MEDITACIONES PARA LA CUARESMA
Tomado de "Meditaciones para todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del Cardenal Cheverus). Segundo tomo: desde el Domingo de Septuagésima hasta el Segundo Domingo después de Pascua. Segunda Edición argentina, Editorial Guadalupe, Buenos Aires, 1962.
LUNES DE LA TERCERA DE CUARESMA
RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE
Volveremos mañana a nuestras meditaciones sobre el Sacramento de la Penitencia, interrumpidas por el Evangelio tan lleno de interés que hemos meditado, y veremos que es preciso llevar a nuestras confesiones: 1º Una contrición verdaderamente interior; 2º Una contrición verdaderamente universal.
—En seguida tomaremos la resolución: 1° De hacer todas las noches, después de nuestro examen de conciencia, un acto de contrición interior y universal; 2° De hacer en el día o en la noche, en cada falta que se nos escape, un acto de contrición interior. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras del salmo: “El corazón quebrantado de dolor es un sacrificio agradable a Dios. ¡Oh Dios!, Tú no desecharás el corazón contrito”.
Adoremos a Nuestro Señor que en el Huerto de los Olivos ve clara y distintamente los pecados de todos los siglos y cuya expiación ha echado sobre Sí. Esta vista le sumerge en una tristeza mortal, que llega hasta la agonía; llora la ofensa de Dios y la pérdida de los hombres, no solamente con lágrimas de sus ojos, sino también con la sangre de sus venas. "Llora con todos sus miembros, dice San Bernardo, e inunda la tierra con lágrimas de sangre". Compadezcamos a nuestro Salvador tan afligido y lloremos con Él, ya que Él llora también por nuestros pecados.
PUNTO PRIMERO - ES NECESARIO LLEVAR A NUESTRAS CONFESIONES UNA CONTRICIÓN VERDADERAMENTE INTERIOR
Jesucristo, perfecto modelo de contrición en el Huerto de los Olivos, nos enseña que su corazón siente dolor tan vivo del pecado, que está triste hasta la muerte. Por otra parte, la razón sola nos dice la necesidad de esta contrición interior. Puesto que es el corazón el que ha ofendido a Dios, él es el que debe reparar la ofensa, rompiéndose de dolor por haber desagradado a un Dios tan bueno y tan digno de ser amado. Dios no puede perdonar, sino cuando el corazón se arrepiente, hasta el punto de no querer, por nada de esta vida, haber cometido la falta que deplora. “Volved a Mí de corazón, dice Dios a los pecadores; romped vuestros corazones y haceos un corazón nuevo”. Dios mira, no los ojos que vierten lágrimas, ni los labios, que pronuncian fórmulas, sino el corazón que tiene un sincero horror al pecado cometido. En vano, pues, la boca articularía actos de contrición; en vano el espíritu y la imaginación formarían la idea del dolor, hasta persuadirnos de que estamos contritos; en vano exhalaríamos gemidos y suspiros, derramaríamos lágrimas y haríamos largas oraciones y protestas de renunciar al pecado: todo esto de nada nos serviría, si en el fondo del corazón no tuviéramos un sincero pesar de la ofensa de Dios, una detestación franca, un odio verdadero al pecado, con una aflicción y un dolor también verdadero de haberlo cometido. Examinemos aquí, delante del Señor, si llevamos a nuestras confesiones un corazón despedazado de pena por la ofensa hecha de Dios, diciendo como San Bernardo: “¿Con qué cara me atreveré a levantar los ojos hacia Vos, yo, tan mal hijo de un padre tan bueno?” En lugar de deplorar sinceramente nuestras culpas, ¿No hemos procurado no reconocerlas, buscando cómo disminuirlas a nuestros propios ojos y a los del confesor, encubriéndolas con alguna excusa para no tener que avergonzarnos, justificando nuestros arrebatos e impaciencias con las faltas de los otros, nuestras maledicencias y nuestras críticas con la conducta poco razonable del prójimo?
PUNTO SEGUNDO - ES NECESARIO LLEVAR A NUESTRAS CONFESIONES UNA CONTRICIÓN VERDADERAMENTE UNIVERSAL
Volveremos mañana a nuestras meditaciones sobre el Sacramento de la Penitencia, interrumpidas por el Evangelio tan lleno de interés que hemos meditado, y veremos que es preciso llevar a nuestras confesiones: 1º Una contrición verdaderamente interior; 2º Una contrición verdaderamente universal.
—En seguida tomaremos la resolución: 1° De hacer todas las noches, después de nuestro examen de conciencia, un acto de contrición interior y universal; 2° De hacer en el día o en la noche, en cada falta que se nos escape, un acto de contrición interior. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras del salmo: “El corazón quebrantado de dolor es un sacrificio agradable a Dios. ¡Oh Dios!, Tú no desecharás el corazón contrito”.
MEDITACIÓN DE LA MAÑANA
Adoremos a Nuestro Señor que en el Huerto de los Olivos ve clara y distintamente los pecados de todos los siglos y cuya expiación ha echado sobre Sí. Esta vista le sumerge en una tristeza mortal, que llega hasta la agonía; llora la ofensa de Dios y la pérdida de los hombres, no solamente con lágrimas de sus ojos, sino también con la sangre de sus venas. "Llora con todos sus miembros, dice San Bernardo, e inunda la tierra con lágrimas de sangre". Compadezcamos a nuestro Salvador tan afligido y lloremos con Él, ya que Él llora también por nuestros pecados.
PUNTO PRIMERO - ES NECESARIO LLEVAR A NUESTRAS CONFESIONES UNA CONTRICIÓN VERDADERAMENTE INTERIOR
Jesucristo, perfecto modelo de contrición en el Huerto de los Olivos, nos enseña que su corazón siente dolor tan vivo del pecado, que está triste hasta la muerte. Por otra parte, la razón sola nos dice la necesidad de esta contrición interior. Puesto que es el corazón el que ha ofendido a Dios, él es el que debe reparar la ofensa, rompiéndose de dolor por haber desagradado a un Dios tan bueno y tan digno de ser amado. Dios no puede perdonar, sino cuando el corazón se arrepiente, hasta el punto de no querer, por nada de esta vida, haber cometido la falta que deplora. “Volved a Mí de corazón, dice Dios a los pecadores; romped vuestros corazones y haceos un corazón nuevo”. Dios mira, no los ojos que vierten lágrimas, ni los labios, que pronuncian fórmulas, sino el corazón que tiene un sincero horror al pecado cometido. En vano, pues, la boca articularía actos de contrición; en vano el espíritu y la imaginación formarían la idea del dolor, hasta persuadirnos de que estamos contritos; en vano exhalaríamos gemidos y suspiros, derramaríamos lágrimas y haríamos largas oraciones y protestas de renunciar al pecado: todo esto de nada nos serviría, si en el fondo del corazón no tuviéramos un sincero pesar de la ofensa de Dios, una detestación franca, un odio verdadero al pecado, con una aflicción y un dolor también verdadero de haberlo cometido. Examinemos aquí, delante del Señor, si llevamos a nuestras confesiones un corazón despedazado de pena por la ofensa hecha de Dios, diciendo como San Bernardo: “¿Con qué cara me atreveré a levantar los ojos hacia Vos, yo, tan mal hijo de un padre tan bueno?” En lugar de deplorar sinceramente nuestras culpas, ¿No hemos procurado no reconocerlas, buscando cómo disminuirlas a nuestros propios ojos y a los del confesor, encubriéndolas con alguna excusa para no tener que avergonzarnos, justificando nuestros arrebatos e impaciencias con las faltas de los otros, nuestras maledicencias y nuestras críticas con la conducta poco razonable del prójimo?
PUNTO SEGUNDO - ES NECESARIO LLEVAR A NUESTRAS CONFESIONES UNA CONTRICIÓN VERDADERAMENTE UNIVERSAL
Esto
es evidente, cuando se trata de los pecados mortales: Si hubiera uno
solo que no detestáramos sinceramente y del fondo del alma, nuestra
contrición sería nula, y nuestra confesión sacrílega. Dios no puede amar
al corazón que ama el pecado, el cual le desagrada esencialmente; y es
burlarse de Dios decirle: “Yo os amo”, cuando se tiene afecto a lo que
Él detesta soberanamente. Si se trata de pecados veniales, la confesión
no es nula por el solo hecho de no ser universal, porque, no haciendo
el pecado venial más que debilitar la amistad de Dios sin destruirla,
puede el penitente arrepentirse de unos sin arrepentirse de otros; pero,
sin embargo resultan de esto muy graves daños para el alma: 1° Los
pecados a los cuales se conserva algún afecto, no son perdonados y
quedan en el alma como manchas horribles que la desfiguran y que además
enfrían la amistad de Dios y disminuyen sus gracias; 2° La absolución,
no aplicándose a estos pecados, no confiere la gracia para corregirse de
ellos, y no produce en el alma la plena justificación que hubiera
obtenido un corazón todo de Dios. Examinemos si hay en nosotros ciertos
pecados favoritos con los cuales no queremos romper, ciertas faltas a
las que tenemos más inclinación, que nos agradan más y de las cuales no
tenemos una contrición franca.
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