Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.
La
Iglesia en la liturgia llama a la Santísima Virgen con el nombre de
Vida; frecuentemente los fieles la saludan en esta calidad: Vita, dulcedo et spes nostra, salve;
y
es justísimo. María ahora es madre de la Vida, porque es Madre de
Jesucristo que es la Vida. Debe ser dulce y delicioso para nosotros
pensar y hablar frecuentemente de la vida de Aquel que es la Vida, la
Madre de la Vida, la Madre de nuestra misma Vida. Ahora bien, en la
Santísima Virgen debemos considerar dos vidas; la una interior, la otra
externa.
La
vida interior de la Santísima Virgen tuvo principio con el primer
instante de su existencia,
puesto que en el primer instante Ella recibió el ser de la naturaleza,
el ser de la gracia y la vida de la gracia; estas tres cosas en sí misma
son distintas y en nosotros demasiado separadas. Para nosotros, de
hecho, el primer momento de la existencia es el primer momento del
estado de pecado y es bien distinto del estado de gracia. Además, en el
niño, el estado de gracia infuso en el Bautismo es bien distante de la
vida, del uso y del movimiento de la gracia: cosas que exigen y suponen
el uso de la
razón de la cual el niño por algunos años permanece privado.
Ahora
bien, en la santísima Virgen estas tres cosas fueron todas en conjunto;
en un mismo instante María tuvo el ser de naturaleza y el estado de
gracia, esto es, la vida y el movimiento de la gracia hacia Dios. Su
vida interior tuvo pues principio casi desde su concepción y sin ninguna
interrupción duró hasta el término de sus días; el curso no fue nunca
interrumpido, ni por la muerte, y así pasó a la eternidad donde durará
para siempre [1].
La vida interior de la santísima Virgen es perenne, angélica, divina; solo los Ángeles que la contemplaban, y el Arcángel San Gabriel que fue custodio y director de María, podrán hablar. Nosotros no tenemos tanto atrevimiento para penetrar en este Santuario, ni de disipar la nube que lo cubre y lo llena de dignidad y de majestad, y de la gloria del Señor: nos basta estar fuera, venerando la Majestad de Dios que mora en este su Santuario donde obra grandes cosas. Nosotros somos concebidos en la miseria y en el pecado, y nuestro nacimiento sucede en la suciedad, en la bajeza y en la enfermedad; la Virgen sublima, ennoblece y santifica la concepción y el nacimiento, y es la primera que da grandeza y dignidad a una condición tan baja y abjecta.
Digo
que es la primera, porque después de Ella su divino Hijo, en la propia
persona, ennoblece de otro modo, incluso deifica el nacimiento y la
concepción humana. En su concepción la Virgen es como un ángel, y no
como una niña, como un ángel que encontrase, es verdad, sobre la tierra y
no en el cielo, pero un ángel más angélico que aquellos que están en
el
cielo y que un día será elevado sobre todos los tronos de los ángeles,
los cuales para siempre la reverenciarán como su Señora y Soberana.
En aquel estado, esta divina Niña está toda dirigida a su Creador y su Dios, lo ama y lo adora; lo adora como su principio, lo ama como su fin; y en la debilidad de aquella edad y de aquella condición vemos la sublimidad de la gracia, y lo que es más todavía, el uso perfecto de la gracia.
Consideremos por tanto a María Niña no ya con los ojos con que la mira la tierra, sino con los ojos con la cual la contemplan los Ángeles del cielo: estos ven en ella una gracia más que angélica, una gracia que la eleva sobre todos los Coros de la milicia celestial, una gracia correspondiente al diseño eterno de Dios sobre Ella y en aquella obra maestra admirable que Dios quiere realizar en Ella y por medio de Ella.
La vida externa de la Virgen Santísima sigue el curso de los tiempos y de los estados de la vida humana, la cual tiene sus días, sus meses y sus años; y así como se desarrolla sobre la tierra, viene limitada por las condiciones terrestres y por el tiempo de la muerte.
Ahora bien, parece que esta vida externa de la Virgen había tenido principio propiamente en el tiempo de su Presentación en el Templo, la cual acaece apenas esta divina Niña fue separada del seno de su madre, y comenzó a vivir separadamente de la madre que la lactaba.
Apenas esta divina Niña fue capaz de vivir en cierto modo por sí misma y no tuvo más necesidad de la madre; el Espíritu Santo que la regía, quiso separarla de los padres y del mundo para dedicarla al Templo. La vida en el Templo era la más santa que hubiese sobre la tierra […].
CARDENAL PEDRO DE BÉRULLE, Las Grandezas de María.
NOTA
[1]
El Cardenal de Bérulle sigue la opinión de que aun en sueños, la
Santísima Virgen realizaba perfectísimos actos de caridad siempre
meritorios. Tal opinión, sintetizada en el Diccionario de Teología Católica,
dice: «En María los actos de caridad, dirigidos por su ciencia infusa,
fueron producidos en modo constante desde el primer momento de su
existencia hasta su último momento. Ni fueron impedidos por distracción
alguna, ni por ningún acto de los sentidos internos y externos. Exenta
por derecho de las consecuencias de la culpa original, María gozaba de
un perfecto
dominio sobre todos sus sentidos». (vol. IX, parte 2ª, col. 2424, nº 2: “Causa del aumento constante de la gracia santificante de María”).
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