sábado, 31 de diciembre de 2022

EL VATICANO II, INCOMPATIBLE CON EL CARLISMO

Traemos del PERIÓDICO LA ESPERANZA esta columna de Don Federico Ezcurra Ortiz (†16 de septiembre de 2020), presidente que fue de la Hermandad Tradicionalista  Carlos VII, sobre el Vaticano II y sus implicaciones para el Carlismo.
  
Ahora, como hemos planteado en anteriores oportunidades, el Vaticano II fue una afrenta al honor nacional de España, que desde Covadonga hasta la Cruzada, en la Península y los Reinos de Ultramar, ha sostenido y propagado la Fe Católica como elemento de identidad. Y en ese orden, es deber de un carlista frente a la actual Apostasía, la adhesión a la conclusión teológica del sedevacantismo (de hecho, varios años atrás existió el Círculo Carlista Pedro Menéndez de Avilés, que era sedevacantista.

    
En el tradicionalismo carlista, «Dios, Patria, Fueros, Rey» es su divisa, donde el Dios es el Dios Uno y Trino de los católicos; la Patria, la Hispanidad toda que nos abarca también a nosotros, los hispanoamericanos; los Fueros, nuestros sagrados derechos civiles, que no son precisamente los Derechos del hombre de la revolución dicha francesa y, lamentablemente, del actual pensamiento oficial y visible de las autoridades vaticanas; y el Rey, aquél que deba ser, aunque hoy no lo sea, vacante como está el trono por problemas dinásticos que no afectan de manera alguna al fondo de la cuestión doctrinaria.
   
El grave problema que, a mi juicio, afecta a los carlistas que aspiran a seguir siéndolo sin renunciar a su adhesión a las doctrinas del Concilio Vaticano II ─profesadas hoy por las actuales autoridades vaticanas y la mayoría de las jerarquías eclesiásticas del mundo─ es que se hallan como cazados en la trampa mortal de una inconsecuencia principista, que esteriliza su accionar doctrinario y práctico, y lo circunscribe a asuntos menores y a las módicas disputas dinásticas, sin advertir que la lucha por los principios del tradicionalismo político debe hoy, necesaria e irrenunciablemente, ser llevada también al terreno religioso en el mismo seno de la Iglesia católica, para poder sanear los cimientos sobre los que echar las sólidas bases de su actualización política hic et nunc.
   
El sano orden social es un orden jerárquico, que exige el respeto orgánico de esas jerarquías, admirablemente expresadas en el referido lema del carlismo: Dios, Patria, Fueros, Rey. Esto indica claramente que si falla un escalón se deterioran irremisiblemente los escalones inferiores.
    
En el caso que comentamos, Dios significa la religión católica, apostólica y romana. Si no está perfectamente clara la comprensión de lo que es esa religión, con todas nuestras obligaciones para con el Creador, no solamente falla un importante escalón sino la misma cúspide de la pirámide doctrinaria del carlismo.
    
Y la religión católica está colocada precisamente allí, en la cúspide jerárquica de esa pirámide, porque es la raíz germinal y nutricia de España, esa España que no se asienta solamente sobre la «Piel de toro», sino que engloba también a todos los miembros de la Hispanidad, producto fecundo de su espíritu conquistador y misionero, único en toda la historia de la humanidad, y que hoy aparece como narcotizado por esas doctrinas ─tan alejadas de la verdad, y por ende, de la esencia hispana─ que le han instilado arteramente en su torrente sanguíneo.
   
¿Cómo compatibilizar el concepto jerárquico de la monarquía, de los fueros, de la patria y de nuestra dependencia del Dios verdadero, Uno y Trino, o sea las doctrinas salvíficas de la religión católica, con aquellos principios revolucionarios y masónicos de «Libertad», «Igualdad» y «Fraternidad»? ¿Cómo lograr que sea fecundo un pensamiento tradicionalista que estará, necesariamente, como escindido en dos, tironeado por la pugna de principios antagónicos? Será, indudablemente, un gigante con pies de barro.
     
El pensamiento carlista no puede, a mi juicio, desentenderse de manera alguna de la grave crisis que hoy afecta a la Iglesia católica, a raíz de la pretensión de introducir en su acervo doctrinario esos principios nefastos ─tantas veces y con tantísima autoridad y claridad condenados por numerosos y santos Pontífices─ ya que, si no hemos entendido mal la progresión jerárquica de nuestra divisa, seremos primero católicos, luego hispánicos, más luego forales y finalmente monárquicos.
    
Y no desentenderse de esta crisis de la Iglesia significa, ante todo, no rehuir asumir las responsabilidades que, como católicos, nos caben ante dicha crisis: clarificar las ideas propias y ajenas sobre la verdadera doctrina católica, aplicando la regla de oro de San Vicente de Lerins para discernir la verdad en medio de este tremendo embrollo de novedades heterodoxas: «Creer lo que la Iglesia ha creído siempre, en todas partes y por todos»; resistir dentro de la Iglesia las innovaciones perniciosas (nueva misa, nueva liturgia, doctrinas espurias…), frecuentar los genuinos sacramentos ─no los surgidos con posterioridad al Concilio Vaticano II, de dudosa validez─ para obtener las gracias necesarias para afrontar esta lucha, que presagia ser encarnizada, y rezar a la Santísima Virgen pidiéndole su intercesión ante Nuestro Señor para mitigar y abreviar este periodo de prueba, haciendo sacrificios propiciatorios con el mismo fin.
   
El germen de la fecundidad del pensamiento carlista se encuentra, no me cabe la menor duda, en su adhesión a la tradicional doctrina del catolicismo, hoy atacada una vez más por sus ancestrales enemigos, pero esta vez desde adentro mismo de la Iglesia, con el auxilio de muchos de sus propios hijos.
   
La traición ya se ha consumado… No seamos también nosotros, por omisión, reos de lesa religión, y con el auxilio de la Santísima Virgen, siempre presente en la hispanidad bajo innúmeras advocaciones, tratemos ─sé que humanamente parece imposible─ de reeditar la gesta de reconquista de Pelayo desde Covadonga, a pesar de las propuestas ecumenistas de los modernos obispos Oppas, que con sus cantos de sirena nos proponen bajar la guardia pactando con el enemigo, para recalar así en una falsa unidad religiosa mediante un nuevo culto pluralista, en el que alegre e irresponsablemente nos congreguemos todos en amable montón.
    
Todos… menos Nuestro Señor Jesucristo.
   
Federico Ezcurra Ortiz
N.º 11, Agosto de 2000.

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