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miércoles, 3 de abril de 2024

A 55 AÑOS DE LA CREACIÓN DE LA NUEVA MISA

Mons. Domenico Celada, teólogo, liturgista y profesor de música y canto gregoriano en la Pontificia Universidad Lateranense, colaboró en la redacción del “Breve examen crítico del nuevo Ordo Missæ”, y dedicó tres artículos sobre la “Reforma Litúrgica” y cuán anticatólica es, antes y después de su implementación. En represalia, la Curia Romana ordenó su remoción de la cátedra y de su ministerio, dejándolo en la más negra miseria, en la cual murió en 1971.

Traemos por primera vez estos tres artículos en español y en una sola publicación. En el tercero, particularmente, se observa un tono afín con el usado por el Señor en su Elénchus contra Pharisǽos (Mt. 23, 13 ss.), o en las imprecaciones no menos incisivas que dirige a los judíos en Juan 8, 21 ss. En este caso, los destinatarios son los ideólogos y fautores de la ruptura en la tradición litúrgica, que una propaganda tan dolosa como eficaz logró presentar como “apertura”.

MAURIAC Y LOS IDIOTAS
   
Recuerdo haber escrito, en el número de abril-junio de 1966 de una revista de música, una nota sobre la liturgia después del Concilio Vaticano II. Eran los meses en los que el plan destructivo de ciertos “liturgistas” tomaba forma, en todo su significado trágico, y habían llegado a proponer esas llamadas “misas de los jóvenes”, acompañadas de orquestas de salón de baile, que representan –incluso dejando de lado cualquier consideración de carácter religioso– el triunfo de la ignorancia y la estupidez.
Escribí entonces: «La sagrada liturgia atraviesa un período de gran crisis, quizás el más doloroso de su historia. Nunca ha habido tanta decadencia y confusión: realmente se estaba tocando fondo».
En aquella ocasión recibí mensajes de conformidad y alabanza por lo escrito, bien puedo decirlo, de todas partes del mundo católico: cartas de simples fieles, de muchos sacerdotes y párrocos, incluso de obispos y cardenales. Sin embargo, para ser honesto, debo decir que también recibí una fuerte “reprimenda” por parte de la oficina eclesiástica encargada de la llamada reforma litúrgica, oficina conocida con el nombre de “Consilium”, sobre la cual ya existe una amplia literatura ciertamente no benévola.
   
El emisor de la “reprimenda” (escrita en papel membretado oficial, con escudo y número de protocolo) comenzó expresando su sorpresa ante mi diagnóstico de “crisis” en la liturgia, y sostuvo, por el contrario, que «la liturgia atraviesa uno de sus períodos más florecientes y prometedores»; tras lo cual declaró que mis comentarios eran de una «falsedad supina” y que todo el texto representaba una «insinuación ofensiva» y una “evaluación subjetiva y errónea». Mi prosa era, además, «desconcertante, descarada, ofensiva y audaz».
Apenas salí completamente ileso de esa avalancha de adjetivos, agrupados de a cuatro, bajo los cuales podría haberme asfixiado. No han pasado ni tres años desde entonces.
Hace unos veinte días abrí L’Osservatore Romano y encontré un artículo de siete columnas (una página entera del periódico de la Santa Sede) titulado “Historia de la Iglesia y crisis de la Iglesia”. En él, el distinguido historiógrafo Hubert Jedin escribe textualmente: 
«En primer lugar, visible a todos, está la crisis litúrgica, por no hablar de caos. Cuando hoy, domingo por la mañana, se recorre las iglesias parroquiales de una ciudad, se encuentra en cada una un servicio divino “organizado” de manera diferente; uno encuentra omisiones; a veces se oyen lecturas diferentes de las previstas por el ordo litúrgico; si luego uno llega a otro país cuyo idioma no conoce, se siente completamente extraño…».
Parece importante señalar que Hubert Jedin, en su claro diagnóstico de la situación actual de la Iglesia, menciona “en primer lugar” –incluso antes de la crisis de fe– precisamente la crisis litúrgica, ahora “visible a todos”. Considerando la autoridad del escritor y la del periódico vaticano, que nunca publica un artículo excepto después del más riguroso control, hay que concluir que hoy la crisis de la liturgia es un hecho indiscutible, y que es lícito hablar y escribir sobre ella sin temor a recibir misivas llenas de adjetivos poco halagadores [1].
Por otro lado, en tres años han pasado muchas cosas. La Congregación de Ritos se vio obligada a intervenir contra los numerosos experimentos arbitrarios con una “declaración” del 29 de diciembre de 1966 (que, por otra parte, es letra muerta), y el propio Papa, en la famosa alocución del 19 de abril de 1967, expresó su dolor y aprensión por lo que sucede en el campo litúrgico, subrayando la «perturbación de los buenos fieles» y denunciando una cierta mentalidad encaminada a la «demolición del auténtico culto católico», implicando también «subversiones doctrinales y disciplinarias».
Pero de particular interés es la comparación que el estudioso hace entre la crisis vivida por la Iglesia en el siglo XVI y la de la actualidad. ¿Cómo superó la Iglesia aquella crisis? Jedin responde: «No renunciando a su autoridad, ni aceptando fórmulas equívocas de compromiso, ni acogiendo el caos litúrgico creado [en ese momento] por innovaciones arbitrarias en el servicio divino».
Esto es muy cierto. Si los decretos tridentinos restablecieron la seguridad de la fe, el misal y el breviario de San Pío V unificaron aún más la liturgia. De hecho, no debemos olvidar que la “lex orándi”, según un antiguo adagio, es también la “lex credéndi”: la ley de la fe. Por tanto, parece lógico que a la “licéntia orándi” actual le corresponda una “licéntia credéndi”.
Hubert Jedin escribe: «Me temo que, dentro de poco, en algunos lugares, ya no se encontrará un misal latino...» Y sin embargo (recuerda el estudioso),
«la propia Constitución litúrgica (art. 36) mantiene como regla, de la misma manera que era antes, la liturgia en latín. ¿No sería un disparate que la Iglesia católica en nuestro siglo –en el siglo de la unificación del mundo– renunciara por completo a un vínculo de unidad tan precioso como lo es la lengua litúrgica latina? ¿No equivaldría esto a un deslizamiento muy tardío hacia un nacionalismo que ya se considera superado?...».
Se trata de preguntas puramente retóricas, ya que la inexplicable renuncia al latín se ha producido prácticamente “in fráudem legis”, contra la obligatoriedad de una ley conciliar que prescribe claramente la preservación del uso del latín, y contra el derecho de los fieles católicos al aprovechamiento de un bien común.
Ahora, habiendo roto la unidad de la lengua y destruido la identidad de los ritos, el caos se ha extendido del campo litúrgico al doctrinal. Ya en abril de 1967, Pablo VI comenzó a lamentar «algo muy extraño y doloroso», la «alteración del sentido de la única y genuina fe». Pero esto fue la consecuencia –con una lógica perfecta e inexorable– de alterar el grandioso edificio de la Liturgia, es decir, de haber traducido, mutilado y reemplazado textos y fórmulas que en sí mismos representaban una “summa” de piedad y doctrina. Hoy se comprende más que nunca la verdad de la enseñanza de Pío XII en la encíclica Mediátor Dei: «El uso de la lengua latina es un signo claro y noble de unidad, y un antídoto eficaz contra cualquier corrupción de la doctrina pura».
La crisis de la liturgia es ahora “visible a todos”. Se han descubierto muchos engaños. A pesar de ello, los innovadores siguen trabajando con el celo de quien no está muy seguro de sí mismo, siguen manipulando, distorsionando y demoliendo lo poco que queda (Recientemente se celebró una conferencia de liturgistas para discutir “nuevas plegarias eucarísticas” y un nuevo “ordo Missæ”...)
Respecto a estos obstinados reformadores que perturban la liturgia, el célebre novelista católico François Mauriac escribía hace no mucho:
«Me pregunto, presa del pánico: ¿y si todos estos brillantes innovadores no fueran más que un grupo de atroces imbéciles? Entonces ya no habría escapatoria: porque ha sucedido que los sordos recuperen la audición, que los ciegos vuelven a ver; incluso ha sucedido que los muertos resuciten; pero no hay ninguna prueba, ningún documento, sobre un idiota que haya dejado de serlo».
Me parece que el académico francés es demasiado pesimista. Parece haber olvidado que a cualquier idiota, aunque no pueda dejar de serlo, se le puede poner simplemente en condiciones de no hacer daño.
    
Por Monseñor Domenico Celada (“Il Tempo di Roma”, 20 de Febrero de 1969).

NOTA
[1] Enojado por este artículo de Hubert Jedin, Annibale Bugnini escribió una carta privada de protesta al autor y luego tuvo el detalle de citarla extensamente en su libro La reforma de la liturgia (p. 283). Este apasionado ataque a la praxis litúrgica de la Iglesia durante la mayor parte de su historia debe ser seguramente uno de los pasajes más notables jamás escrito por un católico (si su autor puede ser considerado tal):
«Como buen historiador que sabe sopesar ambas partes y llegar a un juicio equilibrado, ¿por qué no menciona los millones y cientos de millones de fieles que por fin han logrado dar culto en espíritu y en verdad? Quienes por fin pueden orar a Dios en su propia lengua y no con sonidos sin sentido, y estar felices de saber de ahora en más lo que dice ¿No son ellos “la Iglesia”? Respecto al latín como “vínculo de unidad”, ¿cree que la Iglesia no tiene otras formas de asegurar la unidad? ¿Cree que hay una unidad profunda y sentida en medio de la incomprensión, la ignorancia y la “oscuridad de la noche” de un culto que carece de rostro y luz, al menos para los que están en la nave? ¿No piensa que un pastor sacerdotal debe buscar y fomentar la unidad de su rebaño –y por tanto del rebaño universal– mediante una fe viva que se alimenta de los ritos y se expresa en el canto, en la comunión de los espíritus, en el amor que anima a la Eucaristía, en la participación consciente y en la entrada al misterio? La unidad del lenguaje es superficial y ficticia; el otro tipo de unidad es vital y profunda... Aquí en el Consilium no trabajamos para museos y archivos, sino para la vida espiritual del pueblo de Dios»
 
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LA NUEVA LITURGIA Y LA VERDAD REVELADA

Después de un artículo, que apareció en un diario romano, el 16 de mayo del angustioso año de 1969, al darnos cuenta de las primeras reacciones causadas en el mundo católico que el nuevo “Ordo Missæ”, que recién en ese tiempo se promulgó y que entraría en vigor el 30 de noviembre del mismo año, surgieron un sinnúmero de cartas, sobre todo de sacerdotes, reflejando la angustia católica. En estas últimas semanas, además, me he entrevistado con numerosos miembros del clero secular y regular y, por tanto, puedo afirmar, con plena conciencia de lo que estoy diciendo, que no he encontrado hasta ahora un solo sacerdote, no digo ya satisfecho, pero ni siquiera resignado, ante las nuevas disposiciones encaminadas a destruir lo poco que queda todavía de la Santa Misa.
   
La promulgación de un “ordo” nuevo –es decir, el abandonar el venerable Misal Romano, para remplazarlo por otro nuevo Misal, de cuya ortodoxia muchos ilustres teólogos tienen grandes reservas– es un hecho, que ha provocado un verdadero drama en las conciencias sacerdotales.

La destrucción progresiva de la Liturgia.
La destrucción progresiva de la Liturgia es, por desgracia, una realidad ampliamente conocida, aunque no debidamente valorizada, por sacerdotes y por laicos. En menos de cinco años, las estructuras milenarias de este Culto Divino, que, por siglos, habían sido consideradas como “la obra de Dios”, han sido desmanteladas.
    
Se comenzó por la abolición del latín perpetrada de una manera fraudulenta. El Concilio, en efecto, habla claramente establecido: «el uso de la lengua latina debe conservarse” (art. 36 de la Const. Sacrosánctum Concílium, concediéndose, sin embargo, el uso de las lenguas vernáculas, en ciertos casos y en ciertas partes del rito). Más, en realidad, sin tener en cuenta la autoridad del concilio, el latín ha sido prácticamente suprimido, en todas partes, en todas ocasiones y en todas las partes del rito. La lengua de la Iglesia ha sido abandonada, aún en los Oficios litúrgicos, que tienen un carácter internacional.
    
Hoy, se pretende resaltar la universalidad de la Iglesia con el empleo, en los Oficios Divinos, del mayor número posible de lenguas diversas. El resultado trágico y obvio ha sido hacer incomprensibles –excepción hecha de los políglotas– todas las partes del rito, dichas en otras lenguas que no sean la propia. Este es el Pentecostés a la inversa. En Jerusalén, las multitudes «ex omni natióne quæ sub cœlo est”, «de todas las naciones debajo del cielo”, comprendían a los apóstoles, que hablaban una sola lengua; hoy, en cambio, los sacerdotes hablan en los ritos sagrados todas las lenguas y nadie entiende nada, a no ser los que tienen la misma lengua o el mismo dialecto. En lugar de Pentecostés, sería mejor hablar de Babel.
   
Hemos visto en estos últimos años, eliminar las manifestaciones y gestos sublimes de la piedad y de la adoración, tales como “las señales de la cruz”, “los besos al altar”, que es símbolo de Cristo, “las genuflexiones”, etc., etc., gestos y manifestaciones que el secretario de la comisión encargada de la “reforma litúrgica”, padre Aníbal Bugnini, se ha atrevido a calificar públicamente de “anacrónicas” y de “fastidiosas” (sic).
   
En su lugar se ha querido imponernos un rito vulgar, vociferante y confuso, en gran manera fastidioso. Se ha querido justificar hipócritamente estos cambios con el pretexto de evitar las molestias y el disgusto de los fieles –muchos de los cuales–, después de este funesto 7 de marzo, no han vuelto a poner los pies en la Iglesia. Y no vacilan en proclamar un “éxito” cuando han logrado obtener de una parte de los fieles (pocos, en verdad), la repetición mecánica de fórmulas que la rutina ha hecho ya inexpresivas y del todo ineficaces.
   
Hemos sido espectadores azorados de la introducción en nuestras Iglesias de repugnantes parodias de textos sagrados musicalizados con ritmos de cabaret y acompañados de instrumentos propios de los centros de vicio.
   
El gran instigador y propagandista de esas así llamadas “misas de juventud” (¿) es, a no dudarlo, el padre Aníbal Bugnini. Se dice, en efecto, que durante una reunión tenida en el Vicariato de Roma, para tratar de reprimir y criticar el triste caso de la “Misa Yeyé”, que cada domingo se celebraba en la Iglesia de San Alejo Falconieri–, el padre Bugnini, con un descaro increíble defendió, por el contrario, la necesidad urgente de extender este “ensayo” a otros grupos juveniles. En este edificio, el cardenal Vicario de Roma, Angelo Dell’Acqua, se opuso a esta insensata proposición. Pero Bugnini, a pesar de esta oposición, triunfó al fin, propagando por todas partes su sacrílega exhibición.
    
“Gracias” pues, al P. Bugnini y a su equipo de liturgistas, la liturgia se encuentra destrozada, envilecida, degenerada, desacralizada. En “ciertas Misas” ya solo falta ahora la desnudez para hacerlas más novedosas. Pero bien podrá ser que “para atraer a los jóvenes”, lleguemos también a eso, ya que, en una Iglesia de París, se ha tenido recientemente una “velada bíblica”, con ballets ejecutados, según las circunstancias, por negros semidesnudos.
  
Satanás agradecido con el padre Aníbal Bugnini.
El éxito completo del demonio será entonces perfecto. De todos modos, yo creo que Satanás tiene una inmensa gratitud hacia el P. Bugnini, a este religioso que, durante el Pontificado de Juan XXIII –es bueno no olvidarlo– fue expulsado de la Universidad Pontificia de Letrán y de otros ateneos, en los que él enseñaba la liturgia, precisamente por sus ideas iconoclastas; este es el religioso que ahora, de un modo extraño e inexplicable, ha llegado a ocupar el Secretariado de la Congregación para el Culto Divino.
   
Durante el Sínodo Episcopal de octubre de 1967, el P. Bugnini presentó a los Obispos un ensayo de “Misa reformada”, que él llamó “normativa” y el hecho es bien conocido –dicho ensayo no fue aprobado por los Padres–. No sabemos si los Obispos han sido o no consultados después por este activo secretario, pero el hecho es que la “Misa normativa”, ligeramente retocada, es a la que ahora inexplicablemente se nos presenta como legalizada e impuesta.
   
La seria opinión de un Prelado en este punto.
Esta nueva subversión no puede, pues, ser, en manera alguna, imputada a los Obispos. Un Prelado de los más dignos, que, durante el Concilio, desempeñó tareas muy importantes y cuyo nombre, por delicadeza, me permito ocultar, se expresaba recientemente de esta manera:
«Me he puesto a estudiar el nuevo “Ordo” y en su lectura no he podido pasar más allá de la mitad. ¡De tal manera he quedado consternado con esa lectura! En adelante no se puede hablar ya de “liturgia romana”: todas sus notas características han sido destruidas. En su lugar se nos ha dado una mezcla de míseros fragmentos, que pretenden imitar otras liturgias, y de muchas vaciedades, que han germinado en los nidos estériles de una gente sin preparación, sin madurez, orgullosa… No estoy hablando de la parte ritual. No terminaría nunca. Cada línea de este miserable librillo está llena de errores, contradicciones, necedades, ignorancias… Ahora deploro haber votado en favor de la Constitución Conciliar, en nombre de la cual (pero ¿cómo?), ha sido llevada a la práctica esta herética pseudo-reforma, triunfo de la arrogancia y de la ignorancia. Si yo pudiese, retractaría mi voto y, por una acta notarial, haría constar en un proceso que mi voluntad había sido impúdicamente víctima de una estafa increíble».
Del nuevo “Ordo Missæ” mucho se ha escrito ya, con la debida competencia y sin omitir los gravísimos problemas de orden teológico que él suscita. Se ha denunciado, sobre todo, la escandalosa definición de la Misa así como ciertos pormenores rituales, evidentemente excogitados para hacer patente a los fieles que la Misa no será, en adelante, otra cosa que “una asamblea popular”, durante la cual se celebra, un, así mal definido, “memorial del Señor”.
   
A este propósito, don Clemente Bellucco (el sacerdote veneciano que fue el primero en denunciar las graves omisiones y ambigüedades de un “nuevo catecismo”, impreso por los salesianos de Turín) me ha autorizado a publicar esto que sigue:
«San Jerónimo, en su carta Ad Lucíferum (19), después de la famosa emboscada de Rimini, en la cual éste había sido condenado por traición a la fe de Nicea, escribe con una angustia infinita: “Ingémuit totus Orbis et Ariánum se ese mirátus est!” (“el mundo entero gimió al verse, con estupor, convertido al arrianismo”). Con una distancia de tantos siglos, un derrumbe no menos grave se pretende producir en el seno de la Santa Iglesia Católica.
     
Afirmación en gran manera paradójica y de sabor herético es la que leemos en el número 7 de la “Institútio Generális Missális Románi” que forma parte del “Decrétum” del 6 de abril de 1969 de la Sagrada Congregación de Ritos. En ese decreto se lee que la mencionada Institutio ha sido aprobada por el Soberano Pontífice. Nos permitimos dudar de esta afirmación.
    
Los Papas NO pueden contradecir ni declarar falsos, en materia que interesa al dogma, los principios doctrinales solemnemente afirmados por sus Predecesores. El artículo 7 de la Institutio contiene una fórmula que destruye la esencia de la Misa y el mismo artículo atribuye a la Misa otra esencia que contradice al dogma católico. ¿Es posible que alrededor de los Papas de tantos siglos pudiesen anidar continuamente el embuste, el fraude, la perversa fe de personas “altamente calificadas, que gozan de la confianza ciega de los pontífices hasta lograr con éxito, muchas veces, inducirlos después miserablemente en el error? ¿Es posible que nosotros podamos tener la seguridad de no ver reproducirse de nuevo los ejemplos de un Cardenal [Oliverio] Carafa que engañó a Paulo II; de un Carnecci que engañó muchas veces a varios Papas hasta el momento en que Pío V lo envió ad patres; de un Nicolás Coscia que engañó a Benedicto XIII hasta en que Clemente XII lo envió ad patres; de Giacomo Antonelli que durante 25 años engañó a Pío IX y nadie, fuera de nuestra hermana la muerte, lo envió jamás ad patres, con estupefacción de la historia, cuyo juicio definitivo todavía espera?
    
Es por esto por lo que nosotros hoy nos preguntamos con asombro ¿cómo ha podido lograr conducir al error a los dos últimos pontífices reinantes otro nuevo Antonelli, que pontifica todavía en la Congregación de Ritos, con su inefable… padre Bugnini”?».
Hasta aquí Don Belucco, pero, si yo quisiera publicar todas las impresiones, aunque no fuesen sino las más penosas, sobre la nueva subversión de la estructura del Divino Sacrificio, ya prácticamente devastada, yo creo que no bastaría un libro. No puedo, sin embargo omitir lo que sobre esta materia me escribe Monseñor Francesco Spadafora, profesor ordinario de la Universidad Pontificia de Letrán: «En el nuevo Ordo Missæ el dogma mismo está comprometido. Este nuevo ordo Missæ es un acto arbitrario, realizado no se sabe precisamente por quién ni por qué, contra el sentimiento de la misma Congregación de Ritos y de la mayoría absoluta de los Obispos. Acto arbitrario, injustificado e injustificable».
   
El 30 de noviembre está lejano y no se puede todavía prever si, en el intervalo, intervengan nuevos hechos. La realidad actual es que el estado general de las almas de sacerdotes y de fieles es de la más deprimente angustia. Un cura de la Arquidiócesis de Florencia me escribe: «Yo vivo en un estado de alma que no sabría describir: sufro intensamente y con frecuencia derramo lágrimas amargas. Pienso con terror que ese día se aproxima y siento escalofrío. Yo quisiera escribir, quisiera llegar hasta la presencia de Paulo VI para postrarme a sus pies y suplicarle, me dispense de celebrar esta “Misa”…».
   
Cualquiera que sea el sesgo que tomen los acontecimientos, dado que el Venerable Misal Romano ha sido, durante siglos, como lo ha reconocido el Santo Padre, el alimento cotidiano, gracias al cual innumerables hombres y los más santos de ellos «han alimentado su piedad hacia Dios»; sería absurdo, –a mí así me parece–, querer ahora privar de este alimento cotidiano a los sacerdotes y a los fieles. Debemos pues poner nuestra más grande confianza en el Soberano Pontífice. Leemos en el Santo Evangelio (Lc. XI, 11): «¿Y cuál padre de vosotros si su hijo le pidiera pan le dará una piedra o, si pescado, le dará en su lugar una serpiente? o, si le pidiere un huevo, ¿le dará un escorpión?». Si esto se puede decir de cualquier padre, ¿podemos nosotros creer otra cosa de aquel que nosotros llamamos Santo Padre?
  
Por Monseñor Domenico Celada (“Lo Speccio”, 1 de junio de 1969).
   
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CARTA A LOS ILUSTRES ASESINOS DE NUESTRA SANTA LITURGIA
   
Hace tiempo que deseaba escribiros, ilustres asesinos de nuestra santa Liturgia. No ya porque suponga que mis palabras pudieran tener algún efecto en vosotros, caídos hace ya mucho tiempo en las garras de Satanás y devenidos sus obedientísimos siervos, sino para que todos aquellos que sufren por los innumerables delitos cometidos por vosotros puedan reconocer su propia voz. No os ilusionéis, señores. Las llagas atroces que habéis abierto en el cuerpo de la Iglesia claman venganza ante el rostro de Dios, justo vengador. Vuestro plan de subversión de la Iglesia a través de la liturgia es antiquísimo. Intentaron realizarlo muchos predecesores vuestros mucho más inteligentes que vosotros, que el Padre de las Tinieblas ha acogido ya en su reino. Y yo recuerdo vuestro resentimiento, vuestra risa maliciosa y burlona, cuando le augurabais la muerte, una quincena de años atrás, a aquel gran Pontífice que fue el siervo de Dios Eugenio Pacelli, luego de que éste comprendiera vuestros designios y se os hubiera opuesto con la autoridad de la Tiara. Después de aquel famoso convenio de “liturgia pastoral”, sobre el cual cayeron como una espada las clarísimas palabras del papa Pío XII, vosotros abandonasteis el místico consejo espumando enojo y veneno.

Ahora os habéis salido con vuestro propósito. Por el momento, al menos. Habéis creado vuestra “obra maestra”: la nueva liturgia. Que esta no sea obra de Dios se demuestra sobre todo (prescindiendo de las implicaciones dogmáticas) por un hecho muy simple: es de una fealdad espantosa. Es el culto de la ambigüedad y del equívoco, y no pocas veces el culto de la indecencia. Bastaría esto para entender que vuestra “obra maestra” no proviene de Dios, fuente de toda belleza, sino del antiguo escarnecedor de las obras de Dios.
   
Sí, habéis quitado a los fieles católicos las emociones más puras, derivadas de las cosas sublimes de las que se ha nutrido la liturgia por milenios: la belleza de las palabras, de los gestos, de las músicas. ¿Qué les habéis otorgado en cambio? Un certamen de fealdades, de “traducciones” grotescas (como es sabido, vuestro padre que está allá abajo no posee el sentido del humorismo), de emociones gástricas suscitadas por los maullidos de las guitarras eléctricas, por gestos y actitudes –y es poco decir- equívocos.
   
Pero, si no fuese suficiente, hay otro signo que demuestra cómo vuestra “obra maestra” no viene de Dios. Y son los instrumentos de los que os habéis servido para realizarlo: el fraude y la mentira. Habéis logrado hacer creer que un Concilio habría decretado la desaparición de la lengua latina, el archivado del patrimonio de la música sacra, la abolición del tabernáculo, el revestimiento de los altares, la prohibición de doblar las rodillas ante Nuestro Señor presente en la Eucaristía, y todas vuestras otras progresivas etapas, que toman parte (dirían los juristas) de un “único designio criminal”.
   
Vosotros sabíais muy bien que la “lex orándi” es también la “lex credéndi”, y por tanto que, mudando una, habríais mudado la otra. Vosotros sabéis que, apuntando vuestras lanzas envenenadas contra la lengua viva de la Iglesia, habréis prácticamente terminado con la unidad de la fe. Vosotros sabíais que, decretando el acta de muerte del canto gregoriano y de la polifonía sacra, habríais podido introducir a vuestro antojo todas las indecencias pseudomusicales que desacralizan el culto divino y echan una sombra equívoca sobre las celebraciones litúrgicas. Vosotros sabíais que, destruyendo tabernáculos, sustituyendo los altares por las “mesas para la refección eucarística”, negándole al fiel que doble las rodillas delante del Hijo de Dios, en breve habríais extinguido la fe en la real Presencia divina. Habéis trabajado muy atentamente. Os habéis ensañado contra un monumento en el que habían puesto manos Cielo y tierra, porque sabíais que con esto destruiríais a la Iglesia. Habéis llegado a quitarnos la Santa Misa, arrancando nada menos que el corazón de la liturgia católica (esa Santa Misa a cuya vista nosotros fuimos ordenados sacerdotes, y que nadie en el mundo nos podrá jamás prohibir, porque nadie puede pisotear el derecho natural).
   
Lo sé, ahora podréis reir por cuanto estoy por decir. Y reíd únicamente.
   
Habéis llegado a quitar de las Letanías de los santos la invocación “a flagéllo terræmótus, líbera nos Dómine”, y nunca como ahora la tierra ha temblado en cualquier latitud.

Habéis quitado la invocación “a flagéllo terræmótus, líbera nos Dómine”, y nunca como ahora nos hemos encontrado tapados por el fango de la inmoralidad y de la pornografía en sus formas más repelentes y degradantes.
   
Habéis abolido la invocación “ut inimícos sanctæ Ecclésiæ humiliáre dignéris”, y nunca como ahora los enemigos de la Iglesia prosperan en todas las instituciones eclesiásticas, a todo nivel.
   
Reíd, reíd. Vuestras risotadas son groseras y sin alegría. Es bien cierto que ninguno de vosotros conoce, como nosotros las conocemos, las lágrimas de la alegría y del dolor. Vosotros no sois ni siquiera capaces de llorar. Vuestros ojos bovinos, ténganse por bolas de vidrio o de metal, miran las cosas sin verlas. Sois similares a las vacas que miran el tren.
   
Antes que a vosotros, prefiero al ladrón que arranca la cadenita de oro al niño, prefiero al carterista, prefiero al atracador a mano armada, prefiero incluso al profanador de tumbas. Gente mucho menos sucia que vosotros, que le habéis rapiñado al pueblo de Dios todos sus tesoros.
   
En espera de que vuestro padre infernal que está allá abajo os acoja también a vosotros en su reino, “allá donde habrá llanto y rechinar de dientes”, quiero que sepáis de nuestra invencible certeza: que aquellos tesoros nos serán restituidos. Y será una “restitútio in íntegrum”. Vosotros habéis olvidado que Satanás es el eterno vencido.
       
Por Monseñor Domenico Celada (“Vigilia Romana”, Noviembre de 1971).

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