Escribía Pío XI, “...eam tenent... educándi ratiónem, quæ sexuális pútide dícitur” en su encíclica “Divini illius magistri”. “Educación sexual”,
expresión maloliente. Para que esta expresión se haya vulgarizado, fue
necesario que las costumbres se hayan transformado en costumbres de
mono. Expresión nauseabunda, pero aún más falsa que pestilente.
Cuando uno lo piensa,
decir “educación sexual” es tan falso como decir “sistema respiratorio
orgulloso”. El uso de los órganos de la respiración, no tiene nada que
ver con la moralidad; por otra parte, estos órganos no están expuestos a
una rebeldía de los sentidos moralmente desordenada. En estos dos
puntos hay una diferencia fundamental con los órganos de la propagación
de la vida humana (razón por la cual, desde el primer pecado, los
hombres no van desnudos).
Los que aún quieren
hablar en español y, de una manera general, las personas que aún
conservan su sentido común y que no desprecian las evidencias de la
recta razón natural, han de proscribir de su lenguaje este giro falso,
bastardo y hediondo: “educación sexual”.
O bien “estudio científico
del sistema genital y urinario”; pero a menos de ser un gran bobo,
¿quién quisiera imponer a un pequeño adolescente los estudios
especializados de la Facultad de Medicina?
O bien, diremos “formación
de la pureza”; pero a menos de ser muy vicioso, admitiremos que esta
formación exige la mayor reserva; pronto demostraremos por qué; más
exactamente, tratemos de entender esta evidencia primera. Porque no se
demuestran las verdades primeras, se alcanzan por espontánea intuición.
Como máximo, se puede ayudar a que surja esta intuición.
O bien, diremos
“iniciación a la lujuria y a todos los vicios vergonzosos”; pero, a menos
de ser un repelente crápula, reconoceremos que no entra en las
incumbencias de los maestros y profesores, de los pedantes magístri
barbudos o afeitados, de las magístræ casadas o de las que antes eran
nombradas religiosas.
O bien “estudio médico”, o
bien “formación de la pureza”, o bien “iniciación a la lujuria y perversión
de los niños”; tres realidades distintas, imposibles de confundir, que
tiene cada una sus leyes propias y sus propias exigencias en el
transcurso de la explicación. De todas maneras con este vocabulario, que
es clásico, no se enredan todos los términos, no se disimula bajo la
palabra “estudio médico” el aprendizaje de la fornicación. Lo que es
intolerable es el giro “educación sexual" y en la ignominia que se
enmascara con este título, es la falsificación del lenguaje y la
hipocresía de la conducta.
En público se puede dar
una enseñanza acerca de la esencia y la dignidad natural del matrimonio y
sobre la elevación sobrenatural que Jesucristo le ha otorgado. Es más:
se debe dar esa enseñanza en público, según las circunstancias y las
personas. Es conveniente predicar en público acerca de la dignidad del
matrimonio. Pero eso no tiene nada que ver con dar informes sobre la
intimidad del lecho conyugal. La explicación de la esencia y de la
dignidad del matrimonio es una cosa que corresponde a una plática
pública. La descripción de las manifestaciones íntimas del amor entre
los esposos es otra cosa y no es para describir ante un auditorio.
Porque estas manifestaciones atañen a los esposos que se han elegido en
presencia del Señor: les atañen sólo a ellos y al Señor, no han de ser
relatadas. Estas manifestaciones dependen, en lo más íntimo, del amor de
persona a persona, el secreto es pues de su patrimonio. Lanzarlas al
público sería desnaturalizarlas.
Lo que ha de decirse en
público no es del dominio de la descripción sino del de la ley moral. En
público, lo único que se ha de decir es que la ley del Creador,
obviamente, rige estas manifestaciones íntimas del amor a fin de que
sean honestas, conformes con su fin, sin vicio, sin oponerse para nada a
la posibilidad de generación que está inscripta en el acto conyugal.
Otorgue o no otorgue fecundidad el Creador de todos los seres y
particularmente de los hombres, eso no está en el poder de los que se
unen. Pero lo que está en su poder y lo que está en su deber, es no
hacer nada contra la posibilidad de fecundidad que está en la naturaleza
misma de este acto.
Proclamar esta doctrina
es otra cosa completamente distinta que dar al público una descripción.
Si no ha de exponerse en público la intimidad del lecho conyugal, no es
porque sea, en sí, deshonesta o abominable. Si, por honesta que sea en
sí, viniera a ser inmediatamente, por la ostentación y la exhibición,
deshonesta y abominable es que entonces traicionaría la naturaleza de su
ley profunda que exige pudor y secreto. Porque tal es la naturaleza del
amor que las más íntimas manifestaciones de la entrega entre el hombre y
la mujer son necesariamente privadas. Esto no se demuestra. Así como no
se demuestran los primeros principios de la razón. Cualquier hombre
normal, cualquier mujer que no está profundamente pervertida, lo siente.
Quien no lo sintiera más,
sería un monstruo. Lo único que se puede explicar es que el pudor y la
reserva aquí son de rigor por dos razones diferentes pero inseparables;
primero por una noble razón que atañe al amor de manera general, luego
por una triste razón relacionada con nuestra condición de pecadores.
Porque el amor entre el hombre y la mujer, siendo una entrega de persona
a persona, y por lo tanto todo lo contrario a una entrega pública, no
ha de ser entregado al público en sus manifestaciones íntimas. Por otra
parte, desde el primer pecado, el amor entre el hombre y la mujer siendo
expuesto al desorden, a la codicia, a la rebelión de la carne contra el
espíritu, sería contrario a su naturaleza exponerla a la vista de todo
el mundo en sus manifestaciones íntimas como si el mundo fuera angélico y
no tuviera deseos turbios. Tal ostentación sería una abyecta
provocación. Así es como por estas dos razones el amor exige pudor y
secreto cuando se trata de la intimidad del lecho conyugal. Esta
intimidad no ha de ser expuesta al público ni directamente (disculpen el
señalarlo) ni por modo de descripciones y representaciones
imaginativas.
La pretendida “educación sexual” desconoce las leyes primeras del amor: el pudor y el
secreto. Al exponer en público la intimidad del amor, la nauseabunda “educación sexual” falsea y desnaturaliza esta intimidad. Es una
impostura.
Pero, ustedes dirán, el
niño necesita saber lo que se refiere a la propagación de la vida
humana. Por cierto, tiene derecho a la verdad en esta materia; y eso
quiere decir que tiene derecho a que le digan la verdad de una manera
que respete y honre el objeto sagrado de sus interrogantes. Además, en
estas cuestiones tan profundamente humanas, el niño también tiene
derecho a saber que el matrimonio no es lo principal del hombre; el
hombre y la mujer pueden ser llamados por Dios para renunciar al
matrimonio y a tener hijos, para ofrecerse al Señor con un impulso de
generosidad más directo y con una determinación más radical.
De todos modos la verdad a
la cual el niño tiene derecho respecto a la propagación de la vida
humana y al amor es una verdad cuya presentación necesita reserva y
pudor. Es pues contrario a la naturaleza, .contra la naturaleza de esta
verdad, exponerla en público, describirla ante toda una clase. Lo mismo
que proyectar ante toda la clase películas pornográficas.
En verdad, no se podría
dar respuestas a las preguntas del niño, a sus dificultades o sus
desesperaciones en lo que atañe a la transmisión de la vida humana, con
los encantos, los deseos y las tentaciones que a ello se refieren, si
uno no tuviera en cuenta lo que es el secreto y el misterio de cada
niño. Así lo requiere la naturaleza humana misma de las preguntas de
cada uno, con las admiraciones, las dificultades o las desesperaciones
de cada uno.
Vale decir que esto no
incumbe al maestro que se dirige a la clase en su conjunto. Eso es cosa
de las familias, de cada familia; es el más sagrado de los derechos.
Cualquier profesor honesto y con sentido común entiende este lenguaje.
En cuanto a los otros que no entienden o que quieren usurpar algo de la
incumbencia de los padres, éstos sabrán reprimirlos con enérgicos
argumentos para que se atengan a su cargo que forma parte del dominio
público. Este cargo es por demás bastante noble y si lo honraran un poco
más aborrecerían como un crimen particularmente sucio, ir a correr las
cortinas de las alcobas a la vista de los alumnos, en vez de enseñarles a
leer buenos autores, escribir correctamente y conocer una historia de
su patria verídica y no falseada.
El niño, o más bien tal
niño, en una edad que no es la misma para él que para su compañero se
hace ciertas preguntas particulares acerca del misterio de la vida, que
no son intercambiables con las de tal o cual compañero. Espera, sin ni
siquiera formulárselo, una respuesta que no ofenda en su corazón el
respeto que tiene por su padre y su madre, o una respuesta que no lo
vuelva despreciable a sus propios ojos en la lucha que debe llevar para
conservarse puro. ¿Cómo contestar convenientemente a preguntas
esencialmente individualizadas?
Cada respuesta que se da
en público pretendiendo llegar a cada niño en su misterio individual,
traiciona, de ese mismo modo, la pregunta del niño. Lo que el niño
preguntaba no atañía a la explicación pública como la solución de un
problema de geometría o una lección sobre la médula espinal. Lo que el
niño, cada niño personalmente, necesita saber sobre este tema no depende
de la competencia del profesor.
Que se acabe lo más
pronto posible con la impostura de la pretendida educación sexual. Que
los padres no larguen sus derechos sagrados a los “señores maestros” de
escuela. Que los maestros rehúsen categóricamente transformar las aulas
en anfiteatros de facultad de medicina, en zaguanes de hoteles
sospechosos o en salas de cines pornográficos. Que todos los cristianos
que aún enseñen a sus hijos el “Dios te salve, María” redoblen las
oraciones y pasen a la acción para acabar con la iniciación pública a la
lujuria que algunos personajes infames pretenden imponer autoritaria y
oficialmente a todos los niños de nuestra patria.
ROGER-THOMAS CALMEL OP. Revista Iesus Christus. Año XVIII,
Nº 109, Enero-Febrero de 2007.
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