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domingo, 23 de junio de 2024

MES EN HONOR A SAN PEDRO APÓSTOL – DÍA VIGESIMOTERCERO

Dispuesto por el padre Charles Alphonse Ozanam, Misionero Apostólico y Canónigo honorario de Troyes y Évreux, publicado en italiano en Nápoles por Ferrante y Cía. en 1864.
  
MES DE SAN PEDRO, O DEVOCIÓN A LA IGLESIA Y A LA SANTA SEDE
  
MEDITACIONES SOBRE LA IGLESIA

Antes de la Meditación, recita un Pater noster y un Ave María con la Jaculatoria: San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros.
  
MEDITACIÓN XXIII: SOBRE LAS PERSECUCIONES A LA IGLESIA
1.º Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, dijo el apóstol San Pablo (Epístola 2.ª a Timoteo III, 12), sufrirán persecución. Y ya nuestro Señor había dicho: «Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia; porque de éstos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando por mi causa os maldigan y os persigan, y hablen falsamente de vosotros toda cosa mala. Alegraos y regocijaos; porque grande será vuestra recompensa en el cielo: porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros» (San Mateo V, 10 y ss.). Por tanto, la Iglesia está destinada a ser perseguida, y la persecución es una de sus características esenciales y divinas. Sin falta, de vez en cuando disfrutará de momentos de paz y descanso; pero esto no sucede sino para dejar su espacio, diríase, para recuperar sus fuerzas y darle la oportunidad de prepararse para nuevos ataques. Las persecuciones rodearon su cuna: el Salvador acababa de nacer y Herodes ya lo buscaba hasta la muerte; y su vida misma fue una persecución continua, que sólo duró cuando hubo dado su último suspiro en la cruz. Los Apóstoles, sus discípulos y sus sucesores en la obra de la redención, no tuvieron mejor gobierno que el de su Maestro, y todos recibieron la corona del martirio como recompensa por su lealtad y devoción. Pero esto no fue más que el preludio de los tres primeros siglos de la era cristiana, durante los cuales la Iglesia tuvo que ser fundada y arraigada a través del martirio, no sólo de sus príncipes y sus líderes, sino también por el martirio de miles de cristianos de todas las edades, de todos los sexos y de todas las condiciones. Y hoy es a costa de sacrificios sangrientos que realiza nuevas conquistas en China, en Conchinchina y en muchas otras regiones lejanas. Sin embargo, la conspiración no sólo va dirigida contra la vida de sus hijos, los esfuerzos también van dirigidos a atacar sus dogmas, sus misterios, su doctrina y su propia moral, cuyos principios son admirados, casi como si fueran despedidos por repudiar su práctica aplicación, que se consideró demasiado rígida. Se desvirtúan las intenciones del espíritu de la Santa Iglesia, se le atribuyen todas las pasiones humanas, y bajo estos inútiles pretextos, que siempre presentan algo engañoso a las masas poco educadas, especialmente en materia de religión, se le reprocha haber degenerado de la perfección primitiva, para virar hacia la decadencia, y su muerte inminente ya se anuncia desde hace varios siglos. Le acusan de ideas retrógradas, de obstinación en no querer asociarse al progreso de la Ilustración y la Modernidad, para el cual los tiempos corren. Sus doctores son cuestionados, sus instituciones son derribadas, sus ministros son asediados y espiados para descubrirlos en el error y, cuando es necesario, son calumniados. Se esparcen burlas sobre sus ceremonias más augustas, se burlan de sus hijos más devotos y fieles; en una palabra, es una guerra total, que tendrá que sostener hasta el fin de los tiempos. La Iglesia no se sorprende de sus persecuciones, las cuenta, las considera como prueba de su institución divina, ya que Jesucristo se las predijo: «He aquí, os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Pero guardaos de los hombres, porque os harán aparecer en sus asambleas, y os azotarán en sus sinagogas; y seréis llevados por mi causa ante presidentes y reyes, como testigos contra ellos y contra las naciones... El hermano dará a muerte al hermano, y el padre entregará a su hijo; y los hijos se levantarán contra sus padres y los matarán. Y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre; pero quién perseverará hasta el final será salvo... El discípulo no es más que su Maestro, ni el siervo más que su Señor... Si al dueño de la casa lo llamaron Beelzebú, ¿qué se dejará a los de su casa? No temáis a los que pueden matar el cuerpo y no pueden matar el alma, sino temed a aquel que puede enviar tanto el alma como el cuerpo al infierno» (San Mateo X, 16 y ss).
  
2.º Las persecuciones predichas a la Iglesia por Nuestro Señor no debieron ser únicamente resultado de la tiranía y la opresión. Le reservaba los menos sensacionales, pero aún más continuos en las pruebas ordinarias de la vida. Las primeras debían ser realizadas únicamente por aquellos fieles que fueran lo suficientemente generosos como para confesar públicamente su fe perseguida; pero estas últimas afectan a todos los hombres sin distinción, ya que son consecuencia y castigo del pecado de nuestro primer padre. En los designios de Dios, son para uno mismo el cumplimiento de las leyes de su justicia y de las de su misericordia: expiación del pecado y prueba de nuestra fidelidad. Ahora es Él quien se encarga de enviárnoslos directamente por la muerte de nuestros vecinos o de nuestros mejores amigos, por las enfermedades, por los sufrimientos y dolencias que tantas veces afligen nuestra existencia. Ahora bien, y esto es lo más común, los mismos hombres, sin quererlo y sin saberlo, se convierten en sus manos en instrumentos de persecución ordenados para realizar los planes de Dios para la Iglesia. A la categoría de estos segundos queremos adscribir la maledicencia, las calumnias, reveses de fortuna; el abandono de nuestros amigos y vecinos; la ingratitud, la venganza ciega e injusta que se ejerce contra nosotros; las particularidades, las injusticias, las humillaciones de las que somos víctimas; la naturaleza difícil y los estados de ánimo de las personas que nos rodean y con quienes nos vemos obligados a vivir. Éstas, si se quiere, son persecuciones con alfileres, pero no son menos molestas; sobre todo porque son inevitables, pertinaces, secretas y cotidianas. Sin duda, este tipo de persecución no sólo se lleva a cabo contra miembros de la Iglesia; toda la humanidad está sujeta a ellos. Pero la Iglesia, en el designio divino, al ser católica, exige que los elementos de su destino sean también universales como ella misma. Los que no quieren pertenecer a ella hacen mal uso de las persecuciones, como ya abusan de los bienes de la tierra, y de todas aquellas cosas que Dios ha puesto a disposición del mundo entero, para que sean elementos de la vida cristiana, y en consecuencia medios de salud. Así, este tipo de persecución vuelve a los hijos de la Iglesia como fuente perenne de gracias: algunos son devueltos a la verdad y al ejercicio olvidado o descuidado de sus deberes religiosos mediante pruebas que les abren los ojos a la vanidad de las cosas temporales; y éstos, al no encontrar en la tierra la felicidad que esperaban encontrar allí, vuelven entonces su mirada hacia la Eternidad: los demás, acostumbrados a vivir en la reconfortante luz de la fe, encuentran en las aflicciones que les envía la Providencia, un medio tan eficaz como fácil para expiar sus faltas y una fuente viva de méritos.
   
3.º Y un tercer tipo de persecución, que no es menos provechosa a la Iglesia de Dios, y no viene ni de Dios ni de los hombres, sino de nosotros mismos, del espíritu del mundo y del diablo: hablo de nuestras pasiones, de nuestras malas inclinaciones y de las múltiples tentaciones, que sin descanso nos libran una guerra mortal. La honestidad natural, el interés, la filosofía han podido a veces frenar la furia de estos enemigos de la humanidad; pero su triunfo siempre particular no se manifestó de otra manera que suscitando en nuestra naturaleza corrupta un número aún mayor de malas inclinaciones. Por esta razón Diógenes practicó el desapego de las riquezas y utilizó esta apariencia de virtud para alimentar su orgullo. Sólo la Iglesia ha recibido del divino Maestro el secreto de la lucha cristiana, que no da cuartel a ninguna pasión, que no perdona ningún instinto desordenado. Por supuesto, la debilidad humana, incluso ayudada por la gracia, no siempre triunfa del todo, pero siempre tiene sus armas a su disposición, y al menos se reprocha sus deserciones. Esta guerra espiritual, esta persecución interna es una de las pruebas más molestas para los hijos de la Iglesia, porque los expone a cada momento al peligro de perderse eternamente, es decir, a la mayor desgracia para quienes viven bajo las divinas inspiraciones de la fe. Pero, por otra parte, en medio de estas luchas cotidianas, los espíritus se fortalecen, la energía se inspira en el coraje, y éste llega al heroísmo. Las victorias se multiplican, y con ellas se multiplican los méritos, que aseguran a quienes las obtienen un lugar de gloria incomparable en la vida futura. Ésta es precisamente la inmensa ventaja de estas pruebas. Finalmente, todos estos diferentes tipos de persecución todavía no son suficientes para el amor ardiente de la Esposa de Jesucristo por el sufrimiento. Siguiendo el ejemplo del divino Salvador, ella los desea, aspira a ellos y se impone a ellos para la mortificación y la penitencia. De ahí los ayunos, la abstinencia y otras austeridades que ella prescribe o recomienda a quienes viven sumisos a sus leyes. La persecución, dondequiera que llegue y cualquiera que sea el significado que se le dé, es, por tanto, uno de los elementos de la vida de la Iglesia; es una de sus características distintivas.
   
ELEVACIÓN ACERCA DE LAS PERSECUCIONES A LA IGLESIA
I. Ya no me asombra, oh divino Maestro, el lenguaje que utilizasteis con el pueblo que se agolpaba a vuestro alrededor para escuchar vuestros divinos oráculos: «Es necesario –dijisteis– que el Hijo del Hombre padezca mucho, y sea reprobado por los ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas, y será muerto, y resucitará al tercer día. Entonces dijo a todos: (continúa el texto sagrado): Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome hoy su cruz y sígame, porque el que quiera salvar su alma, la perderá; y quien pierda su alma por mí la salvará, porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, aunque se pierda, y en detrimento de sí mismo?» (San Lucas IX, 22 y ss.). No, ya no me sorprendo de las predicciones, que apenas meditabais, y con las que preparabais las almas de vuestros discípulos para soportar las crueles batallas que teníais preparadas para vuestra Iglesia: «Era necesario que Cristo padeciera, y así entrara en su gloria (San Lucas XXIV, 26): ¿cómo es posible que la Iglesia, su esposa, haya podido participar de su corona, sin haberse asociado a sus sufrimientos? Así, la diadema sangrienta y gloriosa del martirio nunca ha dejado de posarse sobre sus cabellos. Un venerable anciano inspirado por Dios, mientras estabais fuertemente abrazado, pocos días después de vuestro nacimiento, había exclamado: «He aquí, este Niño está puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel, y como objeto de la contradicción» (San Lucas II, 34). ¿Y no es quizás éste el mismo destino que corre vuestra Iglesia? Ella os sucedió en la admirable obra de la Redención; ella esparce por todas partes la doctrina que Vos habíais enseñado y cuyo precioso depósito le habíais confiado. Éstos lo recogen con avidez, siguen fielmente sus preceptos y reciben de Él la vida; aquellos, por el contrario, la rechazan con desdén y se pierden. A partir de ese momento, la Santa Iglesia, como Vos, es signo de contradicción. Como Vos, tiene enemigos que la persiguen, ya con palabras y sarcasmos, ya con escritos impíos. Quisieran destruirla, la espían, la persiguen, la violentan, y llegan incluso a derramar su sangre; como otros antes de aferrarse a su venerada Cabeza, es expulsada de su trono, es privada de su corona, es desbandada o encadenada, es retenida en austera prisión; y por todas partes se proclama la muerte inminente de vuestra santa Esposa. Ciertamente le predijisteis, Señor, que sería crucificada, pero le prometisteis la inmortalidad. Por tanto, sufrirá, pero precisamente por eso será más gloriosa y nunca será más que una pera.
    
II. Uno de vuestros más fieles servidores, dando muestra de su amor al sufrimiento, fue un maravilloso intérprete de los sentimientos de vuestra Iglesia y del destino que le habías dado, cuando exclamó: «O padecer o morir»; otro, en el ardor de su caridad, dijo aún más: «Siempre. sufrir, nunca morir». Y este es, de hecho, el verdadero carácter distintivo de una digna esposa vuestra. Cada día sus hijos, aunque no estén expuestos al martirio, ven multiplicadas a su alrededor las oportunidades de demostraros su amor, soportando resignadamente las pruebas de la vida con Vos. ¡Oh! Las almas santas, que saben sufrir con paciencia angélica las enfermedades, las dolencias, las adversidades de toda especie, las incompatibilidades de naturaleza y de humor. Con cuánto coraje y heroísmo se someten a vuestra santa voluntad aquellos cristianos generosos que, como niños en el horno, todavía cantan tus alabanzas, cuando la muerte los sorprende en sus afectos más queridos, o cuando la caprichosa fortuna los reduce al extremo de la pobreza! Cuántos Jobes exclaman todavía: «Tú me lo diste, oh Señor, lo recuperaste, bendito sea tu Nombre». No fijan su mirada en aquellos que para ellos no son más que ciegos instrumentos de la providencia; pero sí, la fe les revela, que sois Vos, Señor, quien dirige los acontecimientos de la vida independientemente de su voluntad; y como no hacéis ni permitís nada excepto lo mejor de vuestros amigos, ellos deben continuamente, pase lo que pase, alabaros y bendeciros.

III. No sin un profundo misterio, oh divino Salvador, la cruz se ha convertido en el símbolo esencial del cristianismo, que la Iglesia corona con ella la fachada de sus templos, que la expone a la veneración pública sobre sus altares, que la despliega como estandarte de unión en sus ceremonias más solemnes, que exige que todas nuestras acciones principales comiencen con este signo augusto, y que todo cristiano reserve en su hogar un lugar de honor para esa imagen, que le recuerda cuánto lo amasteis hasta la muerte, y muerte de cruz: el sacrificio, inseparable del amor, del que es la expresión más verdadera y profunda, debe ser el fundamento de la vida cristiana. Para ser cristiano, el hombre no sólo necesitaba estar preparado para dar su vida en necesidad de vuestro amor; sino que estuvo dispuesto cada día a someterse a vuestros más inesperados decretos; pero lo que era más necesario era que se sacrificara continuamente por Vos, quitando sus inclinaciones más oportunas a la lucha, para reducirlas bajo el yugo de vuestra ley: la mortificación de la carne y de los sentidos debía convertirlo en una víctima continua, y su corazón debía ser un altar hogareño, sobre el cual os ofrecería cada día el holocausto de todos sus pensamientos, sus deseos y sus afectos. He aquí el secreto que nos revela la cruz. Si el augusto sacrificio, que se ofrece a cada momento desde oriente hasta occidente, es esencial para la vida de vuestro Iglesia, oh divino Maestro, no lo es menos el sacrificio de los corazones. ¿Quién podrá narrar las bendiciones celestiales que traen tantas inmolaciones, tantas víctimas voluntarias en la tierra, no sólo aquellas donde mana la sangre, sino también las que consisten en la aceptación secreta y resignada de las pruebas, y en las luchas cristianas cotidianas? Oh divino Jesús, concededme la gracia de aumentar su número, entregándome enteramente a Vos, llevando en mí los estigmas de tus adoradas llagas y viviendo esa vida perseguida y santa, que es una de las características divinas de vuestra Iglesia.
  
Se repite la Jaculatoria: «San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros», añadiendo el Credo Apostólico:
   
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor: que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado: descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

JACULATORIAS
  • «Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gálatas VI, 14).
  • «Concedednos, oh Señor, que nunca perdamos el valor; pero aunque ese hombre nuestro, que está afuera, se corrompa; lo que hay dentro debe renovarse día a día» (De la Epístola 2.ª a los Corintios IV, 16).
PRÁCTICAS
  • No tomar escándalo de las persecuciones que sufre la Iglesia tanto por parte de sus enemigos declarados, como muchas veces de sus propios hijos; porque hay que estar persuadido de que tales persecuciones le traen una inmensa gloria en la tierra y en el Cielo. Sin embargo, en tales circunstancias, conviene que cada uno permanezca firme en su lugar, lo defienda según su estatus y su poder, incluso a costa de su propia sangre, y ore a Dios para que se digne humillar a los enemigos de la santa Iglesia.
  • En las tribulaciones, pues, que sufrimos tanto por parte de Dios, que nos visita directamente con ellas; ya sea por parte de los hombres, que voluntaria o involuntariamente nos acosan, para soportarlo todo por amor de Dios y pagar por nuestros pecados, recordando lo que decía San Pablo: «Los sufrimientos del tiempo presente nada tienen que ver con la gloria futura que se descubrirá en nosotros» (Epístola a los Romanos VI, 18).
  • Finalmente, en la guerra que tenemos con nuestros enemigos el mundo, el diablo y la carne, luchemos con valentía, llenos de confianza en Jesucristo, que aquí abajo nos fortalece con su gracia, y a su tiempo nos recompensará.
℣. Tú eres Pedro.
℟. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
  
ORACIÓN
Oh Dios, que acordaste a tu bienaventurado Apóstol San Pedro el poder de atar y desatar, concédenos, por su intercesión, ser libertados de las cadenas de nuestras culpas. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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