«Allí suspiros, llantos y altos ayes
resonaban al aire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.
Diversas lenguas, hórridas blasfemias,
palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,
un tumulto formaban, el cual gira
siempre en el aire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.
Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: “Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?”.
Y él me repuso: “Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza,
pues podrían dar gloria a los caídos”.
Y yo: “Maestro, ¿qué les pesa tanto
y provoca lamentos tan amargos?”.
Respondió: “Brevemente he de decirlo.
No tienen éstos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.
Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa”.
Y entonces pude ver un estandarte,
que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.
Y venía detrás tan larga fila
de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.
Y tras haber reconocido a alguno,
vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.
Al punto comprendí, y estuve cierto,
que ésta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.
Los desgraciados, que nunca vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre
de moscones y avispas que allí había.
Éstos de sangre el rostro les bañaban,
que, mezclada con llanto, repugnantes
gusanos a sus pies la recogían».