San Esteban declarando ante los judíos (Juan de Juanes)
"Hermanos y padres, escuchad: El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham, cuando aún estaba en la Mesopotamia, antes de establecerse en Harán, y le dijo: "Abandona tu tierra natal y la casa de tu padre y ve al país que yo te indicaré". Abraham salió de Caldea para establecerse en Harán. Después de la muerte de su padre, Dios le ordenó que se trasladara a este país, donde ahora vivís vosotros. Él no le dio nada en propiedad, ni siquiera un palmo de tierra, pero prometió darle en posesión este país, a él, y después de él a sus descendientes, aunque todavía no tenía hijos. Y Dios le anunció que sus descendientes emigrarían a una tierra extranjera, y serían esclavizados y maltratados durante cuatrocientos años. "Pero Yo juzgaré al pueblo que los esclavizará —dice el Señor— y después quedarán en libertad y me tributarán culto en este mismo lugar". Le dio luego la alianza sellada con la circuncisión y así Abraham, cuando nació su hijo Isaac, lo circuncidó al octavo día; Isaac hizo lo mismo con Jacob, y Jacob con los doce patriarcas.
Los patriarcas, movidos por la envidia, vendieron a su hermano José para que fuera llevado a Egipto. Pero Dios estaba con él y lo salvó de todas sus tribulaciones, le dio sabiduría, y lo hizo grato a Faraón, rey de Egipto, el cual lo nombró gobernador de su país y lo puso al frente de su casa real. Luego sobrevino una época de hambre y de extrema miseria en toda la tierra de Egipto y de Canaán, y nuestros padres no tenían qué comer. Jacob, al enterarse de que en Egipto había trigo, decidió enviar allí a nuestros padres. Esta fue la primera visita. Cuando llegaron por segunda vez, José se dio a conocer a sus hermanos, y Faraón mismo se enteró del origen de José. Éste mandó llamar a su padre Jacob y a toda su familia, unas setenta y cinco personas. Jacob se radicó entonces en Egipto, y allí murió, lo mismo que nuestros padres. Sus restos fueron trasladados a Siquém y sepultados en la tumba que Abraham había comprado por una suma de dinero a los hijos de Emor, que habitaban en Siquém.
Al acercarse el tiempo en que debía cumplirse la promesa que Dios había hecho a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó en Egipto, hasta que vino un nuevo rey que no sabía nada acerca de José. Este rey, empleando la astucia contra nuestro pueblo, maltrató a nuestros padres y los obligó a que abandonaran a sus hijos recién nacidos para que no sobrevivieran.
En ese tiempo nació Moisés, que era muy hermoso delante de Dios. Durante tres meses fue criado en la casa de su padre, y al ser abandonado, la hija del Faraón lo recogió y lo crió como a su propio hijo. Así Moisés fue iniciado en toda la sabiduría de los egipcios y llegó a ser poderoso en palabras y obras. Al cumplir cuarenta años, sintió un vivo deseo de visitar a sus hermanos, los israelitas; y como vio que maltrataban a uno de ellos salió en su defensa, y vengó al oprimido matando al egipcio. Moisés pensaba que sus hermanos iban a comprender que Dios, por su intermedio, les daría la salvación. Pero ellos no lo entendieron así. Al día siguiente sorprendió a dos israelitas que se estaban peleando y trató de reconciliarlos, diciéndoles: "Vosotros sois hermanos, ¿por qué reñís?" Pero el que maltrataba a su compañero rechazó a Moisés y le dijo: "¿Quién te ha nombrado jefe o árbitro nuestro? ¿Acaso piensas matarme como mataste ayer al egipcio?" A oír esto, Moisés huyó y fue a vivir al país de Madián, donde tuvo dos hijos.
Al cabo de cuarenta años se le apareció un ángel en el desierto del monte Sinaí, en la llama de una zarza ardiente. Moisés quedó maravillado ante tal aparición y, al acercarse para ver mejor, oyó la voz del Señor que le decía: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob". Moisés, atemorizado, no se atrevía a mirar. Entonces el Señor le dijo: "Quítate las sandalias porque estás pisando un lugar sagrado. Yo he visto la opresión de mi pueblo que está en Egipto, he oído sus gritos de dolor, y por eso he venido a librarlos. Ahora prepárate, porque he decidido enviarte a Egipto".
Y a este Moisés, a quien ellos rechazaron diciendo: ¿Quién te ha nombrado jefe o árbitro nuestro? Dios lo envió como jefe y libertador con la ayuda del ángel que se apareció en la zarza. Él los liberó, obrando milagros y signos en Egipto, en el Mar Rojo y en el desierto, durante cuarenta años. Y este mismo Moisés dijo a los israelitas: "Dios suscitará de entre vosotros un profeta semejante a mí". Y cuando el pueblo estaba congregado en el desierto, él hizo de intermediario en el monte Sinaí, entre el ángel que le habló y nuestros padres, y recibió las palabras de vida que luego nos comunicó.
Pero nuestros padres no sólo se negaron a obedecerle, sino que lo rechazaron y, sintiendo una gran nostalgia por Egipto, dijeron a Aarón: "Fabrícanos dioses que vayan al frente de nosotros, porque no sabemos qué le ha pasado a ese Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto". Entonces, fabricaron un becerro de oro, ofrecieron un sacrificio al ídolo y festejaron la obra de sus manos. Pero Dios se apartó de ellos y los entregó al culto de los astros, como está escrito en el libro de los Profetas: "Israelitas, ¿acaso vosotros me ofrecisteis víctimas y sacrificios durante los cuarenta años que estuvisteis en el desierto? Por el contrario, llevábais consigo el tabernáculo de Moloc y la estrella de Refán, ídolos que os fabricásteis para adorarlos. Por eso Yo os deportaré más allá de Babilonia".
En el desierto, nuestros padres tenían la Morada del Testimonio. Así lo había dispuesto Dios, cuando ordenó a Moisés que la hiciera conforme al modelo que había visto. Nuestros padres recibieron como herencia esta Morada y, bajo la guía de Josué, la introdujeron en el país conquistado a los pueblos que Dios iba expulsando a su paso. Así fue hasta el tiempo de David.
David, que gozó del favor de Dios, le pidió la gracia de construir una Morada para el Dios de Jacob, pero fue Salomón el que le edificó una casa, si bien es cierto que el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre. Así lo dice el Profeta: "El Cielo es mi trono, y la tierra la tarima de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis, dice el Señor, o dónde podrá estar mi lugar de reposo? ¿No fue acaso mi mano la que hizo todas las cosas?"
¡Hombres rebeldes, incircuncisos de corazón y cerrados a la verdad! Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo y sois iguales a vuestros padres. ¿Hubo algún profeta a quien ellos no persiguieran? Mataron a los que anunciaban la venida del Justo, el mismo que acaba de ser traicionado y asesinado por vosotros, que recibisteis la Ley por intermedio de los ángeles y no la cumplisteis".
(Hechos de los Apóstoles, capítulo VII, 2-51)
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