Cada
vez que oía una palabra que atacaba directamente a la Divina Majestad,
León Dupont, «el Hombre Santo de Tours», promotor de la Adoración de la Adoración Eucarística nocturna y de la devoción a la Santa Faz, era movido de una virtuosa
indignación. A él no le frenaban ni las consideraciones personales ni el
respeto humano. El celo por la ultrajada gloria de Dios lo urgía a
actos que ningún otro se habría permitido a sí mismo, pero a los cuales
la eficacia de sus oraciones, y la bendición del cielo, siempre vinculaban una gracia especial de reparación, y no infrecuentemente, una
sonora conversión. Una vez, mientras viajaba, tomó su asiento al lado
del conductor, que profirió una expresión blasfema. El señor Dupont
instantáneamente le ofreció una fuerte bofetada. Sorprendido e
indignado, el conductor del carruaje detuvo sus caballos y demandó una
explicación del insulto que le ofrecieron. El señor Dupont replicó:
«Hombre infeliz, eres tú quien me ha insultado. ¡Tú has ultrajado a mi
Padre! ¿Quién te da el derecho de insultar a mi Padre en esta forma?».
«Tu Padre...», dijo el blasfemo, sobresaltado por la afirmación tanto como
por la bofetada. «Sí, Dios es mi Padre y tu Padre; ¿por qué Lo
ultrajas?», contestó el señor Dupont. Y entonces con la elocuencia de su
corazón y la vivacidad de su fe, él se dedicó a hacerle comprender cuán
indigno era de un Cristiano el blasfemar contra el tres veces santo
Dios. El pobre hombre, confundido y avergonzado, alegó como excusa su
deplorable hábito y prometió enmienda. Para cuando terminaron el viaje,
ellos se hicieron buenos amigos. El señor Dupont, al partir, le presentó
una moneda de cinco francos, y le invitó a visitarle en Tours. Él tuvo
la gratificación de saber posteriormente del conductor mismo que había
corregido su mal hábito y estaba llevando una vida Cristiana.
En otra ocasión, cuando iba en una diligencia desde Saint-Malo a Rennes, el postillón escasamente hablaba sin proferir juramentos. No obstante la presencia de dos o tres agentes viajeros, a cada juramento, el señor Dupont repetía en alta voz un Gloria Patri en reparación. Al final, incapaz de aguantarlo más, tomó al postillón por el brazo y le dijo: «Amigo, cesa, te pido, de blasfemar del santo Nombre de Dios. Cada vez que desees jurar, dame una bofetada en su lugar; eso me favorecería mucho mejor». Podemos juzgar la impresión que tuvo sobre sus oyentes por las palabras de un hombre cuyo único pensamiento era la gloria de Dios. Un buen religioso, que estuvo una vez en el asiento del vehículo con él, relata que le pagó al conductor mucho dinero para refrenar la blasfemia. Como esta práctica era habitual con él, sabremos solamente en el día del Juicio, cuantas blasfemias evitó.
Cuando pasaba por las calles de una ciudad, nunca dejaba de reprobar a los blasfemos, aunque a menudo él era remunerado con insulto y desprecio. Una vez, sin embargo, se encontró con un hombre desgraciado que estaba profiriendo terribles imprecaciones. El señor Dupont se detuvo y le suplicó encarecidamente que o guardase silencio o le diese un empujón. «¿Por qué debería golpearte?», preguntó el hombre en su asombro. «Porque sería menos doloroso para mí recibir un golpe tuyo, que oirte ultrajar el santo Nombre de Dios». Impresionado por sus palabras, el blasfemo pidió que le perdonara y prometió enmendarse.
Su celo en este punto le sugería precauciones minuciosas que difícilmente se le ocurrirían a otra persona. Uno de sus amigos escribe: «Estaba caminando en una ocasión con el señor Dupont. Él vio una piedrecilla que estaba sobre el pavimento; la tomó y la puso contra un muro, señalando que dijo: “Cada vez que encontremos una piedra en una calle o camino, deberíamos siempre removerla, porque puede causar que un hombre o una bestia tropiese, y además de las lesiones que pudiera causarles, el hombre se irritaría y se vería tentado a blasfemar del santo Nombre de Dios”».
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