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sábado, 17 de febrero de 2024

ES HORA DE DESMENTIR LA EVOLUCIÓN

Traducción del artículo publicado en RENOVATIO21.

LA MENTIRA DE LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN: UN LIBRO PARA ENTENDER

La gente de Edizioni Piane ha publicado un nuevo libro para orientarse sobre la falacia de la teoría de la evolución, una mentira enorme y contradictoria que todavía se inflige a nuestros niños en todos los niveles de la escuela obligatoria. Se trata de La evolución en 100 preguntas y respuestas de Dominique Tassot, experto en la relación entre ciencia y revelación.

Como escribe el autor, «al transformar la visión que el hombre tiene de sí mismo y, en particular, de sus orígenes, la evolución ha repercutido en todos los aspectos de nuestras sociedades. Dictó las grandes opciones de las ideologías políticas del siglo XX y sirvió de justificación tanto al liberalismo económico como al colectivismo, ambos todavía activos hoy, con sus excesos y la consiguiente deshumanización de las sociedades».

Renovatio 21 entrevistó al traductor italiano de la obra, Roberto Bonato, del que hemos publicado otras intervenciones y traducciones en el pasado.
    
Doctor Bonato, ¿puede decirnos quién es el autor del libro?
Dominique Tassot lo cuenta en la Introducción: es un puro producto de la educación laïque et republicaine, alumno de la Escuela de Minas, la que ha formado a la élite de los ingenieros en Francia desde la época napoleónica en los campos de la geología, la física y la química: un poco el equivalente de nuestros politécnicos.
    
De origen católico, en su juventud quedó fascinado por Teilhard de Chardin y su “síntesis” entre la teoría de la evolución y un humeante misticismo pseudocristiano que ve en Cristo el “punto Omega” de una evolución humana en perpetua evolución.
    
Aparentemente todo estaba en orden, con la ciencia y la fe dividiendo el campo de la verdad en áreas bien definidas e incomunicables. Fe, la de la realidad íntima o psicológica (hoy diríamos del “bienestar interior”); ciencia para tratar cosas serias, con verdades objetivas: la trayectoria del típico católico “adulto”. Pero un día se topa con un libro con un título extraño: Evolución regresiva. Un texto que se atreve a cuestionar el tótem intocable de la ciencia moderna: la teoría de la evolución. Descubre así que un cierto número de científicos siempre han presentado excelentes argumentos que refutan las principales afirmaciones de la teoría de la evolución. Tassot simplemente llegó al fondo del razonamiento: si los fundamentos de esta famosa teoría son tan frágiles, ¿qué es lo que la mantiene en pie?
   
La respuesta es simple, pero terrible: el odio a la Verdad, el odio al dogma que nos revela desde las páginas de la Biblia que somos hijos de una Inteligencia Infinita, de un Amor Infinito, y no del movimiento aleatorio de la materia que se habría autoorganizado o, aún más absurdamente, autocreado.
     
¿Por qué razones podría haberse establecido la teoría de la evolución?
Desde un punto de vista histórico, es bueno recordar cuál fue el contexto histórico y social en el que Darwin propuso su teoría. Tanto el rapaz capitalismo imperialista inglés (y francés, belga, alemán, etc.), como el socialismo naciente, necesitaban un paradigma intelectual que justificara sus peores excesos y que, por tanto, pudiera deshacerse de dieciocho siglos de moral cristiana.
   
Ambos lo encontraron en la “lucha por la supervivencia”: porque si ésta es la ley universal del progreso biológico, entonces todo medio se vuelve legítimo (más: inevitable) para hacer triunfar el interés superior del “progreso de la vida de las especies”. Especie que, de vez en cuando, será la del laborioso colono inglés sobre el nativo “primitivo”; el de los burgueses respetables sobre los analfabetos y enfermizos que pueblan los barrios marginales industriales que él ayudó a crear; la del proletario ruso fuerte sobre el capitalista cobarde, explotador y parásito; o el que, pasando por el superhombre de Nietzsche, Hitler identificó en el ario germánico de su Kampf (la lucha, precisamente) por el “espacio vital”.
    
No es casualidad que, como documenta Tassot, Marx pidiera a Darwin que escribiera el prefacio de El Capital (oferta que Darwin rechazó cortésmente), ni que el primer libro que los Guardias Rojos chinos obligaron a leer en las aldeas ocupadas no fuera el Libro Rojo de Mao, sino El origen de las especies. En el mundo del siglo XIX ebrio de éxitos tecnológicos debido a nuevos descubrimientos científicos, la teoría de la evolución usurpó su lenguaje y credibilidad.
    
Aún hoy la teoría de la evolución es la gran pantalla detrás de la cual los maestros del discurso esconden sus objetivos indescriptibles, y la hoja de parra que cubre la vergüenza de los idiotas útiles a su servicio: desde aquellos que defienden el derecho a hacer pedazos a un niño en el útero materno (el “montón de células” es la última metamorfosis lingüística de la –falsa– teoría de la “recapitulación evolutiva” por la que pasa el feto humano durante su desarrollo) a quienes piensan que ser humano, animal como cualquier otro, es no vale más que una vaca de granja, y por eso les gustaría obligarla a comer insectos, o, mejor aún, eliminar la perturbación de la faz de la tierra: como ocurre con todas las teorías falsas, se pueden sacar todo tipo de conclusiones absurdas.
   
De manera más general, creo que el resumen más honesto de la razón principal detrás del triunfo (mucho más “mediático” que científico) de la teoría de la evolución se encuentra en el libro de uno de sus defensores más fanáticos: El relojero ciego del biólogo Richard Dawkins, donde afirma con mucha franqueza que la teoría de la evolución ha proporcionado la justificación intelectual que los ateos estaban esperando.
   
Por primera vez en la historia, argumentar que el universo, tal como nos lo revelan la experiencia y la verdadera ciencia, es el resultado del azar se volvió intelectualmente respetable. Mejor: sofisticado y moderno. Como diría Chesterton, lejos de ser una idea nueva, la teoría de la evolución es otro viejo error. Tiene al menos un par de milenios de antigüedad: el materialista Epicuro ya hablaba de ello alrededor del siglo III a.C.
    
Y exactamente como Epicuro, tal teoría tiene un único propósito: el de liberarnos de la incómoda presencia de Dios, porque si somos hijos del azar, no tenemos que responder ante nadie por nuestros actos: non sérviam.
    
Como decía: nada nuevo, sólo el canto monótono y repetitivo, pero ¡ay!, qué eficaz, desde los tiempos de Adán y Eva.
   
¿Cuáles son los argumentos que nos empujan a refutarlo?
Hay que elegir, y uno de los méritos del libro es ofrecer una lista, tan implacable como incontrovertible, en todos los campos, desde la física hasta la paleontología y la teología. 
   
Por ejemplo: los famosos fósiles de los que Darwin esperaba ansiosamente la confirmación de la existencia de vínculos entre especies, ya constituían a sus ojos un obstáculo importante para su teoría, como admitió en su correspondencia privada. Los hallazgos disponibles en su época siempre decían una y sólo una cosa: los animales, incluso los extintos, parecían todos perfectamente funcionales, extremadamente sofisticados, sin “medias alas” ni “protoórganos” que atestiguaran el paso por remotas fases intermedias entre una especie y otra.
    
Darwin llegó a la conclusión de que en aquella época todavía no se disponía de un número suficiente de registros fósiles. Han pasado 160 años y todavía no hay rastro de fósiles de formas transicionales. Se trata de un hecho tan incontrovertible en el campo de la paleontología que los renombrados evolucionistas Jay Gould y Eldredge llegaron incluso a formular la teoría de la evolución saltacionista o equilibrios puntuados: como no se puede encontrar ningún rastro de evolución, significa que la evolución se produce “a saltos”, a través de “estallidos evolutivos”, que se produjeron en períodos de tiempo muy cortos, en poblaciones de animales tan pequeñas que (¡casualmente!) no dejaron rastro documentado en el registro fósil.
    
Todo muy científico. Como dirían algunos: si los hechos contradicen la teoría, peor para los hechos.
  
Personalmente, recuerdo mi modesta objeción, aún sin respuesta, cuando era estudiante primero en la escuela secundaria, luego en la universidad y finalmente en la escuela de doctorado: ¿cómo es posible que la segunda ley de la termodinámica (también conocida como principio de entropía o principio de Carnot), el principio más sólido, más universalmente confirmado de toda la física, el que nos enseña que todo sistema natural tiende inevitablemente a un estado de desorden progresivo, y que la teoría de la evolución, la que nos dice exactamente lo contrario, es decir que el movimiento aleatorio de los átomos durante períodos interminables de tiempo produce orden, organización e información altamente estructurada, ¿son ambas ciertas? Respuesta: No es posible.
   
Pregúntale a cualquier científico o profesor de ciencias de secundaria: invariablemente murmurará algo sobre “sistemas abiertos” y luego cambiará de tema. La realidad, testaruda, siempre nos dice lo mismo, lo que formalizan las leyes de la física: el caos no produce orden, digan lo que digan ciertos albañiles con delantal. O, como diría Tassot, el tiempo no es causa de nada.
    
La teoría de la evolución es incompatible, incluso antes que la fe católica, con la propia ciencia empírica.
    
Para ser un poco pedante, se podría decir que la teoría de la evolución no puede ser refutada, por la sencilla razón de que no es científica en el sentido popperiano del término, es decir, falsable. Y es normal que así sea, porque efectivamente Tassot demuestra en otro libro suyo que traduje hace un tiempo (El darwinismo: un mito tenaz desmentido por la ciencia) que la teoría de la evolución nació mucho antes que Darwin en el mundo de la filosofía, la literatura y la ideología anticristiana: no es otra cosa que la versión pseudocientífica del viejo mito del progreso, el que postula que lo que viene “después” es necesariamente mejor que lo que había “antes”.
   
Darwin sólo le proporcionó una apariencia científica y respetabilidad. Y, de hecho, este cuento de hadas para adultos, como lo definió el biólogo Jean Rostand, se basa no tanto en evidencias científicas, sino en narrativas, verdaderos “mitos” o “íconos” que ahora han colonizado el imaginario colectivo: desde las polillas de Manchester a las moscas de la fruta de Lansky; desde la secuencia evolutiva de la ballena o el caballo, hasta el cuello de la jirafa; desde bacterias que “evolucionan” para sobrevivir a los antibióticos, hasta la famosa secuencia que va desde la mona saltadora Lucy hasta el musculoso homo sapiens.
    
Todo ello confundiendo alegremente fenómenos establecidos como la adaptación y la selección con el concepto totalmente hipotético de evolución, extrapolando fenómenos nunca vistos a pequeña escala a lo largo de infinitos periodos de tiempo, involucrándose en razonamientos circulares en los que se postula precisamente el fenómeno que debe demostrarse, o simplemente inventar desde cero datos inexistentes, como ocurrió con los dibujos de Häckel sobre la recapitulación evolutiva del embrión o fraudes célebres como el del pitecántropo y el hombre de Java.
     
¿En qué se diferencia el pensamiento de Tassot de los demás?
Tassot no propone ninguna “síntesis” ingeniosa y muy original para “conciliar ciencia y fe”. Porque, si por “ciencia” entendemos el darwinismo, la fe cristiana no tiene necesidad de reconciliarse con una falsedad, ni mucho menos.
    
Tassot no hace más que recordar y defender la tradicional doctrina católica sobre la Creación, tal como se narra en los primeros capítulos del Génesis, y como es constantemente confirmada por la experiencia empírica, que habla de especies estables (aunque no inmutables, por cierto, tan sofisticadas como para capaz de adaptarse y diferenciarse con respecto a las condiciones ambientales cambiadas), creado por un acto sobrenatural de un Creador infinitamente inteligente, poderoso y amoroso.
    
Si hay una peculiaridad de Tassot es la de tener la capacidad, como ingeniero y doctor en filosofía de la Sorbona, de analizar el problema desde todos los ángulos y, a lo largo de los años, haber podido reunirse en torno a él y a su revista Le Cep un grupo de científicos, historiadores y filósofos que libran la misma batalla por la Verdad. Lo combina con el brío del conferenciante consumado, capaz de amenizar argumentos incontrovertibles con anécdotas históricas, con un efecto pedagógico muy eficaz.
   
Evolución en 100 preguntas y respuestas, estructuradas en 10 capítulos que abordan otros tantos aspectos del problema, es la síntesis de años de trabajo y aportaciones, y el aparato bibliográfico será de gran utilidad para estudiar los numerosos temas que inevitablemente se pueden abordar, sin embargo rigurosamente, sólo en términos amplios.
   
Tassot también destaca por su coherencia y honestidad intelectual frente a la gran mayoría de los científicos “creyentes”: aquellos que, para salvar su respetabilidad como “científicos serios” dentro de instituciones que afirman tener una fe absoluta en el ídolo evolutivo, deben inclinarse ante él con más o menos sinceridad, y decir que sí, que la teoría de la evolución es cierta, pero que todas sus innumerables contradicciones las resuelve un Dios que, en última instancia, mueve los hilos del universo. Dicen que quieren “conciliar ciencia y fe”, pero en realidad lo único que hacen es distorsionar una y traicionar a la otra, porque en el intento de salvar una teoría que es a la vez triunfante mediáticamente y científicamente en quiebra, estos científicos “conciliadores” tienen que diluir, “desmitificar” la Revelación Bíblica y siglos de Tradición hasta el punto de volverlos irrelevantes.
    
Como puede verse en la correspondencia personal de los padres de la evolución como Darwin, Lyell, Huxley, Galton, ellos vieron en este tipo de adaptación teísta al evolucionismo a su aliado más preciado, porque eran conscientes de que un Dios “evolutivo” era perfectamente inofensivo y funcional a su agenda ideológica: el enemigo a vencer, es decir, a erradicar de las conciencias, era el Dios del Génesis, aquel que se interesa por su criatura desde el primer momento de su existencia terrena hasta el último (y más allá), el que crea todo el universo para el hombre.
   
A 160 años del inicio oficial de este ataque, bien podemos decir: misión cumplida. Desafortunadamente.
   
Además de las de Tassot, ¿existen otras formas de oposición a la teoría de la evolución? Los informáticos también se han opuesto recientemente a esto…
Imagino que estás hablando del trabajo de William Dembsky. Como informático, esto me parece extremadamente interesante. Se trata de una formalización del concepto de “complejidad irreducible” introducido por primera vez por Michael Behe. El ejemplo utilizado en estos casos es el de la ratonera, un dispositivo para el que existe un número mínimo de componentes imprescindibles para realizar la función, por debajo del cual ya no hay trampa: queso, resorte, la barra que cae sobre el ratón, etc.
    
Si SÓLO falta UNO o está incompleto, el resto de la estructura es perfectamente inútil. Aparte de la metáfora en el campo biológico: la red extremadamente intrincada de la retina humana no sirve de nada si al final de las conexiones neuronales del ojo no hay áreas específicas de la corteza cerebral, infinitamente más complejas, que puedan decodificar las señales enviadas.
   
Los dos componentes habrían tenido que evolucionar en paralelo, durante millones de años, sin ninguna utilidad, ni sirviendo para hacer algo completamente diferente (en mi época de secundaria el concepto de moda era serendipicity) hasta el fatídico momento en el que se habrían conectado (siempre puramente fuera de caso) y ¡qué combinación! Aquí la visión está servida.
 
La teoría de la evolución, incluso en su encarnación moderna del neodarwinismo, que ve el motor de la evolución en las mutaciones aleatorias del código genético, no tiene la más mínima respuesta a este tipo de problemas, si no otro mito más: el que dice que lo que es imposible a escala humana se vuelve “prácticamente cierto” durante períodos de tiempo “infinitos” (no exactamente: miles de millones y miles de millones de años). ¿Prueba? Inexistente.
     
La obra de Dembsky es fundamental porque se adhiere al punto de apoyo metafísico de la cuestión, que es la superación definitiva del paradigma reduccionista que actualmente paraliza el progreso de la ciencia, y que pasa por la introducción de la información como principio físico fundamental junto a “masa” y “energía”.
   
Volviendo a la cuestión de la oposición al darwinismo, me parece que la única digna de mención que conozco proviene del mundo americano: esencialmente protestante, pero, y esto fue una revelación reciente para mí, también de un cierto Mundo católico. Lamento decirlo, pero es una realidad que la herejía protestante de la sola scriptúra, si por un lado está en el origen de la extrema fragmentación de ese mundo en miles de denominaciones, paradójicamente ha conservado una oposición tenaz y eficaz al Dominio total del pensamiento evolucionista, en nombre de una adhesión intransigente al significado literal de la Biblia.
    
En cambio, la lealtad del pueblo católico a sus pastores, si bien los ha protegido durante siglos de cualquier tipo de desviación doctrinal, también ha significado que, cuando la jerarquía flaqueó ante el avance de los ejércitos darwinistas, fue mucho más permeable a las enseñanzas espurias que resultaron.
   
En Estados Unidos, la cercanía, a menudo antagónica o al menos “competitiva”, con los protestantes ha obligado a los católicos (al menos a los que todavía tienen en el corazón la ortodoxia) a enfrentarlos en su propio terreno de conocimiento y fidelidad a las Sagradas Escrituras. Tassot y yo colaboramos desde hace algunos años con el Centro Kolbe para el Estudio de la Creación. Es un apostolado comprometido con el restablecimiento de la verdad católica sobre los orígenes del mundo y de la vida, que recientemente produjo la extraordinaria serie documental Cimientos Restaurados (disponible con subtítulos en italiano), una obra monumental que en 13 episodios analiza todos los aspectos de la cuestión aprovechando las aportaciones de una veintena de expertos en física, química, biología, teología, historia, filosofía: todo a la luz de las enseñanzas de las Escrituras y de la Tradición de la Iglesia católica.
  
Detalle conmovedor: el fundador, Hugh Owen, es el hijo convertido al catolicismo de Sir David Owen, un político inglés que fue un activo defensor de las políticas eugenésicas y ex primer secretario general de la Federación Internacional de Planned Parenthood. Aunque sea una minoría, sí, la resistencia existe, incluso católica, y se está organizando.
    
¿Cuándo penetró realmente en la educación pública? ¿Hay formas de resistencia dentro de él?
No puedes resistirte a algo que ya ni siquiera percibes como un problema. 
   
¿Hasta qué punto las escuelas han sido invadidas por el darwinismo? ¿Es posible eximir a su hijo de las lecciones que se imparten a los estudiantes?
Vivo en Francia desde hace 20 años, admito que sé poco sobre la situación actual de las escuelas públicas italianas, que sin embargo imagino que no es muy diferente de la francesa, de la que hereda el origen laïque. Creo que poco ha cambiado en Italia desde los tiempos en que, en la escuela secundaria y en el bachillerato, me encontraba estudiando la teoría de la ontogénesis de Häckel (el primer traductor de Darwin al alemán), la teoría según la cual un embrión humano, durante su desarrollo fetal, “recapitula” todas las fases de su historia evolutiva, pasando por una fase de “pez”, “reptil”, etc.
   
Esta teoría, muy desacreditada desde hace al menos un siglo, como está bien documentado en el libro, todavía se presentaba en las escuelas secundarias y superiores italianas en los años 1980 como una de las “pruebas” más convincentes de la validez de la teoría de la evolución, y los dibujitos inventados a partir de pura planta por Häckel ocuparon un par de páginas de mi texto de ciencias: poco importa que sean un fraude en toda regla reconocido desde hace tiempo.
   
Pero no es sólo un problema italiano: en 2017 Jonathan Wells tituló su libro Zombie Science en relación con los infames dibujos: como un zombi que se niega a morir, estos dibujos fraudulentos siguen infestando los libros de ciencia.
  
Todo esto junto al párrafo sobre otro mito más de la vulgata evolutiva, el de los “órganos vestigiales”, como el apéndice o las amígdalas, que no son más que restos de órganos del pasado olvidados allí por la evolución, inútiles si no dañinos. Pero si a principios del siglo XX había alrededor de un centenar de órganos vestigiales, actualmente se pueden contar con los dedos de una mano, porque mientras tanto se han descubierto las funciones y la utilidad de todos los demás, y todo nos lleva a cree que no hay ninguno.
   
Es la demostración de que la teoría de la evolución representa un verdadero obstáculo para la ciencia, con graves repercusiones, por ejemplo, en el ámbito médico. Porque mientras tanto se ha descubierto que la inflamación de las amígdalas es un síntoma de problemas de desarrollo de la mandíbula inducidos por el exceso de alimentos blandos, y que el apéndice no es en absoluto un rumen atrofiado, sino una reserva vital de bacterias, muy útil para colonizar el intestino después de un problema digestivo o de una enfermedad que ha comprometido la flora, con el debido respeto a las miles de ablaciones “preventivas” realizadas durante décadas: sólo uno de los muchos ejemplos de las consecuencias deletéreas muy concretas de la orgullosa ceguera inducida por esta teoría, que nos hace considerar algo inútil que simplemente aún no entendemos.
    
Por cierto, más de 150 años después de El Origen de las especies, ¿podrías citar sólo un invento, sólo una predicción útil que la teoría de la evolución habría aportado a la raza humana?
   
No soy consciente de que las lecciones del darwinismo puedan rechazarse, pero creo que la manera más eficaz de combatirlo sería presentarlo en las aulas de la forma más científica e intelectualmente honesta posible (como recomendaba Humáni géneris), incluyendo las mortíferas y ideologías devastadoras que ha contribuido a inspirar: el comunismo, el nazismo, la eugenesia, la cultura del aborto y la eutanasia, y la muerte. Y es precisamente por esta razón que he querido traducir al italiano el libro de Tassot, que está concebido principalmente como una ayuda para los estudiantes y educadores católicos.
   
Porque he aquí el meollo del problema: católicos, sacerdotes y laicos, debemos recuperar la conciencia de la perenne enseñanza de la Iglesia sobre estas cuestiones, y proclamarla sin complejos de inferioridad que no tienen razón de existir: Evolución en 100 preguntas y respuestas y Cimientos Restaurados están ahí para recordarlo.
   
¿Cómo sorprendernos si los jóvenes “pierden la fe” en la adolescencia? ¿No es a esa edad cuando aprenden en el colegio que «la ciencia nos enseña que la teoría de la evolución explica el origen del hombre»? ¿No es tal vez a esa edad que el profesor de religión (cuando lo hay) explica con regocijo que sí, Dios dijo algunas cosas verdaderas «en cierto sentido» al principio de la Biblia, pero quería decir algo más, o tal vez sea Moisés quien, pobrecito, no estaba lo suficientemente “evolucionado” para entender, o más bien no, Moisés es un personaje mítico, o “compuesto”, son los rabinos durante la Cautividad babilónica quienes inventaron historias para pasar el tiempo, pero en cualquier caso poco importa, porque son historias buenas y correctas, “inspiradas”, y para nosotros, los católicos adultos, lo que importa no es tanto el “cómo” sino el “por qué”.
   
¿Es realmente sorprendente que un joven, con la necesidad vital de la Verdad y del Absoluto que sólo un adolescente puede tener, saque de una enseñanza tan errática y contradictoria la conclusión de que, ya que los primeros capítulos de la Biblia son, en el mejor de los casos, un mito, y en el peor de los casos una burla, ¿tal vez todo lo demás también lo sea, incluida la Encarnación, la Pasión, la Muerte, la Resurrección y la Transustanciación?
   
Y que para las cosas “verdaderas” sólo podemos confiar en la Ciencia. ¿La que enseña que un embrión humano es sólo una especie de renacuajo, que venimos por casualidad, y que el comportamiento homosexual es normal, y de hecho «hasta los monos lo hacen»?
   
¿Cuál es el marco general del antievolucionismo?
Es un tema vasto al que Tassot dedica un capítulo entero del libro, en el que traza brevemente la historia de la oposición tanto religiosa como puramente científica a la teoría. Yo diría que actualmente hay dos corrientes principales. Por un lado la del Diseño Inteligente, que acoge la evolución como un hecho establecido, pero que, frente a contradicciones teóricas incurables y a la falta de evidencia empírica, evoca la acción de un Dios que intervendría constantemente en poder de milagros para “evolución directa” donde, abandonado a sí mismo, nunca llegaría. Es una corriente a la que le resulta fácil señalar todo lo que no funciona en el darwinismo, pero que todavía parece decidida a salvar las apariencias de una explicación puramente naturalista (aunque guiada por Dios “desde lejos”) del origen de la vida, el único ahora comprensible para el mundo moderno.
    
El otro es el del creacionismo “clásico”, que reconoce que los primeros capítulos del Génesis describen de manera sucinta pero exacta las fases de la creación del mundo, que proceden de otros tantos actos sobrenaturales del Dios creador que quiso revelarnos. mismo, y revelar el origen del hombre sin ficciones ni “alegorías”. Y ésta es la posición casi universal de la Tradición católica, y de todos los Padres de la Iglesia: incluido San Agustín, el mismo que tan inadecuadamente se alista, junto con sus “causas seminales”, en las filas de los evolucionistas. Y ésta es la posición de Tassot.
     
Desafortunadamente, se trata de una posición que a menudo es ridiculizada como ingenua o inspirada en el “literalismo protestante”: como si el pobre Moisés, un tipo capaz de conducir a un millón de personas al desierto durante 40 años, fuera incapaz de captar conceptos como “nacido de un mono” o “un millón de años”, mientras nosotros, sus bisnietos muy evolucionados y debidamente educados por los documentales de Piero Angela, habíamos comprendido que los primeros capítulos del Génesis no son más que una alegoría y un cuento moral como Las mil y una noches.
   
Sin embargo, es a esta visión a la que debemos el paradigma cultural que hizo posible el nacimiento de la ciencia, la ciencia real, en el mundo occidental. Porque si otras culturas han acumulado conocimientos empíricos, observaciones y soluciones técnicas específicas, sólo en Occidente, irrigado por la confluencia entre la noción judía de la Creación con las de la lex romana y el logos griego, se hizo posible la ciencia moderna: el mundo que no se rige por los movimientos aleatorios e impredecibles de la materia, ni por los caprichos de divinidades rebeldes, sino que es obra de un Creador, que la ha cuidado continuamente desde el principio, cuya inteligencia infinita brilla en la maravillosa armonía de la regularidad y leyes cognoscibles, pálidas pero un reflejo exacto de Su infinita gloria.
   
¿Cuál es la situación del antievolucionismo en Italia?
Que yo sepa, se trata de oposiciones aisladas y absolutamente minoritarias. Están las loables excepciones que representan intelectuales como Giuseppe Sermonti, autor del valiente Olvidando a Darwin, y toda la valiosa obra del padre Alberto Strumia.
   
Como en Francia, el paradigma evolucionista ha penetrado tanto en la cultura, tanto a nivel académico como popular, que ahora está implícito y, por tanto, invisible. Basta pensar en cuando en una discusión mencionamos al Homo sapiens, o al neándertal, o hablamos del “cerebro reptiliano”.
   
Yo mismo conocí la obra de Tassot por casualidad en Francia, a una edad relativamente avanzada, y nunca había podido siquiera concebir que hubiera una oposición fundada a lo que en la escuela mi profesor de ciencias me presentaba como un gran logro del espíritu humano, y el de la religión como sana lección de (falsa) humildad: saber que no somos más que monos sin pelo.
  
¿Ha aceptado ahora la iglesia posconciliar la historia de que el hombre deriva del mono?
En el barrio donde vivo, en Niza, después del atentado del 14 de Julio de 2016, el sacerdote de una importante iglesia situada a dos pasos del lugar de la masacre recaudó fondos para “ofrecer a Dios” un nuevo portal. Resultado: hay dos horribles simios intercambiando una manzana. Independientemente de que el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que nuestros dos antepasados, Adán y Eva, fueron creados perfectos, en estado de gracia, con los dones de la inmortalidad, la impasibilidad, la integridad y la ciencia infusa, según la milenaria tradición de Doctores, Confesores y Mártires (así como un sinfín de santos sacerdotes), el párroco no encontró nada que objetar al hecho de que fueron representados según una vulgata pseudocientífica inspirada en un ateo y ferozmente antirreligioso naturalista inglés, lo que contradice abiertamente el sentido común católico, incluso antes que la fe.
    
Yo diría que es un ejemplo que resume bien la situación de la Iglesia en este frente: una debacle total, una retirada desordenada a la retaguardia del evolucionismo teísta, con efectos que serían grotescos, si no fueran blasfemos. Es importante subrayar que el último pronunciamiento al más alto nivel de autoridad del Magisterio católico sobre el tema fue el de Humáni Géneris (1950), que se limita a autorizar la “discusión” sobre los orígenes del hombre, pero con razón exige no presentar nunca la evolución como un hecho establecido, y recomienda a los profesores católicos, so pena de pecado grave, no dejar de señalar los puntos incompatibles con la doctrina.
    
Recuerdo que antes de la Humánæ Vitæ, Pablo VI también abrió un “período de discusión” durante el cual a un católico se le permitía debatir la legalidad de la anticoncepción: y sabemos cómo terminó ese período. El resto, es decir, las declaraciones de los Papas (o de sus colaboradores), personalmente convencidos, como la gran mayoría del clero actual, de que la ciencia ha comprobado la realidad de la evolución más allá de cualquier margen de duda, no son en absoluto vinculantes y sólo demostrarán a los futuros generaciones de historiadores de la Iglesia en qué momento de estos tiempos oscuros las mistificaciones de esta vasta impostura intelectual habrán logrado confundir incluso a los niveles más altos de la jerarquía católica.
   
La historia de la famosa declaración de Juan Pablo II sobre la evolución como «más que una hipótesis» (que el Papa no escribió él mismo y que probablemente ni siquiera leyó) es muy instructiva en este sentido, y tal vez merezca un capítulo aparte, quiza precisamente desde las columnas de Renovatio 21.
   
Por otra parte, ya en 1907, en Pascéndi Domínici gregis, nuestro compatriota San Pío X, que unía el buen sentido del párroco rural a la clarividencia de un profeta del Antiguo Testamento, al denunciar el modernismo había dicho claramente:
«Hay aquí un principio general [de los modernistas]: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a saber: la evolución».
He aquí lo que me parece una buena definición del modernismo: la teoría de la evolución aplicada a la teología.

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