Hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. (Phil. II:8)
Aquel que se humilló de tal modo―haciéndose hombre primero, luego muriendo, y eso sobre la vergonzosa y agonizante cruz―fue el mismo que desde toda la eternidad, “siendo su naturaleza la de Dios” era “igual a Dios”, tal como lo declara el Apóstol en el versículo precedente. “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios; Él era en el principio, junto a Dios” (Ioh. I:1,2); así habla San Juan, un segundo testigo de la misma gran y tremenda verdad. Y él también añade, “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Ioh:14). Y sobre el final de su evangelio, como sabemos, nos suministra una relación de la muerte de Nuestro Señor sobre la cruz.
Nos aproximamos a ese día, el más sagrado de todos, cuando conmemoramos la pasión y muerte de Cristo. Tratemos de fijar nuestras mentes sobre este pensamiento tan grande. Intentemos también, lo que es tan difícil, dejar de lado otros pensamientos, despejar nuestras mentes de cosas transitorias, temporales y mundanas, y ocupémonos exclusivamente de contemplar al Sacerdote Eterno y su sacrificio único y perenne―ese sacrificio que, aunque completado de una vez y para siempre en el Calvario, sin embargo permanece siempre y que con su poder y gracia podamos tenerlo siempre presente, puesto que en todo tiempo debe ser conmemorado con gratitud y reverente temor, bien que ahora más especialmente, cuando llega el tiempo del año en que sucedió. Contemplemos a Aquel que fue levantado para atraernos hacia Sí; y que merced a que fuimos atraídos hacia Él, resultemos atraídos los unos hacia los otros, de tal modo que podamos comprender y sentir que nos ha redimido a cada uno de nosotros y a todos, y recordemos que a menos que nos amemos, en verdad no podemos amar a Quién dio su vida por nosotros.
Por tanto, con la esperanza de sugerir algunos pensamientos graves para la semana que empieza con este día, haré algunas observaciones que sugiere el texto acerca de aquel acontecimiento tan terrible y a la vez tan gozoso, como lo es la pasión y muerte de Nuestro Señor.
Y en primer lugar, no debería hacer falta decirlo, aunque a lo mejor sí lo es de tan obvio que resulta (pues a veces se dan por sobreentendidas ciertas nociones que así nunca llegan a ser conocidas por quiénes las ignoran), como digo, en primer lugar, siempre deberá recordarse que la muerte de Cristo no constituyó un mero martirio. Mártir es uno que muere por la Iglesia, que es muerto por predicar y sostener la verdad. En verdad, Cristo fue muerto por predicar el Evangelio; y con todo no fue un mero mártir, sino mucho más que eso. Si hubiese sido un hombre solamente, bien podríamos llamarlo mártir, pero no era un hombre solamente, de modo que no es un mero mártir El hombre muere como un mártir, pero el Hijo de Dios muere como sacrificio reparador.
Aquí entonces, como ven, se nos introduce inmediatamente en un tema harto misterioso, por mucho que nos toca de muy cerca. Había una virtud en su muerte que no podría haber en ninguna otra, pues Él era Dios. Por cierto que nosotros no podríamos haber anticipado lo que se seguiría de un acontecimiento tan magno como este, de Dios encarnándose y muriendo en la cruz; pero que algo extraordinario y de gran valor se seguiría de semejante cosa, bien podríamos haberlo adivinado aunque nada se nos dijera sobre el particular. No se habría humillado de tal modo para nada; no podría haberse humillado así (discúlpenme la expresión) sin consecuencias importantísimas. No estaría mal que reflexionáramos un poco sobre lo que se significa con la doctrina del Hijo de Dios muriendo en la cruz por nosotros. No diré que alguna vez terminaremos de agotar el misterio que hay en esto, pero sí podemos entender en qué consiste el misterio; y en esta materia mucha gente se muestra deficiente. No tienen idea acerca de la verdad en este asunto; si la tuvieran, se mostrarían más serios de lo que son. Que se comprenda, entonces, que el Hijo de Dios Todopoderoso, que había estado en el seno del Padre desde toda la eternidad, se hizo hombre; se hizo hombre tanto como que siempre fue Dios. Era Dios de Dios, como dice el Credo; esto es, en tanto Hijo del Padre, contaba con todas aquellas infinitas perfecciones que tenía el Padre. Era de una sustancia con el Padre, y era Dios, porque el Padre era Dios. Era verdaderamente Dios, pero se convirtió en verdadero hombre. Se convirtió en hombre y sin embargo sin cesar de ser, en todos los respectos, lo que había sido antes. Se agregó a Sí mismo una nueva naturaleza, y con todo no tan íntimamente que fuera como si de hecho dejara de ser lo que había sido antes, cosa que no hizo. “El Verbo se hizo carne”: incluso esto parecería misterio y maravilla bastantes, pero ni siquiera eso es todo; no sólo fue “hecho hombre” sino que, tal como continúa diciendo el Credo, también “fue crucificado por nosotros en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado”.
Ahora bien, aquí, digo, hay un nuevo misterio en la historia de su humillación, y si pensamos en eso veremos que contamos con una nueva y solemne iluminación al leer los capítulos que tocan esta semana. He dicho que después de su Encarnación la naturaleza del hombre era tan verdaderamente de Cristo como lo eran sus atributos divinos; San Pedro incluso llega a hablar de Dios “comprándonos con su propia sangre” (I Pet. I:18,19) y San Pablo de que “crucificaron al Señor de la Gloria” (I Cor. II:8), expresiones que, más que otras, muestran cómo absoluta y sencillamente Él se puso sobre Sí la naturaleza del hombre. Así como el alma actúa a través del cuerpo como su instrumento―de un modo más perfecto, pero con igual grado de intimidad, el Verbo Eterno de Dios actuó a través de la humanidad que había adquirido. Cuando hablaba era literalmente Dios hablando; cuando sufrió, era Dios sufriendo. No que la misma Naturaleza Divina pudiera sufrir, así como nuestra alma no puede ver ni oír; pero, así como el alma ve y oye a través de los órganos del cuerpo, así Dios Hijo sufrió en aquella naturaleza humana que había adquirido para Sí y hecha propia. Y en aquella naturaleza en verdad sufrió Él; tan verdaderamente como decimos que creó los mundos mediante su poder Todopoderoso, así también, mediante su naturaleza humana, Él sufrió; pues cuando vino sobre la tierra, su humanidad se convirtió tan verdadera y personalmente en cosa suya, como que su poder Todopoderoso había durado por los siglos de los siglos.
Considerad esto vosotros todos los de corazón superficial, y considerad si con todo esto sois capaces de leer los últimos capítulos de los cuatro evangelios sin temor y temblor.
Por ejemplo, “Uno de los satélites, que se encontraba junto a Jesús, le dio una bofetada, diciendo «¿Así le respondes Tú al Sumo Sacerdote?»” (Jn. XVIII:22). Habrá que decirlo, aunque casi no me animo: aquel satélite del templo levantó su mano contra Dios Hijo. No es una manera de hablar figurativamente, no es un forma retórica de expresarlo, ni tampoco una manera extremista, excesivamente dura e imprudente de efectuar una afirmación; se trata de una verdad sencilla y que debe tomarse al pie de la letra: es una gran doctrina católica.
En otro lugar, “Entonces le escupieron en la cara, y lo golpearon, y otros lo abofetearon” (Mt. XXVI:67). “Y lo hombres que lo tenían a Jesús se burlaban de Él y lo golpeaban. Y habiéndole velado la faz, le preguntaban diciendo: «¡Adivina! ¿Quién es el que te golpeó?» Y proferían contra Él muchas otras palabras injuriosas.” (Lc. XXII:63-65).
“Y Herodes lo despreció, lo mismo que sus soldados; burlándose de Él, púsole un vestido resplandeciente y lo envió de nuevo a Pilato” (Lc. XXIII:11).
“Entonces, pues, Pilato tomó a Jesús y lo hizo azotar. Luego los soldados trenzaron una corona de espinas, que le pusieron sobre la cabeza, y lo vistieron con un manto de púrpura. Y acercándose a Él, decían: «¡Salve, rey de los judíos!» y le daban bofetadas.” (Jn. XIX:1-3). “Doblando la rodilla delante de Él, lo escarnecían, diciendo: «¡Salve rey de los judíos!»; y escupiendo sobre Él tomaban la caña y lo golpeaban en la cabeza. Después de haberse burlado de Él, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y se lo llevaron para crucificarlo” (Mt. XXVII:29-31).
Por último: “Cuando hubieron llegado al lugar llamado del Cráneo, donde lo crucificaron” (Lc. XXIII:33)―entre dos malhechores, y ni siquiera entonces dejaron de insultarlo y de burlarse de Él; sino que todos ellos, el sumo sacerdote y el pueblo, lo miraban y le instaban a que baje de la cruz.
Ahora bien, os ruego que consideréis que aquel Rostro, tan brutalmente golpeado, era la Faz de Dios mismo; la cabeza ensangrentada con las espinas, el sagrado cuerpo expuesto a la mirada de todos, lacerado por los azotes, las manos clavadas a la cruz, y luego, el costado traspasado con una lanza. ¿Y bien? Lo que contemplaba aquella enloquecida multitud no era sino la Sangre, y el Sagrado Cuerpo, y las Manos, y la Cabeza, y el Costado, y los Pies de Dios Mismo. Este es un pensamiento tan temible, que cuando la mente de un hombre consigue pensarlo por primera vez, por cierto que entonces se le hace harto difícil pensar en otra cosa. Y por tanto, mientras tratamos de concebir todo aquello hemos de rogarle a Dios que nos de fuerzas y temple bastantes para pensar rectamente en eso, no sea que resulte demasiado para nosotros.
Teniendo pues presente que el mismísimo Dios Todopoderoso, Dios Hijo, era el Sufriente, entenderemos mejor que antes la descripción que de Él hacen los evangelista; veremos el sentido de su porte en general, su silencio, las palabras que usó cuando habló, y la mezcla de temor y respeto que dominaba a Pilatos.
“Entonces, el sumo sacerdote se levantó y le dijo: «¿Nada respondes? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra Ti?» Pero Jesús callaba.” (Mt. XXVI:62).
“Mientras los sumos sacerdotes y los ancianos lo acusaban nada respondió. Entonces, Pilato le dijo: «¿No oyes todo esto que ellos alegan contra Ti?» Pero Él no respondió ni una palabra sobre nada, de suerte que el gobernador estaba muy sorprendido.” (Mt. XXVII:12, 14).
“Los judíos le respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esta Ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios». Ante estas palabras, aumentó el temor de Pilato. Volvió a entrar al pretorio, y preguntó a Jesús: «¿De dónde eres Tú?». Jesús no le dio respuesta.” (Jn. XIX:7-9).
“Herodes, al ver a Jesús, se alegró mucho, porque hacía largo tiempo que deseaba verlo por lo que oía decir de Él, y esperaba hacer algún milagro. Lo interrogó con derroche de palabras, pero Él no le respondió nada.” (Lc. XXIII:8-9).
Por último, sus palabras a las mujeres que lo seguían: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque vienen días, en que se dirá: ¡Felices las estériles y las entrañas que no engendraron y los pechos que no amamantaron! Entonces se pondrán a decir a las montañas: Caed sobre nosotros, y a las colinas: ocultadnos.” (Lc. XXIII:28-30).
Después de estos pasajes, considerad las palabras del discípulo amado al anticipar su Venida cuando el fin del mundo: “Ved, viene con las nubes, y le verán todos los ojos, y aun los que le traspasaron; y harán luto por Él todas las tribus de la tierra. Sí, así sea.” (Apoc. I:7).
Así es, así será. Un día todos, por las buenas o por las malas, contemplaremos aquella Santa Faz que hombres inicuos golpearon y desfiguraron; veremos aquellas Manos que habían sido clavadas a un cruz; aquel Costado que fue traspasado. Veremos todo esto; y será la visión de un Dios Viviente.
Siendo entonces éste el gran misterio de la Cruz y Pasión de Cristo, podríamos suponer con razón, como he dicho, que alguna gran cosa se le seguiría por consecuencia. Los padecimientos y muerte del Verbo Encarnado no podían pasar y desaparecer como un sueño; no podía ser un caso de martirio solamente, o un mero despliegue o figura de otra cosa: estas cosas necesariamente tienen que incluir su propia virtud. De esto podemos estar seguros, aunque nunca nadie nos hubiese dicho cosa alguna acerca del resultado. Pero ocurre que ese resultado ha sido revelado también. Es éste: nuestra reconciliación con Dios, la expiación de nuestros pecados y nuestra nueva creación en santidad.
Todos andábamos necesitados de una reconciliación, pues por naturaleza somos parias. Desde el tiempo en que cayó Adán, todos sus hijos han estado bajo una maldición. “En Adán todos mueren”, como dice San Pablo (I Cor. XV:22). De tal modo que todos y cada uno de nosotros nace al mundo en un estado de muerte; tal es nuestra vida natural desde el primer hálito; somos hijos de la ira; concebidos en pecado, formados en iniquidad. Estamos bajo la tiranía de un innato elemento de maldad que desbarata y ahoga cualquier principio de verdad o de bien que pudiésemos abrigar ni bien tratamos de actuar de conformidad con ellos. Este es aquel “cuerpo de muerte” que San Pablo describe como propio del hombre natural, gimiendo y quejándose, “desdichado de mí, ¿quién me librará?” (Rom. VIII:24). Ahora, en lo que a nosotros se refiere, mis hermanos, sabemos (loado sea Dios) que todos, desde nuestra infancia, hemos sido liberados de este miserable estado de paganos mediante el santo bautismo, que es el medio que Dios designó para nuestra regeneración. Y con todo, no por eso deja de ser nuestro estado natural; es el estado en el que estamos todos cuando nacemos; es el estado en el que todos los pequeños se encuentran cuando se los acerca a la pila bautismal. Por querido que es para quienes lo acercan allí y por inocente que parezca, sin embargo, hasta que no esté bautizado, en su corazón reside un espíritu inicuo, un espíritu de iniquidad que yace escondido, visto por Dios, invisible a los ojos del hombre (como la serpiente entre los árboles del Edén), un espíritu inicuo que desde el principio es odioso para Dios y que a la larga será eternamente destruido. Ese espíritu inicuo sólo es expulsado mediante el santo bautismo: sin este privilegio, su nacimiento no podría sino significar miseria para él. Pero ¿de dónde esta virtud del bautismo? De este gran acontecimiento que pronto hemos de conmemorar; la muerte del Hijo de Dios Encarnado.
Casi todas las religiones cuentan con abluciones exteriores: presienten la necesidad de lavarse que tienen todos los hombres, bien que no pueden suministrar un lavado eficaz. Incluso el sistema judío, aunque divino, nada podía hacer en esta materia; sus abluciones no eran sino carnales; la sangre de los toros y de los machos cabríos no era sino terrenal y de ningún provecho. Hasta el bautismo de Juan, el precursor de Nuestro Señor, carecía de poder propiciatorio interior. Cristo no había sido crucificado aún.
Pero cuando llegó aquella hora largamente esperada, cuando el Hijo de Dios solemnemente se colocó aparte como Víctima en presencia de sus doce apóstoles, y fue al jardín, y delante de tres de ellos padeció su agonía y sudor de sangre, y luego fue traicionado, golpeado, escupido, azotado y clavado en una cruz, hasta que murió, recién entonces, cuando con un último hálito, dijo “Todo está cumplido” (Jn. XIX:30), entonces la virtud del Altísimo se abrió paso a través de sus heridas y su sangre para el perdón y regeneración del hombre; y de aquí deriva el bautismo su poder. Esta es la razón por la que “se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil. II:8). En otro lugar el Apóstol nos dice que “Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición” (Gál. III:13). Y también dice que Cristo “hizo la paz mediante la sangre de su cruz” y que ahora nos ha “reconciliado en el cuerpo de la carne de Aquel por medio de la muerte, para que os presente santos e inmaculados e irreprensibles delante de Él” (Col. I:20,22). O, como lo dice San Juan, los santos “lavaron sus vestidos, y los blanquearon en la sangre del Cordero” (Apoc. VII:14). Y nadie habla más explícitamente sobre este gran misterio que el profeta Isaías, muchos cientos de años antes de que ocurriera. “Él, en verdad, ha tomado sobre sí nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores, y nosotros le reputamos como castigado como herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre él, y a través de sus llagas hemos sido curados. Éramos todos como ovejas errantes, seguimos cada cual nuestro propio camino; y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.” (Is. LIII:4-6).
Por tanto, creemos que cuando Cristo sufrió en la cruz, nuestra naturaleza sufrió con Él. La naturaleza humana, caída y corrupta, se hallaba bajo la ira de Dios, y resultaba imposible que fuera restaurada y colocada bajo su favor hasta que expiara su pecado mediante el sufrimiento. Por qué resultaba esto necesario, no lo sabemos; pero se nos dice expresamente que todos somos “hijos de ira” (Ef. II:3), que “por obras de la Ley no será justificada delante de Él carne alguna” (Rom. III:20), que “los malvados bajarán a los infiernos y todos los gentiles que se han olvidado de Dios” (Ps. X:17). Entonces el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana para que en Él hiciera y sufriese lo que por sí misma no podía hacer. Lo que no podía hacer por sí misma, podía hacerlo en Él. Cristo cargó con ella durante una vida de privaciones. La cargó durante toda su vida hasta la agonía y la muerte. En Él nuestra naturaleza pecadora murió para renacer luego. Cuando murió en Él sobre la cruz, aquella muerte resultó en su nueva creación. En Él satisfizo la vieja y pesada deuda; pues la presencia de su divinidad le dio mérito trascendente. Su Mano había elegido cuidadosamente el espécimen predilecto de nuestra naturaleza tomada de la sustancia de la Virgen; y habiendo separado de ella toda mancha, morando en ella personalmente la santificó y le dio poder. Y así, cuando resultó ofrecida sobre una cruz, hecha perfecta mediante el sufrimiento, se convirtió en el fruto primogénito de un hombre nuevo; se convirtió en una levadura divina de santidad para el nuevo nacimiento y la vida espiritual para cuantos se avinieran a recibirla. Y así, como dice el Apóstol, “Él, único, sufrió la muerte por todos y así en Él todos murieron” (II Cor. V:14), “nuestro hombre viejo fue crucificado con Él para que el cuerpo del pecado sea destruído” (Rom. VI:6); y “juntos” a Cristo: “Cuando estábamos aún muertos en los pecados, nos vivificó juntamente con Cristo [...] y juntamente con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef. II:5-6). Así “somos miembros de su cuerpo” (Ef. V:30), de su carne y de sus huesos: porque “el que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día. Porque la carne mía verdaderamente es comida y la sangre mía verdaderamente bebida. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, en Mí permanece, y Yo en él” (Jn. VI:54-56).
Cuán enteramente diferentemente se entiende la vida a la luz de estas doctrinas comparado con los puntos de vista del mundo. Pensad sólo en esto: cómo se afana la gran masa de los hombres tras asuntos del tiempo, cómo lo urge la solicitación mundana, queriendo enriquecerse, solícitos por la grandeza nacional, especulando con promesas de ventajas con puestos públicas o privados; y habiendo pensado en esto, volved a contemplar la cruz de Cristo y decid entonces, cándidamente, si acaso el mundo, y todo lo que está en mundo, no es tan infiel ahora como lo fue cuando vino Cristo. ¿No os parece que hay grandes razones para temer que esta nación, a pesar de haber sido bautizada en la Cruz de Cristo, se encuentra en un estado tan pecaminoso que fuera a venir entre nosotros Cristo como lo hizo entre los judíos, con excepción de un pequeño resto, lo rechazaríamos tal como ellos lo hicieron? ¿No podemos dar por descontado que los hombres de hoy en día, si hubiesen estado vivos cuando Él vino en carne, habrían descreído de Él y denostado las santas y misteriosas doctrinas que nos trajo? ¡Helás! ¿Acaso hay la menor duda de que habrían cumplido con las palabras de San Juan, que “las tinieblas no lo recibieron”? (I:5). Sus corazones están fijados en esquemas de este mundo: no habría existido la menor simpatía entre ellos y la pacífica y celestial mente del Señor Jesucristo. Habrían dicho que su Evangelio era raro, extravagante, increíble. La única razón por la que no lo dicen ahora, es que les resulta familiar, y en realidad no reflexionan sobre aquello que profesan creer. ¡Qué! (habrían dicho) ¿el Hijo de Dios asumiendo carne humana? ¡Imposible! ¿El Hijo de Dios separado de Dios y sin embargo uno solo con Él? ¿Cómo podría ser semejante cosa? ¿El mismísimo Dios padeciendo en cruz, el Todopoderoso y Eterno Dios en forma de siervo, con carne humana y sangre, herido, insultado, muriéndose? ¿Y todo esto como expiación por el pecado de los hombres? ¿Por qué? (se preguntarían), ¿por qué sería necesaria una expiación? ¿Por qué el Padre todo compasivo no podía perdonar sin que haga falta tal cosa? ¿Por qué el pecado se reputa como una cosa tan mala? No vemos necesidad ninguna para remedio tan maravilloso; nos negamos a admitir una doctrina semejante, tan enteramente desemejante a todo lo que tiene para decirnos la faz del mundo acerca de nosotros mismos. Estas ocurrencias no admiten paralelo; pertenecen a un orden de cosas nuevo y enteramente distinto; y mientras nuestro corazón no simpatiza con ellas, nuestra razón las rechaza absolutamente. Y en lo que se refiere a los milagros de Cristo, si no los hubiesen presenciado, no habrían creído en los informes; y si en cambio sí los hubiesen presenciado habrían estado dispuestos a explicarlos como engañosos malabares, cuando no, como lo hicieron los judíos, directamente arte de Belcebú.
Siempre y en todo tiempo las santas verdades del Evangelio se les aparecerá así a los que viven para este mundo, bien porque aman sus placeres, sus comodidades, sus premios, o sus combates; sus ojos están cubiertos de grasa, no pueden ver a Cristo espiritualmente. Cuando lo ven, no ven en Él belleza alguna que pudieran desear. Y así se vuelven infieles. En palabras de Nuestro Señor: Ningún servidor puede servir a dos amos, porque odiará al uno y amará al otro, o se adherirá al uno y despreciará al otro; no podéis servir a Dios y a Mammón”. Cuando dijo esto los fariseos se burlaron de Él. Y Él replicó: “Vosotros sois los que os hacéis pasar por justos a los ojos de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones. Porque lo que entre los hombres es altamente estimado, a los ojos de Dios es abominable.” (Lc. XVI: 13-15).
¡Quiera Dios concedernos no resultar incluidos entre quienes “se hacen pasar por justos a los ojos de los hombres” y que “se burlan” del que predica la severa doctrina de la Cruz! Si tenemos dudas y recelos respecto de las corrupciones y defectos de esta religión tan popular en los días que corren, ¡quiera Dios concedernos la gracia de desear rectamente conocer la voluntad de Dios! ¡Que Dios nos conceda la gracia de no falsificar nuestras conciencias para intentar reconciliar mediante un artificio u otro el servicio del mundo, y el de Dios! ¡Que Dios nos conceda que no querramos pervertir o diluir su santa Palabra, poniéndole encima las falsas interpretaciones de los hombres, razonando para zafar de sus exigencias para reducir la religión a un asunto pueril, en lugar de pensar en lo que es, una cuestión misteriosa y sobrenatural, tan enteramente diferente de cualquier cosa que haya sobre la superficie del mundo, como lo es el día respecto de la noche, y el cielo respecto de la tierra!
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