplicatiónes
pedes obiísti! Quis optabílior ad te núncius afférri póterat? aut nos
ipsi quod felícius optáre poterámus princípium Pontificátus tui, quam ut
primis illíus ménsibus tetram calíginem, quasi ex orto sole, discússam
cernerémus?
Finalmente, a perpetuar la memoria del grande avvenimento, come a Parigi
Carlo IX avea fallo coniare due medaglie, l’una col motto: Virtus in
rebélles, l’altra colla leggenda francese: Charles IX dompleur des
rebelles; così a Roma, Papa Gregorio, esprimendo il medesimo pensiero di
trionfo sopra i ribelli eretici, fece incidere una medaglia, avente da
una faccia il suo busto, e dall’altra un angelo sterminatore, armato di
croce e di spada, coll’epigrafe storica: Ugonotórum strages. Poi al
celebre Vasari, che stava allora adornando di nobili affreschi la sala
regia del Vaticano, commise di dipingere le principali scene della
tragedia parigina del S. Bartolomeo, cioè la ferita dell’ ammiraglio, l’
esecuzione del 24 Agosto, e la seduta del Re in Parlamento. I quali
affreschi 1 si vedono tuttora presso la porta della Sistina, dopo i gran
quadri della battaglia di Lepanto: e fu bel pensiero di ravvicinare
nella medesima sala, destinala a commemorare i più insigni trionfi della
Chiesa, questi due avvenimenti, succedutisi a breve intervallo di pochi
mesi, e i più memorabili de’ tempi moderni. I Turchi e gli Ugonotti
erano allora i più terribili nemici del nome cattolico; ed ambedue erano
stati fiaccati d’un tremendo colpo, i primi dall’armata della Lega di
S. Pio V alle Curzolari nel Settembre del 1571, i secondi da Carlo IX e
dal popolo parigino nell’Agosto del 1572.
Se non che, gran divario correa tra le due vittorie; giacché la prima,
come era stata di gran lunga più splendida e decisiva, così era
purissima d’ogni macchia e degna dei pieni applausi di tutta la
cristianità; laddove la seconda, nonostante le apparenze di giustizia e
di zelo, onde Carlo IX si era studiato di rivestirla, lasciava
trasparire dei sospetti e delle ombre sinistre di violenza illegale e di
crudeltà, le quali temperavano d’assai il giubilo de’sinceri cattolici.
La stesso Filippo II e il Duca d ‘Alba, se dobbiam credere al
contemporaneo Branlôme, benchè andassero lietissimi della uccisione
dell’Ammiraglio e de’suoi complici, nondimeno non ne approvarono mai il
modo, chiamandolo un carnaggio da Turchi, anziché una giustizia da
cristiani; e le brave milizie spagnuole ai macelli di Parigi
contrapponevano con giusto orgoglio il procedere del Duca d’Alba contro i
calvinisti ribelli di Harlem, da lui gagliardamente puniti, ma con
tulle le forme della giustizia.
Certo è che anche Gregorio XIII esultò, ma non senza dolore del
mitissimo animo suo per tanto sangue versato; esultò della liberazione
del Re e del regno di Francia dal furore ugonotto e dai pericoli di
quella gran congiura, la quale, benché non fosse in realtà così paurosa
ed imminente, quale il Re la denunziava a tutto il mondo, nondimeno avea
purtroppo gran fondamento e grandissima apparenza di verità; ma nel
tempo stesso gli spiacque che nel punire i congiurati non si fossero
serbale, come in Fiandra, le vie legali de’ processi, e si fossero
abbandonali i rei, e forse co’ rei molti innocenti, al furore del
popolo. Il Maffei, annalista fedelissimo del pontificato di Gregorio
XIII, narra che al risapere la morte dell’ Ammiraglio e dei principali
ugonotti , dal re Carlo ordinata per sicurezza della sua persona e
quiete del regno, il Papa, benché liberato da un molestissimo affanno,
tuttavia, come di membra con dolore tagliate dal corpo, mostrando
temperata letizia diede le dovute grazie a Dio.
E il Branlôme afferma avere udito da un gentiluomo, presente allora in
Roma e ben informato delle cose di palazzo, che il buon Papa, quando gli
furono recate le novelle della strage, versò lacrime di dolore sopra le
vittime; ed a chi rimostravagli, perché piangesse del castigo inflitto a
siffatti nemici di Dio e della Chiesa: Lloro, reponía, del modo
demasiado injusto usado por el Rey en tal castigo, y temo que Dios no
tarde en punirlo; y lloro más por tantos inocentes que en tal golpe
perecerán junto con los culpables.
Ma, se il modo dell’esecuzione aveva intorbidato di giusto rammarico la
letizia, nel Pontefice cagionata dalla vittoria contro gli ugonotti;
molto maggiormente resto l’animo suo amareggiato, allorché vide
dileguarsi in fumo le belle speranze che, a pro della religione, Carlo
IX avea con tal vittoria destate. Il Re e la Regina madre si erano
affrettati di assicurare Gregorio, che egli ora vedrebbe qual fosse il
loro zelo per la fede cattolica; non si maravigliasse, se per qualche
tempo avrebbero mantenuto nel regno l’ Editto di pace cogli eretici;
essere ciò necessario per la quiete dello Stato e per cessare nuovi
macelli; ma essere loro ferma intenzione di abbattere poi interamente
l’eresia e di restituire la religione cattolica nell’antica osservanza;
la morte data all’Ammiraglio e agli altri capi della setta dover essere
pegno certissimo della sincerità di questa loro intenzione, e
guarentigia sicura delle promesse che facevano a Sua Santità.
E certo, se mai v’era stata occasione propizia di spegnere al lutto e
per sempre in Francia l’eresia, questa era ben dessa. Ma questo pensiero
era lontanissimo dall’animo di Caterina e di Carlo, e le loro belle
promesse al Pontefice non erano che lustre diplomatiche.
Il timore di attirarsi addosso l’inimicizia della Regina d’Inghilterra e
dei Protestanti di Germania, l’antipatia verso il Re di Spagna, la cui
preponderante potenza dava troppa ombra alla Francia, e la gelosia
contro l’ambizione dei Guisa, che ora più che mai pretende vano di
dominare nei regii consigli , ricondussero ben presto Caterina, dopo la
violenta crisi de San Bartolomé, alla sua consueta politica di
conciliazione e favore verso gli ugonotti, a lei troppo necessarii per
tenere in rispetto la fazione de’ cattolici, imbaldanziti dalla
vittoria, e per assicurarsi così sopra gli uni e gli altri l’assoluto
dominio. Di questa nuova fase della politica della Regina madre fu
indizio significantissimo, fra gli altri, l’accoglienza usata al
Cardinale Orsino, Legato straordinario del Papa. Il Cardinale, oltre
all’affare precipuo della lega contro il Turco, avea segrete istruzioni
di indurre il Re di Francia a stringersi in più intima amistà col Re di
Spagna, ad allontanarsi dai Protestantes de Inglaterra y de Alemania, ed
a ricevere nel regno il Concilio di Trento. Ma, appena saputosi in
Parigi della solenne spedizione del Legato da Roma, Carlo IX spacciò
corrieri al Pontefice perché lo trattenesse, o, se già era partito, lo
rivocasse, allegando che la sua venuta sarebbe, nella presente
agitazione degli spiriti, di gran travaglio e fastidio alle cose del
regno. Siccome però il Legato avea già valiche le Alpi, e il decoro non
sofferiva ch’ei tornasse indietro, fu pregato di sostare per qualche
tempo in Aviñón; e quando finalmente ebbe ottenuto dal Re permissione di
recarsi a París, il ricevimento che ivi ebbe dalla Corte fu sì
contegnoso e glaciale, che l’Orsino, veduta vana ogni speranza di
riuscire nella sua missione, non ebbe altro miglior partito che di
sollecitare la sua partenza.
In tal guisa, il gran colpo della strage del S . Bartolomeo che avea
destato tanta commozione nel mondo ed eccitato tanta espettazione,
riuscì quasi interamente sterile di quegli effetti che gli eretici ne
aveano temuto e i cattolici sperato . Quei che in Francia se ne
promettevano la pace del regno e il termine delle discordie religiose e
civili che da tanti anni lo laceravano, restarono delusi; e non meno
ingannati rimasero fuori di Francia quei che si aspettavano che la
politica del Re Cristianissimo dopo un sì gagliardo colpo di Stato
cangiasse indirizzo, ed abbandonando le timide e tortuose vie per cui
s’era fin qui condotta, sempre altalenando tra la parte cattolica e la
ugonotta , si gittasse finalmente con ferma e intera risoluzione a
sostenere la causa cattolica, come per altro i veri interessi della
Francia medesima e della real dinastia e della nazione primogenita della
Chiesa esigevano. Ma non è maraviglia che il fatto riuscisse a così
sterile e vano termine. La strage degli ugonotti era stata un colpo di
furore temerario, ispirato non già da lunga e ponderata premeditazione,
ma da un impeto subitaneo di paura e di collera, sfogato il quale, gli
autori principali del colpo, cioè Caterina e Carlo, erano tornali quei
medesimi di prima; e la loro condotta dopo la strage è la prova appunto
più luminosa del non aver essi mai premeditata la strage. D’altra parte,
come nota saviamente il Davila, dai consigli sanguinosi e violenti non
s’è veduto mai con seguire prospero effetto; e di questa maledizione di
sterilità niun attentato forse mai fu tanto meritevole, quanto
l’orribile macello della notte di S. Bartolomeo.
La Civiltà Cattolica, (año XVII, vol. VIII, 21 de Septiembre de 1866, págs. 679-693; año XVIII, vol. XI, 22 de Junio de 1867, págs. 14-32). Traducción propia.
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