Traducción del artículo publicado por Charlie Bunga Banyangumuka en RADIO SPADA.
Lucio Domicio Aureliano Augusto (Grabado de Hubert Goltz, Ícones Imperatórum Romanórum: ex priscis numismátibus ad vivum delineátæ, et brevi narratióne histórica, Amberes, 1645)
Como nos enseña el Catecismo, el Papa y los Obispos son los jefes legítimos de la Iglesia, y debemos estar en comunión con ellos, comunión que se expresa sobre todo en la Profesión del Credo Apostólico y por ende en la común Fe Católica.
Este concepto era conocido no sólo por los católicos (en el siglo I el Papa San Sixto I hizo que todos los obispos juraran lealtad al Papa), sino también por los paganos fuera de la Iglesia.
Un ejemplo es el emperador Aureliano.
El Catolicismo no era perseguido en forma ininterrumpida; hubo grandes enemigos (Nerón, Domiciano, Decio, Diocleciano, Valeriano y Julián), pero también hubo emperadores que no emanaron decretos específicos, pero dejaron carta blanca a los prefectos (Trajano, Adriano, Tito, Nerva), y otros para los cuales la Iglesia era una socíetas que hace parte del Imperio, si no precisamente para favorecer (como acaeció con Alejandro Severo).
Aureliano (270-275) estuvo seguramente entre estos: la relígio de los Pontífices tenía además muchas analogías con los cultos a que adhería el mismo emperador, como el Sol Invíctus, y representaba ahora una realidad con sus propiedades (ya entonces los católicos tenían cementerios, iglesias e incluso basílicas a su cargo).
Durante su reinado, estalló una controversia relativa al obispo de Antioquía; de hecho, Pablo de Samósata fue elegido, pero su elección fue contestada [por sus herejías -fue precursor del arrianismo- y por su mala conducta -aparte de ser altanero y poco religioso, siendo gobernador de Antioquía y apoyado por la reina Zenobia de Palmira, usó su cargo para adquirir riquezas e influencia-, N. del T.] y se propuso a Domno.
Pablo no dejó la diócesis hasta que con un decreto, el emperador Aureliano impuso que se debía elegir como obispo de Antioquía al que fuese designado como tal por el Papa de Roma (en aquel momento lo era San Félix I) y estuviese en comunión con él.
Por este decreto, Pablo fue depuesto en el 272.
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