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domingo, 23 de junio de 2024

SAN JOSÉ CAFASSO, PATRONO DE LOS CAPELLANES PENITENCIARIOS


José Cafasso nació en la villa italiana de Castelnuovo de Asti (hoy Castelnuovo Don Bosco) en 1811, de Juan Cafasso y Úrsula Beltramo. Mariana, hermana suya, fue madre de otro santo, el bienaventurado José Allamano, fundador de la comunidad de los Padres de la Consolata. Desde pequeño José era llamado por sus conciudadanos de il santetto, a causa de su atracción hacia la virtud y las cosas santas.

A los dieciséis años entró al seminario y vistió por primera vez la sotana. Así lo describe San Juan Bosco, que lo conoció a esa edad: «pequeño de estatura, de ojos brillantes, aire afable y rostro angelical». Don Bosco, que era aún niño, lo vio en la puerta de la iglesia de su ciudad, durante una fiesta, e impresionado con la apariencia del joven seminarista, quiso conversar con él. Así relató su encuentro:
«Yo era un niño de doce años y una víspera de grandes fiestas en mi pueblo, vi junto a la puerta del templo a un joven seminarista que por su amabilidad me pareció muy simpático. Me acerqué y le pregunté: “¿Reverendo: no quiere ir a gozar un poco de nuestras fiestas?”. Él con una agradable sonrisa me respondió: “Mira, amiguito: para los que nos dedicamos al servicio de Dios, las mejores fiestas son las que se celebran en el templo”. Yo, animado por su bondadoso modo de responder le añadí: “Sí, pero también en nuestras fiestas de plaza hay mucho que alegra y hace pasar ratos felices”. Él añadió: “Al buen amigo de Dios lo que más feliz lo hace es el participar muy devotamente de las celebraciones religiosas del templo”. Luego me preguntó qué estudios había hecho y si ya había recibido la sagrada comunión, y si me confesaba con frecuencia. Quedé como encantado de aquella manera edificante de hablar; respondí gustoso a todas las preguntas; después, casi para agradecer su amabilidad, repetí mi ofrecimiento de acompañarle a visitar cualquier espectáculo o novedad.

— Mi querido amigo —dijo él—: los espectáculos de los sacerdotes son las funciones de la Iglesia; cuanto más devotamente se celebran, tanto más agradables resultan. Nuestras novedades son las prácticas de la religión, que son siempre nuevas, y por eso hay que frecuentarlas con asiduidad; yo sólo espero que abran la iglesia para poder entrar.

Me animé a seguir la conversación, y añadí:

— Es verdad lo que usted dice; pero hay tiempo para todo: tiempo para la iglesia y tiempo para divertirse.

Él se puso a reír. Y terminó con estas memorables palabras, que fueron como el programa de las acciones de toda su vida:

— Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor, y nada de cuanto tuvo en el mundo debe preocuparle, sino aquello que puede servir para la gloria de Dios y provecho de las almas”. Enseguida abrieron el templo, y él antes de despedirse me dijo: “No se te olvide que para el que quiere seguir el sacerdocio nada hay más agradable ni que más le atraiga, que aquello que sirve para darle gloria a Dios y para salvar las almas”. Y de manera muy amable se despidió de mí. Yo me quedé admirado de la bondad de este joven seminarista. Averigüé cómo se llamaba y me dijeron: “Es José Cafasso, un muchacho tan piadoso, que ya desde muy pequeño en el pueblo lo llamaban -el santito”»

José Cafasso era un óptimo estudiante, y tuvo que pedir dispensa para ser ordenado más joven de lo normal, a los 21 años de edad, en septiembre de 1833. En vez de aceptar innumerables invitaciones de parroquias, quiso profundizar sus estudios en el Convictorio (internado) eclesiástico San Francisco de Asís, de Turín, dedicado a la educación superior de los sacerdotes diocesanos que aún se estaban recuperando de la destrucción de las instituciones de la Iglesia bajo la invasión napoleónica una generación antes. Trabajó al lado del canónigo Luis Guala, uno de los fundadores del establecimiento y su rector. Todos admiraban en él aquel empeño para buscar en todo la mayor gloria de Dios y la santificación propia y ajena.

Al morir el Canónigo Guala, José fue aclamado por unanimidad para substituirlo, y mantuvo ese cargo durante doce años, es decir, hasta su muerte. Se puso como modelos a San Francisco de Sales y a San Felipe Neri. En algún momento, ingresó a la Tercera Orden Franciscana.
   
Cafasso se convirtió en un destacado conferenciante en temas de teología moral desde 1836 y se inspiró en las enseñanzas de la escuela francesa de espiritualidad con sus principales figuras como Pedro de Bérulle y San Vicente de Paúl, enfatizando en la formación adecuada de los sacerdotes y, de hecho, la formación continua que debían tener. Siguiendo a San Alfonso María de Ligorio y a San Francisco de Sales, combatió tenazmente dos filosofías que habían entonces penetrado en Italia: el jansenismo, que sostenía que sólo una persona muy santa debería aproximarse a los sacramentos, principalmente a la Eucaristía; y el rigorismo, que se centraba más en la justicia de Dios, casi abstrayendo su misericordia, sin procurar ver el equilibrio existente entre estos dos atributos. El Papa Pío XI, por ocasión del decreto De tuto para la beatificación de José Cafasso, firmado el 1º de noviembre de 1924, afirmó:
«Bien presto logró Cafasso sentar plaza de maestro en las filas del joven clero, inflamado de caridad y radiante de sanísimas ideas, dispuesto a oponer a los males del tiempo los oportunos remedios. Contra el jansenismo alzaba un espíritu de suave confianza en la divina bondad; frente al rigorismo colocaba una actitud de justa facilidad y bondad paterna en el ejercicio del ministerio, desbancaba, en fin, el regalismo [doctrina que antepone los intereses del Estado a los de la Iglesia], con una dignidad soberana y una conciencia respetuosa para con las leyes justas y las autoridades legítimas, sin claudicar jamás, antes bien dominada y conducida por la perfecta observancia de los derechos de Dios y de las almas, por la devoción inviolable a la Santa Sede y al Pontífice Supremo y por el amor filial a la Santa Madre Iglesia».

Cuando San Juan Bosco estaba aún en el seminario y no podía proseguir sus estudios por falta de recursos, el padre Cafasso le pagó media beca y obtuvo de los regentes del seminario que le facilitasen la otra mitad, sirviéndole el joven seminarista de sacristán, remendón y peluquero; y cuando se ordenó, también le costeó el curso en el Convictorio para su posgrado.
   
Después lo ayudó en su apostolado con los niños, e, incluso cuando todos abandonaron a Don Bosco, continuó siendo su acérrimo defensor. Lo ayudó también en la recién fundada Sociedad Salesiana, siendo considerado por los salesianos como uno de sus mayores benefactores.

El mayor y más heroico apostolado ejercido por José Cafasso era con los condenados a muerte. Cuando un criminal recibía la sentencia capital, el sacerdote lo preparaba durante los días que la precedían, para que se convirtiera y confesara, y después lo acompañaba hasta el lugar del suplicio, inspirándole sentimientos religiosos. De los 68 condenados que así acompañó hasta el último suplicio, ninguno murió sin confesarse y mostrarse verdaderamente arrepentido. Le llamaban de otras ciudades para tal fin. San Juan Bosco le acompañó una vez, pero al ver la horca se desmayó de la impresión. El padre Cafasso, cada mes, debía hacer esa labor, pues cuando a algún criminal era sentenciado a muerte, pedía: «Que a mi lado esté el Padre Cafasso, cuando me lleven a ahorcar».

Un don que José Cafasso recibió en grado eminente fue el de la prudencia. A su puerta golpeaban desde altos eclesiásticos hasta gente menuda del pueblo, en busca de un consejo para resolver situaciones delicadas. Y él siempre tenía una palabra precisa, el consejo apropiado, la solución definitiva. Entre sus dirigidos estuvo, además de Don Bosco, la marquesa Julia Falletti di Barolo (nacida Colbert di Maulévrier; notoria abogada de las mujeres prisioneras), el matemático Francisco Faà di Bruno (que posteriormente fue ordenado sacerdote) y Clemente Marchisio.

Otras cualidades que en él sobresalían de modo especial eran su tranquilidad inmutable y ejemplar paciencia. En el rostro llevaba siempre una sonrisa amable para acoger a las personas. Como era de baja estatura producto de la espina torcida, decían de él: «Es pequeño de cuerpo, pero gigante de espíritu».
  
Algunos notables de la ciudad le propusieron presentarse como candidato a la Cámara del Reino de Cerdeña, pero el padre Cafasso declinó, diciendo: «En el día del juicio, el Señor me preguntará si fui buen sacerdote, no diputado».

San Juan Bosco, en la biografía que escribió de San José Cafasso, su director y maestro, destaca varias facetas de su múltiple actividad: «padre de los pobres, consejero de los vacilantes, consolador de los enfermos, auxilio de los agonizantes, alivio de los encarcelados, salud de los condenados a muerte».
   
La devoción del padre Cafasso a la Santísima Virgen era fuera de lo común. La nutría desde pequeño y hablaba de Ella con entusiasmo. Dedicaba los sábados en su honra, y nada que le fuese pedido en uno de esos días o en alguna fiesta de Nuestra Señora, quedaba sin ser atendido.

En uno de sus sermones sobre Nuestra Señora, Don José Cafasso exclamó arrebatado: «¡Qué bello morir un día sábado, día de la Virgen, para ser llevados por Ella al Cielo!». Realmente, esa fue la gracia que obtuvo, al fallecer el sábado 23 de junio de 1860, a los 49 años de edad. Antes de morir escribió esta estrofa: «No será muerte sino un dulce sueño para ti, alma mía, si al morir te asiste Jesús, y te recibe la Virgen María».

San José Cafasso fue beatificado por Pío XI en 1925, y canonizado por Pío XII el 22 de junio de 1947. Sus reliquias se veneran en el Santuario de la Virgen de la Consolación, en la ciudad italiana de Turín.
   
ORACIÓN
Oh Dios, que adornaste a tu bienaventurado confesor San Joseph, con una admirable caridad y de una paciencia invencible a fin de realizar numerosos trabajos por la salvación de las almas: concédenos propicio, que instruidos por su ejemplo y asistido por sus ruegos, obtengamos la recompensa de la vida eterna. Por J. C. N. S. Amén.

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