«Pero volvamos a la exhortación del Apóstol: “¡Oh Timoteo guarda el depósito, evitando las novedades profanas en las expresiones”. Evítalos, le dice, como se hace con una víbora, con un escorpión, con un basilisco, para que no solamente el contacto, pero ni siquiera su vista y su aliento te hieran.
Ahora bien: ¿qué significa evitar? “Con gente así no debéis ni tomar bocado” (1Co 5,11). Y también: “Si viene alguno a vosotros, y no trae esta doctrina -¿y qué doctrina, sino la católica universal, que permanece siendo única e idéntica a través de los siglos, en una incorrupta tradición de verdad, y que permanecerá así siempre?- no le recibáis en casa, ni le saludéis. Porque quien le saluda participa en sus acciones perversas” (2Jn 10-11).
El Apóstol nos hablaba de novedades profanas en las expresiones. Ahora bien, profano es lo que no tiene nada de sagrado ni religioso, y es totalmente extraño al santuario de la Iglesia, templo de Dios. Las novedades profanas en las expresiones son, pues, las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones en contraste con la tradición y la antigüedad; su aceptación implicaría necesariamente la violación poco menos que total de la fe de los Santos Padres. Llevaría necesariamente a decir que todos los fieles de todos los tiempos, todos los santos, los castos, los continentes, las vírgenes, todos los clérigos, los levitas y los obispos, los millares de confesores, los ejércitos de mártires, un número tan grande de ciudades y de pueblos, de islas y provincias, de reyes, de gentes, de reinos y de naciones, en una palabra, el mundo entero incorporado a Cristo Cabeza mediante la fe católica, durante un gran número de siglos ha ignorado, errado, blasfemado, sin saber lo que debía creer. Evita, pues, las novedades profanas en las expresiones, ya que recibirlas y seguirlas no fue nunca costumbre de los católicos, y sí de los herejes.
En realidad, ¿qué herejía no ha surgido bajo un nombre en un lugar y en una época determinada? ¿Quién jamás ha fundado una herejía sin separarse antes del acuerdo con la universalidad y la antigüedad de la Iglesia Católica?
Los ejemplos nos muestran esto de manera evidentísima. En efecto, ¿quién nunca, antes del impío Pelagio, tuvo la presunción de atribuir al libre albedrio el poder tan grande de pensar que el auxilio de la gracia no es necesario para cada uno de los actos, para llevar a cabo las buenas obras? ¿Quién, antes de su monstruoso discípulo Celestio, negó que todo el género humano está contaminado por el pecado de Adán?
Antes del sacrílego Arrio, ¿quién tuvo la audacia de rasgar la unidad de la Trinidad o de confundirla, como el pérfido Sabelio? Antes del rigidísimo Novaciano, ¿quién había dicho que Dios era cruel, porque prefería la muerte del agonizante a que se convirtiese y viviese?
¿Quién, antes de Simón Mago, duramente castigado por la reprimenda apostólica (cf. Act 8,9-24) -y de quien proviene la antigua riada de torpezas que, por sucesión ininterrumpida y oculta, ha llegado hasta Prisciliano-, se atrevió a decir que el Dios creador es el autor del mal, es decir, de nuestros delitos, de nuestras impiedades, de nuestros vicios? Este afirma que Dios, con sus propias manos crea la naturaleza humana estructurada de manera que, por movimiento espontaneo y bajo el impulso de una voluntad necesitada, no puede más, no quiere más que pecar. Agitada e incendiada por las furias de todos los vicios, se ve arrastrada con ansia inagotable a los abismos de toda suerte de crímenes.
Ejemplos como éstos los hay para nunca acabar, pero dejémoslos en aras de ser breves. Demuestran a todos con evidencia que la actitud normal y ordinaria de cualquier herejía es gozarse en las novedades profanas y sentir hastío ante los dogmas de la antigüedad, hasta el punto de naufragar en la fe a causa de las discusiones de una falsa ciencia. En cambio, es propio de los católicos custodiar el depósito transmitido por los Santos Padres, condenar las novedades profanas y, como muchas veces repitió el Apóstol, descargar el anatema sobre quien tiene la audacia de anunciar algo diverso de lo que ha sido recibido».
(SAN VICENTE DE LÉRINS, El Conmonitorio, n. 24 “Estar en guardia ante los herejes”).
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