La Unidad es una de las cuatro notas (características visibles) de la Iglesia verdadera, y la Unidad de la Iglesia es salvaguardada por el Magisterio de la Iglesia, que santifica, gobierna y enseña a la grey de Cristo. Magisterio que es encabezado por el Romano Pontífice, quien ostenta como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro no solamente un primado honorífico, sino también de jurisdicción.
Tal doctrina es reiterada una vez más por el Papa León XIII, en tiempos en que ya se estaba comenzando a hablar del ecumenismo y de la “unidad”, principalmente por los protestantes y los católicos liberales, desconociendo que esa unidad existe y es visible en la Iglesia Católica. “Satis Cógnitum” será recordada luego por Pío XII en su encíclica “Mýstici Córporis Christi”.
Ahora, con estos tiempos en que no hay Papa, los que han dicho serlo desde el 28 de Octubre de 1958 no son tales sino herejes, cismáticos y apóstatas usurpadores, como también la estructura mayoritaria, hemos de recordar que la Iglesia verdadera continúa existiendo por los Obispos y Sacerdotes legítimos, que ofician la Misa tradicional y los demás Sacramentos, y transmiten la Sana Doctrina y la Sucesión Apostólica.
ENCÍCLICA “Satis Cógnitum”, SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
León, por la Divina Providencia Papa XIII, a nuestros Venerables Hermanos, los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica
1. Tema de la Encíclica: La Unidad de la Iglesia.
Bien sabéis que una parte
considerable de Nuestros pensamientos y de Nuestras preocupaciones
tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que
rige el Soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando Nuestro
espíritu a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tal
designio y tan grande empresa de salvación, trazar la imagen de la
Iglesia dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner
de relieve, como su distintivo más característico y más digno de
especial atención la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra.
Considerada en su forma y en su hermosura
genuinas, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las
almas, y no Nos apartamos de la verdad al decir que ese espectáculo
puede disipar la ignorancia, y desvanecer las ideas falsas y las
preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la milicia.
Puede también excitar en los hombres el amor a la Iglesia; un amor
semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la
Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina. Pues «Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella» (Efes. 5, 2).
El retorno a la Iglesia.
Si para volver a esta
madre amantísima, deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron
el error de abandonarla, comprar ese retorno desde luego, no al
precio de su sangre (aunque a ese precio lo pagó Jesucristo), pero sí
al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves por otra parte, verán
claramente al menos que esas condiciones no han sido impuestas a los
hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de Dios, y
por lo tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por
sí mismos la verdad de esta divina palabra: «Mi yugo es dulce y mi carga ligera» (Mat. 9, 30).
Por esto, poniendo Nuestra principal esperanza en el «Padre de la luz de quien desciende toda gracia y todo don perfecto» (Jac. 1, 17), sólo en Aquel que «da el crecimiento» (I Cor. 3, 7), Nos le pedimos con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.
2. Dios toma al hombre como ministro.
Dios, sin duda,
puede operar por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los
seres creados; pero, por un designio misericordioso de su
Providencia, ha preferido, para ayudara los hombres, servirse de los
hombres. Por mediación y ministerio de los hombres da ordinariamente a
cada uno, en el orden puramente natural la perfección que le es
debida, y se vale de ellos, aún en el orden sobrenatural, para
conferirles la santidad y la salud.
Pero es evidente que ninguna comunicación
entre los hombres puede realizarse, sino por el medio de las cosas
exteriores y sensibles. Por esto «el Hijo de Dios tomó la naturaleza
humana, Él, que teniendo la forma de Dios… se anonadó, tomando la
forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres» (Fil. 2, 7-7); y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.
3. Constitución de la Iglesia.
Pero como su
obra divina debía ser perdurable, y perpetua, se rodeó de discípulos, a
los que dio parte de su poder, y haciendo descender sobre ellos desde
lo alto de los cielos el Espíritu de verdad (Juan, 16, 13),
les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente a todas las
naciones los que El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que,
profesando su doctrina y obedeciendo a sus leyes, el genero humano,
pudiese adquirir la santidad en la tierra, y en el cielo la
bienaventuranza eterna.
Tal es el plan a que obedece la
constitución de la Iglesia, tales son los principios que han presidido
a su nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las
causas inmediatas por las que produce la santidad en las almas,
seguramente la Iglesia es espiritual; pero si consideramos
los miembros de que se compone, y los medios por los que los dones
espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior y
necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los
oídos, fue como los Apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta
misión no la cumplieron de otro modo que por palabras y actos
igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior,
engendraba la fe en las almas: «la fe viene por la audición, y la audición por la palabra de Cristo» (Rom. 10, 7).
4. Exteriorización.
Y la fe misma,
esto es, el asentimiento de la primera y soberana verdad, por su
naturaleza está encerrada en el espíritu, pero debe salir al exterior
por la evidente profesión que de ella se hace: «pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por la boca para la salvación» (Rom. 10, 10). Así
nada es más íntimo en el hombre que la gracia celestial que produce
en él la salvación, pero exteriores son los instrumentos ordinarios y
principales por los que la gracia se nos comunica: queremos hablar de
los Sacramentos que son administrados con ritos especiales por hombres
evidentemente escogidos para ese ministerio. Jesucristo ordenó a los
Apóstoles y a los sucesores de los Apóstoles que instruyeran y
gobernaran a los pueblos; ordenó a los pueblos que recibiesen su
doctrina y se sometieran dócilmente a su autoridad. Pero esas
relaciones mutuas de derechos y de deberes en la sociedad cristiana no
solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni aun habrían podido
establecerse, sin la mediación de los sentidos, intérpretes y
mensajeros de las cosas.
5. La Iglesia, cuerpo visible.
Por todas estas
razones la Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un
cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. «Sois el cuerpo de Cristo» (I Cor. 12, 37).
Porque la Iglesia es un cuerpo, es visible a los ojos; porque es el
cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido
y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud,
como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a
las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio
vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se
denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así
el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia, se
manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.
De aquí se sigue que están en un
pernicioso error los que haciéndose una Iglesia a medida de sus
deseos, se la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y
aquellos otros que la miran como una institución humana, provista de
una organización, una disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna
comunicación permanente de los dones de la gracia divina, sin nada que
demuestre por una manifestación diaria y evidente la vida
sobrenatural que recibe de Dios.
6. Es un cuerpo animado.
Lo mismo una
que otra concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de
Jesucristo, como el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de
constituir el hombre. El conjunto y la unión de estos dos elementos es
indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y
del cuerpo es indispensable a la naturaleza. La Iglesia no es una
especie de cadáver; es el cuerpo de Cristo animado con su vida
sobrenatural. Cristo mismo, Jefe y modelo de la Iglesia, no está
entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza humana y
visible, como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente
la naturaleza divina e invisible, como hacen los Monofisitas; pero
Cristo es uno por la unión de las dos naturalezas, visible e
invisible, y es uno en los dos: del mismo modo su cuerpo místico no es
la verdadera Iglesia, sino a condición de que sus partes visibles
tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos
invisibles: y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus
mismas partes exteriores.
7. Perennidad de la Iglesia.
Mas como la
Iglesia es así por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin
ninguna interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así,
no habría sido fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende
quedaría limitado en el tiempo y en el espacio; doble conclusión
contraria a la verdad. Es por consiguiente cierto que esta reunión de
elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de Dios en la
naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar,
necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.
No es otra la razón en que se funda San Juan Crisósotomo, cuando nos dice: «No
te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu
esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la
Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra. No
envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura para
demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña» [1]. San Agustín añade: «Los
infieles creen que la Religión cristiana debe durar cierto tiempo en
el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras
el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de
los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el cuerpo de Cristo, no
desaparecerá del mundo» [2]. Y el mismo Padre dice en otro lugar: «La
Iglesia vacilará si su fundamento vacila; ¿pero cómo podrá vacilar
Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta
el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: “La Iglesia ha
desaparecido del mundo”, cuando ni siquiera puede flaquear?» [3].
8. Unidad dada por Jesucristo.
Estos son los
fundamentos sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La
Iglesia ha sido fundada y constituida por Jesucristo Nuestro Señor;
por lo tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo
esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha hecho
en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea preciso tratar,
sobre todo de la unidad de la Iglesia, asunto del que Nos ha parecido
bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes
Letras.
Si, ciertamente la verdadera Iglesia de
Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las
Sagradas Letras han fijado tan bien este punto que ningún cristiano
puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de
determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan
extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia,
sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de
las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión
consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es
preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué
unidad ha querido darle su Fundador.
Si examinamos los hechos, comprobaremos
que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de muchas
comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero
distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que
únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que
hacemos profesión en el símbolo de la fe: «Creo en la Iglesia una»…
9. Una en su naturaleza.
«La Iglesia está constituida en la
unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de
desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica
Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de
sentimiento, de principio, de excelencia… Además, la cima de
perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción,
consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella» [4]. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: «Yo edificaré mi Iglesia» (Mat. 16, 18). Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.
10. Continuar la misión recibida del Padre.
Esto resulta más evidente aun, si se
considera el designio del Divino autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado,
qué ha querido Jesucristo Nuestro Señor en el establecimiento y
conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la
continuación de la misma misión, del mismo mandato que El recibió de su
Padre.
Esto es lo que había decretado hacer, y esto es lo que realmente hizo: «Como mi Padre me envió, os envío a vosotros» (Juan, 20, 21). «Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también al mundo» (Juan, 17-18). En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar lo que había perecido» (Mat. 18, 11);
esto es, no solamente a algunas naciones o ciudades, sino a la
universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio
ni en el tiempo. «El Hijo del Hombre ha venido…; para que el mundo sea salvado por Él» (Juan, 3, 17). «Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos ser salvados» (Hechos, 4, 12).
La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y
extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y
todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto según la voluntad
de su Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del
mundo y en toda la duración de los tiempos. Para que pudiera existir
una unidad más grande, sería preciso salir de los límites de la tierra
e imaginar un género humano nuevo y desconocido.
11. Palabras de Isaías.
Esta Iglesia
única, que debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y
todos los lugares, Isaías la vislumbró y señaló por anticipado, cuando,
penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una montaña
cuya cima, elevada sobre todas las demás, era visible a todos los
ojos y representaba la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: «En los últimos tiempos la montaña, que es la Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montañas» (Is. 2, 2). Pero esta montaña colocada sobre
la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia
la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar
en ella la regla de su vida. «Y todas las naciones afluirán hacia
ella u dirán: Venid, ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la
Casa del Dios de Jacob y nos enseñará sus caminos y marcharemos por
sus senderos» (Is. 2, 2-3).
San Optato de Milevo dice a propósito de este pasaje: «Está escrito en la profecía de Isaías: “La ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios de Jerusalén”. No
es pues, en la montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la
montaña santa, que es la Iglesia, y que llenando todo el mundo romano
eleva su cima hasta el cielo… La verdadera Sión espiritual es, pues,
la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios
Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la Iglesia
católica» [5]. Y he aquí los que dice San Agustín: «¿Qué hay más visible que una montaña? Y sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado del globo… Pero no sucede así con esa
montaña, pues que ella lleva toda la superficie de la tierra y está
escrita de ella que está establecida sobre las cimas de las montañas» [6].
12. El Cuerpo Místico de Cristo.
Es preciso
añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio
cuerpo místico al que se uniría para ser su cabeza, del mismo modo que
en el cuerpo humano que tomó por la Encarnación la cabeza mantiene a
los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como tomó un
cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte, para
pagar el rescate de los hombres, así también tiene un cuerpo místico
único en el que, y por medio del cual hizo participar a los hombres de
la santidad y de la salvación eterna. «Dios hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia que es su cuerpo» (Efes. 1, 22-23).
Los miembros separados y dispersos no
pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo.
Pues San Pablo dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo cuerpo: así es Cristo» (Cor. 12, 12). Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado: «Cristo
es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo unido y ligado por todas
sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones
proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser
edificado en la caridad» (Efes. 4, 15-16). Así, pues, si
algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no
podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. «Hay –dice San Cipriano– un
solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe,
un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la
unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un
cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el
fraccionamiento de su organismo».
Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta
bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir
sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de
ésta su fuerza vital; separados han de morir necesariamente. «No puede
(la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus
miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida
no podrá vivir por sí solo ni respirar [7]. Ahora bien; ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? Nadie
jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como
Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados
de su carne y de sus huesos (Efes. 5, 29-30)».
Que se busque, pues, otra cabeza parecida
a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra
Iglesia fuera de la que es su cuerpo. «Mirad de la que debéis
guardaros, ved por la que debéis velar, ved la que debéis tener. A
veces se corta un miembro en el cuerpo humano, o más bien, se le
separa del cuerpo una mano, un dedo, un pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando
el miembro está en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la
vida. Así el hombre en tanto que vive en el cuerpo de la Iglesia es
cristiano católico; separado se hará herético. El alma no sigue al
miembro amputado» [8].
13. Unidad de los miembros con la cabeza y entre sí.
La Iglesia de Cristo es, pues, única y
además, perpetua: quien se separa de ella, se aparta de la voluntad y
de la orden de Jesucristo Nuestro Señor, deja el camino de salvación y
corre a su pérdida. «Quien se separa de la Iglesia para unirse a
una esposa adúltera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia.
Quien abandone a la Iglesia de Cristo no logrará las recompensas de
Cristo… Quien no guarda esta unidad, no guarda la ley de Dios, ni
guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida ni la salud» [9].
Pero Aquel que ha instituido la Iglesia
única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos
los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los
vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo
pueblo, un solo reino, un solo cuerpo. «Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación» (Efes. 4, 4).
En vísperas de su muerte, Jesucristo
sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este
punto en la oración que dirigió a su Padre: «No ruego por ellos
solamente, sino por aquellos que por su palabra creerán en mí… a fin
de que ellos también sean una sola cosa en nosotros… a fin de que
sean consumados en la unidad» (Juan 17, 20, 22-23),
y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus discípulos
fuese tan íntimo y tan perfecto que limitase en algún modo a su propia
unión con su Padre: «os pido… que sean todos una misma cosa, como vos, mi Padre, estáis en mí y yo en vos» (Juan 17, 21).
14. Unidad absoluta en la fe.
Una tan grande y absoluta concordia entre
los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión
de la que seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y el
concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso
que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el
primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es
a la que debemos el nombre de fieles.
«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Efes. 4, 5),
es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un
solo bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener sino
una sola fe. Por esto el Apóstol San Pablo no pide solamente a los
cristianos que tengan los mismos sentimientos y huyan de las
diferencias de opinión, sino les conjura a ello por los motivos más
sagrados: «Os conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje, ni sufráis
cisma entre vosotros; sino que estéis todos perfectamente unidos en el
mismo espíritu y en los mismos sentimientos» (I Cor. 1, 10). Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante elocuentes.
15. Punto en que muchos yerran.
Además, aquellos que hacen profesión del
cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto
más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran
muchos, consiste en discernir de qué es naturaleza, de qué especie es
esta unidad. Puesta aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en
semejante asunto no hay que juzgar por opinión o conjetura, sino según
la ciencia de los hechos hay que buscar y comprobar cuál es la unidad
de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.
La doctrina celestial de Jesucristo,
aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si
hubiese sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por
sí misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser
objeto de interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la
profundidad y de los misterios de esta doctrina, sino por la
diversidad de los entendimientos de los hombres y de la turbación que
nacería del choque y de la lucha de contrarias pasiones. De las
diferencias de interpretación nacería necesariamente la diversidad de
los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y querellas
como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su
origen: He aquí por qué escribía San Ireneo hablando de los herejes: «Confiesan las Escrituras, pero pervierten su interpretación» [10]. y San Agustín: «El
origen de las herejías y de los dogmas perversos que tienden lazos a
las almas y las precipítan en el abismo, está únicamente en que las
Escrituras que son buenas se entienden de una manera que no es buena» [11].
16. Principio de unidad en la fe.
Para unir los
espíritus, para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era
necesario además de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro
principio. La sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer
la unidad de la fe sin proveer de un modo conveniente a la
conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas Escrituras indican
claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante. Ciertamente
el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún medio
determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es
pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía
Jesucristo, cual es el principio de unidad en la fe que quiso
establecer.
Para esto hay que remontarse con el
pensamiento a los orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a
recordar están confirmados por las Sagradas Letras, y son conocidos de
todos.
17. Creer toda la doctrina de Cristo.
Jesucristo prueba, por la virtud de sus
milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para
instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste
entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. «Si no hago las obras de mi Padre no me creáis» (Juan, 10, 37). «Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado» (Juan, 15, 24). «Pero si yo hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras» (Juan 10, 38). Todo
lo que ordena, lo ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el
asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue.
Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el
deber, no solamente de aceptar en general toda su doctrina, sino de
asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a
creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla, es
contrario a la razón.
Al punto de volverse al cielo, envía a
sus Apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le
enviara, les ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su
doctrina. «Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra.
Id y enseñad a todas las naciones… enseñadlas a observar todo lo
que os he mandado» (Mat. 28, 18-20). Todos los que obedezcan a los Apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán. «Quien crea y se bautice será salvo; quien no crea será condenado» (Mc. 16, 16). Y como conviene sobrenaturalmente a la Providencia divina no encargar
a alguno de una misión, sobre todo, si es importante y de gran valor,
sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete
enviar a sus discípulos al Espíritu de verdad que permanecerá con
ellos eternamente. «Si me voy os lo enviaré (al Paráclito)… y cuando este Espíritu de verdad venga sobre vosotros os enseñará toda la verdad» (Juan, 16, 17-18). Y «yo rogaré a mi Padre y Él os enviará otro Paráclito para que viva siempre con vosotros; este será el Espíritu de la verdad» (Juan 14, 16-17). «Él os dará testimonio de mí y vosotros también daréis testimonio» (Juan 15, 26-27).
18. Aceptar la doctrina de los Apóstoles.
Además, ordenó aceptar religiosamente y observar santamente la doctrina de los Apóstoles como la suya propia. «Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia» (Luc. 10, 16).
Los Apóstoles, pues, fueron enviados por Jesucristo, de la misma manera como Él fue enviado por su Padre: «Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Juan 20, 21). Por consiguiente, así como los Apóstoles y los discípulos estaban
obligados a someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser
otorgada a la palabra de los Apóstoles por todos aquellos a quienes
instruían los Apóstoles en virtud del mandato divino. No era, pues,
permitido repudiar un solo precepto de la doctrina de los Apóstoles,
sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo Jesucristo.
En efecto, la palabra de los Apóstoles
después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta
los lugares más apartados.
Donde ponían el pie se presentaban como los enviados de Jesús. «Es
por Él (Jesucristo), por quien hemos recibido la gracia y el
apostolado para hacer que obedezcan a la fe todas las naciones en
honor de su nombre» (Rom. 1, 5). Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su misión por prodigios. «Y
habiendo partido, predicaron por todas partes y el Señor cooperaba
con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que le acompañaban» (Mc. 16, 20).
¿De qué palabra se trata? De aquella
evidentemente que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro,
pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol dado que
les era imposible callar nada de lo que habían visto y oído.
19. La misión de los Apóstoles no debía terminar con su muerte.
Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los
Apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las
personas de los Apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una
misión pública o instituida para la salvación del género humano.
Jesucristo, en efecto, ordenó a los Apóstoles que predicasen el Evangelio a todas las gentes (Mc. 16,15), y que llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes (Act. 9, 15), y que le sirviesen de testigos hasta en los últimos confines de la tierra (Act. 1, 8).
Y en el cumplimiento de esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por períodos de años, sino por todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos (Mat. 28, 20). Acerca de esto escribe San Jerónimo: «Quien
promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos,
muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre, y que Él mismo no
cesará de estar con los creyentes» [12].
¿Y cómo había de suceder esto únicamente
con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley
suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que
el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los
límites de la vida de los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en
realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano
en la sucesión de los tiempos.
20. Los Obispos sus sucesores.
Los Apóstoles,
en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los
que debían ser sus sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act. 6, 4).
Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran
hombres propios para esta función y que los revistieran de la misma
autoridad y les confiriesen a su vez el cargo de enseñar.
Así fue el mandato de San Pablo a Timoteo: «Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la
gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante
de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean
capaces de instruir en ello a los otros» (II Tim. 2, 1-2). Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los
Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los que
sucedieron a los Apóstoles.
«Los Apóstoles nos han predicado el
Evangelio enviados por Nuestro Señor Jesucristo y Jesucristo fue
enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los Apóstoles
es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la
voluntad de Dios… Los Apóstoles predicaban el Evangelio por
naciones y ciudades; y después de haber examinado según el espíritu de
Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades,
establecieron los Obispos y los Diáconos para gobernar a los que
habían de creer en los sucesivo… Instituyeron a los que acabamos de
citar y más tarde tomaron sus disposiciones para cuando aquellos
muriera, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio» [13].
21. Conservación de la doctrina.
Es, pues,
necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión
constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y
de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar
toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo
excelente en estos términos: «Cuando nuestro Señor Jesucristo, en
el Evangelio declara que aquellos que no están con Él son sus
enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como
adversarios suyos a todos aquellos que no están enteramente con Él, y
que no recogiendo con Él, dispersan el rebaño: El que no está conmigo
-dijo- está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» [14].
Penetrada plenamente de estos principios,
y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor
ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar del modo más perfecto la
integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y
ha desterrado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre
cualquier punto de su doctrina.
22. No es lícito separarse en lo más mínimo del magisterio de la Iglesia.
Los arrianos, los montanistas, los
novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron,
seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual
parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y
arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a
todos los favorecedores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo
en las diferentes épocas de la historia. «Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás
la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de
veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de
la tradición dominical, después apostólica» [15].
Tal ha sido constantemente la costumbre
de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que
siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de
la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina
enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín,
Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San
Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse,
y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho
se separa de la unidad católica.
«De que alguno diga que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no
se sigue que deba creerse y decirse católico. Pues puede haber y pueden
surgir otras herejías que no están mencionadas en esa obra y
cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano
católico» [16].
23. San Pablo insiste en la integridad de la fe.
Este medio
instituido por Dios para para conservar la unidad de la fe, de que Nos
hablamos, está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a
los de Efeso, al exhortarlos en primer término, a conservar la
armonía de los corazones. «Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz» (Efes. 4, 3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad, si los espíritus no están conformados en la fe, quiere que no
haya entre todos ellos más que una misma fe. Un solo Señor y una sola fe» (Efes. 4, 5).
Y quiere una unidad tan perfecta, que excluya todo peligro de error a fin
de que «no seamos como niños vacilantes llevados de un lado a otro a
todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la
astucia que arrastra a los lazos del error» (Efes. 4, 14). Y enseña que esta regla debe ser observada, no durante un período de tiempo determinado, «sino hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud de Cristo» (Efes.4, 13). ¿Pero dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: «Ha
hecho a unos Apóstoles, y a otros pastores y doctores para la
perfección de los Santos, para la obra del ministerio, para la
edificación del cuerpo de Cristo» (Efes. 4, 11).
24. Orígenes ensalza la tradición.
Esta es también la regla que desde la
antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido
los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: «Cuantas veces nos
muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano
da su asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la
palabra de la verdad. Pero no debemos creerles ni apartarnos de la
primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra cosa que lo que las
Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición sucesiva» [17].
25. San Ireneo.
Escuchad a San Ireneo: «La verdadera
sabiduría es la doctrina de los Apóstoles… que ha llegado hasta
nosotros por la sucesión de los Obispos… al trasmitirnos el
conocimiento muy completo de las Escrituras, conservándolos sin
alteración» [18].
26. Tertuliano.
He aquí lo que dice Tertuliano: «Es
evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias
apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada
verdadera; pues, ella guarda sin duda la que las Iglesias han recibido
de los Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios…Nosotros
estamos siempre en comunión con las Iglesias apostólicasm ninguna
tiene diferente doctrina; este es el mayor testimonio de la verdad» [19].
27. San Hilario.
Y San Hilario: «Cristo, sentado en
la barca para enseñar, nos da a entender que los que están fuera de la
Iglesia no pueden tener ninguna unión con la palabra divina. Pues la
barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad
reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera
permanecen, esté- riles e inútiles como la arena de la ribera, no
pueden comprenderle» [20].
28. San Gregorio y San Basilio.
Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque «se
entregaban únicamente al estudio de los libros de la Escritura Santa,
sin tener la presunción de pedir su interpretación a su propia
inteligencia, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad
de los antiguos, quienes a su vez, según era evidente, recibieron de
la sucesión apostólica la regla de su interpretación» [21].
29. Cristo instituyó el magisterio.
Es, pues, incuestionable, después de lo
que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un
magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia
autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y
quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de
ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces,
por lo tanto, declarare ese magisterio que tal o cual verdad forma
parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, todos deben
tener por cierto que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser
falso, se seguiría, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo
sería el autor del error de los hombres: «Señor, si estamos en el error, Vos mismo nos habéis engañado» [22].
Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿Puede a nadie permitirse
rechazar alguna de esas verdades, sin que se precipiten abiertamente
en la herejía, sin que se separe de la Iglesia y sin que repudie en
conjunto toda la doctrina cristiana?
30. Separarse en un punto es separarse en todo.
Pues tal es la
naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de
creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es «una
virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio
de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por Él
es verdadero; y lo creemos, no a causa de la verdad intrínseca de las
cosas, vista a la luz natura de nuestra razón, sino a causa de la
autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades, y que no puede
engañarse ni engañarnos» [23].
Si hay, pues, un punto que ha sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina.
Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden
moral, hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de
la fe. «Quien hace se culpable en un solo punto se hace transgresor de todos» (Jac. 2, 10).
Esto es aun más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en
efecto, en el sentido más propio, como pueda llamarse trasgresor de
toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede
aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda ley, ese
desprecio no aparece sino por una especie de interpretación de la
voluntad del pecador. Al contrario, empero, quien en un solo punto
rehusa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente
abdica de toda la fe, pues rehusa someterse a Dios en cuanto es la
soberana verdad y el motivo propio de la fe. «En muchos puntos están
conmigo, en otros no están conmigo; pero a causa de los puntos en que
no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás» [24].
Nada es más justo; porque aquellos que no
toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su
propio juicio y no en la fe, y al rehusar reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia a Cristo (II Cor. 10, 5), obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. «Vosotros
que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo
que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el
Evangelio» [25].
Los Padres del Concilio Vaticano nada
nuevo dictaminaron al respecto pues sólo se conformaron con la
institución divina y con la antigua doctrina de la Iglesia y con la
naturaleza misma de la fe, cuando formularon este decreto: «Se
deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están
contenidas en la palabra de Dios, escrita o trasmitida por la
tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su
magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelada» [26].
31. Acogerse al seno de la Iglesia.
Siendo evidente
que Dios quiere de una manera absoluta que en su Iglesia reine la
unidad de fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que
fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su
conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no han
resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: «Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos
en acogernos al seno de esta Iglesia que, según la confesión del
género humano tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la
sucesión de sus Obispos la autoridad suprema, a despecho de los
clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados ya por el,
juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los Concilios, o
por la majestad de los milagros? No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una impiedad soberbia o de
una arrogancia desesperada. y si toda ciencia, aun la más humilde y
fácil, exige, para lograrse, el auxilio de un doctor o de un maestro
¿Puede imaginarse un orgullo más temerario, tratándose de libros de
los divinos misterios, negarse a recibirlos de boca de sus intérpretes y, sin conocerlos, querer condenarlos?» [27].
32. Otros deberes de la Iglesia.
Es, pues, sin duda deber de la Iglesia
conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y
pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para , el que
la Iglesia fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En
efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y con
este fin relacionó todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo
que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina, fue
la santificación y la salvación de los hombres. Pero este plan tan
grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso
añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de
piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la
participación de los sacramentos y, por añadidura, la santidad de las
leyes morales y de la disciplina. Todo esto debe hallarse en la
Iglesia, pues ella está encargada de continuar hasta el fin de los
siglos las funciones del Salvador; la religión que por la voluntad de
Dios, en cierto modo toma cuerpo en ella, es la Iglesia sola
quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos
los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia son
necesarios a los hombres, sola ella es quien los procura.
33. No cualquiera es maestro.
Pero así como la doctrina celestial no ha
estado nunca abandonada al capricho o al juicio individual de los
hombres, sino que ha sido primeramente enseñada por Jesús, después
confiada exclusivamente al magisterio de que hemos hablado, tampoco al
primero que llega de entre el pueblo cristiano, sino a ciertos hombres
escogidos ha dado Dios la facultad de cumplir y administrar los
divinos misterios y el poder de mandar y de gobernar.
Sólo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores se refieren estas palabras de Jesucristo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio… bautizad a los hombres…» (Mc. 16, 15; Mat. 28, 19), «haced esto en memoria mía» (Luc. 22, 10), «A
quien perdonareis los pecados les serán perdonados» (Juan 20, 23). Del
mismo modo, sólo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores les
ordenó apacentar el rebaño, esto es, gobernar con autoridad al pueblo
cristiano, que por ese mandato éste quedó obligado a prestarles
obediencia y sumisión. El conjunto de todas estas funciones del
ministerio apostólico, está comprendido en estas palabras de San
Pablo: «Que los hombres nos miren como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor. 4, 1).
De este modo Jesucristo llamó a todos los
hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los que
debían de existir más tarde: para que le siguiesen como Jefe y Salvador,
y no aislada e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en un
solo haz de personas y de corazones, para que de esta multitud
resultase un solo pueblo, legítimamente constituido en sociedad; un
pueblo verdaderamente uno por la comunidad de la fe, de fin y de medios apropiados a alcanzar a éste; un pueblo sometido a un solo y un mismo poder.
34. Libertad de la Iglesia.
De hecho, todos
los principios naturales que entre los hombres crean espontáneamente
una sociedad destinada a proporcionarles la perfección de que su
naturaleza es capaz, fueron establecidos por Jesucristo en la Iglesia,
de modo que, en su seno todos los que quieran ser hijos adoptivos de
Dios puedan llegar a la perfección conveniente a su dignidad, y
conservarla y así lograr su salvación. La Iglesia, pues, como ya hemos
indicado, debe servir a los hombres de quía en el camino del cielo, y
Dios le ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma, de todo
lo que atañe a la Religión, y de administrar, según su voluntad,
libremente y sin cortapisas de ningún género, los intereses
cristianos.
Es, por lo tanto, no conocerla bien o
calumniarla injustamente, al acusarla de pretender invadir el dominio
de la sociedad civil, o de poner trabas a los derechos de los soberanos.
Todo lo contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de
todas las sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la
naturaleza y los bienes inmortales superan las cosas perecederas.
35. Sociedad divina y humana.
Por su origen, es pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana.
Por esto vemos que las Sagradas Escrituras la designan con los
nombres que convienen a una sociedad perfecta. Llámasela, no solamente
Casa de Dios, la Ciudad colocada sobre la montaña, donde todas las naciones deben reunirse, sino también Rebaño que debe ser gobernado por un solo pastor, y en el que deben refugiarse todas las ovejas de Cristo; también es llamada Reino suscitado por Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo,
cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y
compuesto de gran número de miembros, cuya función es diferente, pero
ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la cabeza que todo lo
dirige.
36. Un solo jefe.
Ahora bien, es
imposible imaginarse una sociedad humana verdadera y perfecta que no
esté gobernada por un poder soberano cualquiera. Jesucristo debe haber
puesto a la cabeza de la Iglesia un jefe supremo a quien toda la
multitud de los cristianos es sometida y obediente, Por esto también,
del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su calidad de reunión de los fieles,
requiere necesariamente la unidad de la fe, también para ser una en
cuanto a su condición de sociedad divinamente constituida, ha de
tener, por derecho divino, la unidad de gobierno, que produce y comprende la unidad de comunión. «La
unidad de la Iglesia debe ser considerada bajo dos aspectos: primero,
el de la conexión mutua de los miembros de la Iglesia o comunicación
que entre ellos existe, y en segundo lugar, el del orden que liga a
todos los miembros de la Iglesia a un solo jefe» [28].
37. Gravedad del cisma.
De ahí se comprende que los hombres no se separan menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que por la herejía. «Se
señala como diferencia entre por la herejía y el cisma, que la
herejía profesa un dogma corrompido y el cisma, consecuencia de una
disensión entre el episcopado, se separa de la Iglesia» [29].
Estas palabras concuerdan con las de San Juan Crisóstomo sobre el mismo asunto: «Digo y protesto que dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en la herejía» [30]. Por esto si ninguna herejía puede ser legítima, tampoco hay cisma que pueda mirarse como promovido por un buen derecho: «Nada es más grave que el sacrilegio del cisma: no hay necesidad legítima de romper la unidad» [31].
38. No basta reconocer a Cristo como Jefe.
¿Y cuál es el poder soberano a que todos
los cristianos deben obedecer y cuál es su naturaleza? Sólo puede
determinarse comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo
acerca de este punto. Seguramente Cristo es el Rey eterno y eternamente,
desde lo alto del cielo, continúa dirigiendo y protegiendo
invisiblemente su reino; pero como ha querido que este reino fuera
visible, ha debido designar a alguien que ocupe su lugar en la tierra
después que Él mismo subió a los cielos.
«Si alguno dice que el único jefe y el
único pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia
única, esta respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el
mismo Jesucristo obra los Sacramentos en la Iglesia. Él es quien
bautiza, quien remite los pecados; es el verdadero Sacerdote que se
ofrece sobre el altar de la cruz y por su virtud se consagra todos los
días su cuerpo sobre el altar y, no obstante, como no debía
permanecer con todos los fieles por su presencia corpórea, escogió
ministros por cuyo medio pudiera dispensarse a los fieles los
Sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba
(cap. 74). Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su
presencia corporal, fue preciso que designara a alguien para que en su
lugar, cuidase de la Iglesia universal. por eso dijo a Pedro antes de
su ascensión: Apacienta mis ovejas» [32].
39. Primado de Pedro.
Jesucristo, pues, dio pedro a la Iglesia
por Jefe soberano, y estableció que este poder instituido hasta el fin
de los siglos para la salvación de todos, pasase como herencia a los
sucesores de Pedro, en quienes el mismo Pedro sobreviviría perpetuamente
mediante su autoridad. Cierto es que al bienaventurado Pedro, y fuera
de él a ningún otro se hizo esta insigne promesa: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» [33]. «Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno solo a fin de fundar la unidad por uno solo» [34].
«En efecto, sin ningún otro preámbulo,
designa por su nombre al padre del Apóstol y al apóstol mismo. (Tu
eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se
le llame Simón, reivindica para él en adelante como suyo en virtud de
su poder, y quiere por una imagen muy apropiada que se llame Pedro, porque es la piedra sobre la que debía fundar su Iglesia» [35].
40. Pedro, cimiento de la Iglesia.
Según este oráculo, es evidente, que por
voluntad y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el
bienaventurado Pedro; como el edificio sobre los cimientos. y como la
naturaleza y la virtud propia de los cimientos es dar solidez y
cohesión al edificio por la conexión íntima de sus diferentes partes y
servir de vínculo necesario para la seguridad de toda la obra, si el
cimiento desaparece, todo el edificio se derrumba. El papel de Pedro
es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y
la solidez de una cohesión indisoluble. Pero, ¿cómo podría desempeñar
ese papel si no tuviera el poder de mandar, defender y juzgar, en una
palabra, un poder de jurisdicción propio y verdadero? Es evidente que
los Estados y las sociedades no pueden subsistir sin un poder de
jurisdicción. El primado de honor, o el poder tan modesto de aconsejar
y advertir, que se llama poder de dirección, son incapaces de prestar
a ninguna sociedad humana un elemento eficaz de unidad y de solidez.
41. Pedro y la Iglesia una misma cosa.
Por el contrario, el verdadero poder de que hablamos está declarado y afirmado con estas palabras: «y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mat. 16, 18).
«¿Qué es contra ella? ¿Es contra la
piedra sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia? ¿Es contra la
Iglesia? La frase resulta ambigua. ¿Será para significar que la piedra y
la Iglesia no son sino una misma cosa? Sí; esa es, según creo, la
verdad; pues las puertas del infierno no prevalecerán, ni contra la
piedra sobre la que Jesucristo fundó la Iglesia, ni contra la Iglesia
misma» [36].
He aquí el alcance de esta divina palabra: La Iglesia apoyada en
Pedro, cualquiera que sea la habilidad que desplieguen sus enemigos,
no podrá sucumbir jamás ni desfallecer en lo más mínimo.
«Siendo la Iglesia el edificio de
Cristo, quien sabiamente ha edificado “su casa sobre piedra”, no puede
estar sometida a las puertas del infierno, éstas pueden prevalecer
contra quien se encuentre fuera de la piedra, fuera de la Iglesia,
pero son impotentes contra ésta» [37].
Si Dios ha confiado su Iglesia a Pedro, ha sido con el fin de que ese
sostén invisible la conserve siempre en toda su integridad. La ha
investido de la autoridad, porque para sostener real y eficazmente una
sociedad humana el derecho de mandar es indispensable para quien la
sostiene.
42. Poderes soberanos.
Jesús añade aún: y te daré las llaves del reino de los cielos, y es claro que continúa hablando de la Iglesia, de esta Iglesia que acaba de llamar suya y
que ha declarado querer edificar sobre Pedro, como sobre su
fundamento. La Iglesia ofrece, en efecto, la imagen no sólo de un edificio, sino de un reino; además,
nadie ignora que las llaves son las insignias ordinarias de la
autoridad. Así cuando Jesús promete dar a Pedro las llaves del reino de
los cielos, promete darle el poder y la autoridad de la Iglesia. «El
Hijo le ha dado (a Pedro) la misión de esparcir en el mundo entero el
conocimiento del Padre y del Hijo y ha dado a un hombre mortal todo
el poder de los cielos al confiar la llaves a Pedro quien ha extendido
la Iglesia hasta las extremidades del mundo y la ha mostrado más
inquebrantable que el cielo» [38].
Lo que sigue tiene también el mismo sentido: «Todo lo que atares en la tierra será
también atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra también
será desatado en el cielo» (Mat. 16, 19). Esta expresión figurada: atar y desatar, designa
el poder de establecer leyes y el de juzgar y castigar. y Jesucristo
afirma que ese poder tendrá tanta extensión y tal eficacia, que todos
los decretos dados por PEDRO serán ratificados por Dios. Este poder
es, pues, soberano y de todo punto independiente, porque no hay sobre
la tierra otro poder superior al suyo que abrace a toda la Iglesia ya
todo lo que está confiado a la Iglesia.
43. Pedro Pastor universal.
La promesa hecha a Pedro, fue cumplida
cuando Jesucristo nuestro Señor, después de su resurrección habiendo
preguntado por tres veces a Pedro si le amaba más que los otros, le
dijo en tono imperativo: «Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas» (Juan 21, 16-17).
Es decir, que a todos los que deben estar un día en su aprisco, les envía a Pedro como a su verdadero pastor. «Si
el Señor pregunta lo que no le ofrece duda, no quiere, indudablemente
instruirse, sino instruir a quien a punto de subir al cielo, nos
dejaba por Vicario de su amor… y porque solo entre todos
Pedro profesaba este amor, es puesto a la cabeza de los más perfectos
para gobernarlos, por ser él mismo más perfecto» [39].
El deber y el oficio de pastor es guiar el rebaño, velar por su
salud, procurándole pastos saludables, librándole de los peligros,
descubriendo los lazos y rechazando los ataques violentos; en una
palabra, ejerciendo la autoridad del gobierno. y como PEDRO ha sido
propuesto cual pastor al rebaño de fieles, ha recibido el poder de
gobernar a todos los hombres, por cuya salvación Jesucristo dio su
sangre. «¿Y por qué vertió su sangre? Para rescatar a esas ovejas que ha confiado a Pedro y a sus sucesores» [40].
44. Pedro columna de la fe.
Y porque es necesario que todos los
cristianos estén unidos entre sí por la comunidad de una fe inmutable,
nuestro Señor Jesucristo, por la virtud de sus oraciones, obtuvo para
Pedro que en el ejercicio de su poder no desfalleciera jamás su fe. «He orado por ti a fin de que tu fe no desfallezca» (Luc. 22, 32). Y le ordenó además que cuantas veces lo
pidieran las circunstancias, comunicase a sus hermanos la luz y la
energía de su alma: «Confirma a tus hermanos» (Luc. 22, 32). Aquel, pues, a quien designó como fundamento de la Iglesia, quiere que sea columna de la fe. «A
quien dio el reino por su propia autoridad no podía afirmarle la fe
dado que ya lo señaló como base de la Iglesia cuando lo llamó “Piedra”» [41].
De aquí que ciertos nombres que designan muy grandes cosas y que «pertenecen
en propiedad a Jesucristo en virtud de su poder, Jesús mismo ha
querido hacerlas comunes a Él y a Pedro por participación [42], a
fin de que la comunidad de títulos manifestase la comunidad del
poder. Así, Él, que es la piedra principal del ángulo sobre la que
todo el edificio construido se eleva como un templo sagrado en el
Señor (Efes. 2, 21)», ha establecido a Pedro como la piedra sobre que debía estar apoyada su Iglesia. «Cuando
Jesús dice: “Tú eres la piedra”, esta palabra le confiere un hermoso
título de nobleza. Y sin embargo, es la piedra, no como Cristo es la
piedra, sino como Pedro puede ser la piedra. Cristo es esencialmente
la piedra inconmovible y por esto es que Pedro es la piedra. Porque
Cristo comunica sus dignidades sin empobrecerse… Es sacerdote y hace
sacerdotes… Es piedra, y hace de su Apóstol la piedra» [43].
45. Pedro, jefe de la sociedad cristiana.
Es, además, el Rey de la Iglesia, «que posee la llave de David; cierra, y nadie puede abrir: abre, y nadie puede cerrar (Apoc. 3, 7),
y Por eso al dar las llaves a Pedro le declara jefe de la Sociedad
cristiana. Es también el Pastor supremo, que a sí mismo se llama el Buen Pastor (Juan 10, 11) y por eso también ha nombrado a Pedro pastor de sus corderos y ovejas.
Por esto dice San Crisóstomo: «Era el
principal entre los Apóstoles; era como la boca de los otros
discípulos y la cabeza del cuerpo apostólico… Jesús, al decirle que
debe tener en adelante confianza, porque la mancha de su negación está
ya borrada, le confía el gobierno de sus hermanos. Si tú me amas, sé
jefe de tus hermanos» [44]. Finalmente, Aquel que confirma «en toda buena obra y en toda buena palabra» (II Tes. 2, 16), es quien manda a Pedro que confirme a sus hermanos.
San León Magno dice con razón: «Del seno del mundo entero, Pedro
sólo ha sido elegido para ser puesto a la cabeza de todas las
naciones llamadas, de todos los Apóstoles, de todos los Padres de la
Iglesia; de tal suerte que, aunque haya en el pueblo de Dios muchos
pastores, Pedro, sin embargo, rige propiamente a todos los que son
principalmente regidos por Cristo» [45]. Sobre el mismo asunto escribe San Gregorio Magno al emperador Mauricio Augusto: «Para
todos los que conocen el Evangelio, es evidente que por la palabra del
Señor, el cuidado de toda la Iglesia ha sido Confiado al Santo Apóstol
Pedro, jefe de todos los Apóstoles… Ha recibido las llaves del
reino de los cielos, el poder de atar y desatar le ha sido concedido, y
el cuidado y el gobierno de toda la Iglesia le ha sido confiado» [46].
46. El Papa, continuación de los Poderes de Pedro.
Y dado que esta autoridad, al formar
parte de la constitución y de la organización de la Iglesia, como su
elemento principal, es el principio de la unidad, el fundamento de la
seguridad y la duración perpetua, se sigue que de ninguna manera Podía
desaparecer con el bienaventurado Pedro, sino que debía necesariamente
pasar a sus sucesores y ser transmitida de uno a otro. «La
disposición de la verdad permanece; pues, el bienaventurado Pedro,
perseverando en la firmeza de la Piedra, cuya virtud ha recibido, no
puede dejar el timón de la Iglesia puesto en su mano» [47].
Por esto los Pontífices que suceden a
Pedro en el episcopado romano poseen de derecho divino el poder
supremo de la Iglesia, «Nos definimos que la Santa Sede Apostólica y el Pontífice Romano poseen la
primacía sobre el mundo entero, y que el Pontífice Romano es el
sucesor del bienaventurado Pedro Príncipe de los Apóstoles, y que es
el verdadero Vicario de Jesucristo, el Jefe de toda la Iglesia, el
Padre y el Doctor de todos los cristianos, y que a él en la persona
del bienaventurado Pedro, ha sido dado por nuestro Señor Jesucristo, el
pleno poder de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal; así
como está contenido, tanto en las actas de los Concilios ecuménicos,
como en los Sagrados Cánones» [48]. El cuarto Concilio de Letrán dice también: «La
Iglesia romana… por la disposición del Señor, posee el principado
del poder ordinario sobre las demás Iglesias, en su cualidad de madre y
maestra de todos los fieles de Cristo» [49].
47. Así lo sintió la antigüedad.
Tal había sido antes el sentimiento
unánime de la antigüedad, que sin la menor duda ha mirado y venerado a
los Obispos de Roma como a los sucesores legítimos del bienaventurado
Pedro. ¿Quién podrá ignorar cuán numerosos y cuán claros son acerca de
este punto los testimonios de los Santos Padres? Bien elocuente es el
de San Ireneo que habla así de la Iglesia romana: «A esta Iglesia por su preeminencia superior, debe necesariamente reunirse toda la Iglesia» [50].
48. San Cipriano.
San Cipriano afirma también que la Iglesia romana es «la raíz y madre de la Iglesia católica» [51], «la Cátedra de Pedro y la Iglesia principal aquella de donde ha nacido la unidad sacerdotal» [52]. La llama «Cátedra de Pedro», porque está ocupada por el sucesor de Pedro; «Iglesia principal» a causa del principado conferido a Pedro y a sus legítimos sucesores; «aquélla de donde ha nacido la unidad», porque en la sociedad cristiana la causa eficiente de la unidad es la Iglesia romana.
49. San Jerónimo, San Agustín y San Cipriano.
Por esto San Jerónimo escribe lo que sigue a Dámaso I: «Hablo
al sucesor del Pescador y al discípulo de la Cruz… Estoy ligado por
la comunión a Vuestra Beatitud, es decir, a la Cátedra de Pedro. Sé
que sobre esa piedra se ha edificado la Iglesia» [53].
El método habitual de San Jerónimo para
reconocer si un hombre es católico, es saber si está unido a la
Cátedra romana de Pedro. «Si alguno está unido a la Cátedra romana de Pedro, ese es mi hombre» [54]. Por un método análogo San Agustín, que declara abiertamente que «en la Iglesia romana estaba siempre en vigencia el Primado de la Cátedra apostólica», afirma que quien se separa de la fe romana no es católico. «No puede creerse que guardáis la fe católica los que no enseñáis que se debe guardar la fe romana» [55].
Y lo mismo San Cipriano: «Estar en comunión con Cornelio es estar en comunión con la Iglesia católica» [56].
50. El Abad San Máximo.
El Abad San Máximo enseña igualmente que el
sello de la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste en estar
sometido al Pontífice Romano. «Quien no quiera ser hereje ni sentar
plaza de tal, no trate de satisfacer a éste ni al otro… Apresúrese a
satisfacer en todo a la Sede de Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en
todas partes ya una sola voz le proclamarán piadoso y ortodoxo. Será
en vano que se contente con hablar el que de ello quiera persuadir, si
no satisface y si no implora al bienaventurado Papa de la santísima
Iglesia de los Romanos, esto es, la Sede apostólica», y he aquí, según él, la causa y la explicación de este hecho: «La
Iglesia romana ha recibido del Verbo de Dios Encarnado y según los
Santos Concilios, según los santos Cánones y las definiciones, posee,
sobre la universalidad de las santas Iglesias de Dios que existen
sobre la superficie de la tierra, el imperio y la autoridad, en todo y
por todo, y el poder de atar y desatar. Pues, cuando ella ata y
desata, el Verbo que manda a las virtudes celestiales, ata y desata,
también en el cielo» [57].
51. Algunos Concilios.
Era este, pues, un artículo de la fe
cristiana; era un punto reconocido y observado constantemente, no por
una nación o un siglo, sino por todos los siglos, y por el Oriente no
menos que por el Occidente, conforme recordaba al Sínodo de Éfeso, sin
que se levantase la menor objeción el Sacerdote Felipe, Legado del
Pontífice Romano: «No es dudoso para nadie y es cosa conocida en
todos los tiempos que el Santo y bienaventurado Pedro, Príncipe y Jefe
de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia
católica, recibió de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del
género humano, las llaves del reino, y que el poder de atar y desatar
los pecados fue dado a ese mismo Apóstol, quien hasta el presente
momento y siempre, vive en sus sucesores y ejerce por medio de ellos su
autoridad» [58]. Todo el mundo conoce la sentencia del Concilio de Calcedonia sobre el mismo asunto: «Pedro ha hablado… por boca de León» [59].; sentencia a la que la voz del tercer Concilio de Constantinopla respondió como un eco: «El
soberano Príncipe de los Apóstoles combatía al lado nuestro, pues
tenemos en nuestro favor su imitador y su sucesor en su Sede… No se
veía al exterior (mientras se leía la carta del Pontífice Romano) más que el papel y la tinta, y era Pedro quien hablaba por boca de Agatón» [60].
En la fórmula de profesión de fe católica propuesta en términos
precisos por Hormisdas en los comienzos del siglo VI, y suscrita por
el emperador Justiniano y los Patriarcas Epífanio, Juan y Mennas, se
expresó el mismo pensamiento con gran vigor: «Como la sentencia de
nuestro Señor Jesucristo, que dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia”, no puede ser desatendida, la que ha dicho está
confirmado por la realidad de los hechos, pues en la sede Apostólica
la religión católica se ha conservado sin ninguna mancha» [61].
No queremos enumerar todos los
testimonios; pero no obstante, nos place recordar la fórmula con que
Miguel Paleólogo hizo su profesión de fe en el segundo Concilio de Lyon:
«La Santa Iglesia romana posee también el soberano y pleno primado
y principal sobre la Iglesia católica universal, y reconoce con
verdad y humildad haber recibido este primado y principado con la
plenitud del poder del Señor mismo, en la persona del bienaventurado
Pedro, príncipe o jefe de los Apóstoles y de quien el Pontífice romano
es el sucesor. Y por la mismo que está encargado de defender, antes
que las demás, la verdad de la fe, también cuando se levantan
dificultades en puntos de fe, es, a su juicio, al que las demás deben
atenerse» [62].
52. Poder soberano pero no único.
De que el poder de Pedro y de sus
sucesores es pleno y soberano, no se ha de deducir, sin embargo, que no
existen otros en la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como
fundamento de la Iglesia, también «ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre de Apóstoles» (Luc. 6, 13).
Así del mismo modo que la autoridad de Pedro es necesariamente
permanente y perpetua en el Pontificado romano, también los Obispos,
en su calidad de sucesores de los Apóstoles, son los herederos del
poder ordinario de los Apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal
forma necesariamente parte de la constitución íntima de la Iglesia. y
aunque la autoridad de los Obispos no sea ni plena, ni universal, ni
soberana, no debe mirárselos como a simples Vicarios de los Pontífices romanos, pues poseen una autoridad que les es propia, y llevan con toda verdad el nombre de Prelados ordinarios de los pueblos que gobiernan.
Pero como el sucesor de Pedro es único
mientras que los de los Apóstoles son muy numerosos, conviene estudiar
qué vínculos, según la constitución divina, unen a estos últimos al
Pontífice Romano. Y desde luego la unión de los Obispos con el sucesor
de Pedro es de una necesidad evidente y que no puede ofrecer la menor
duda; pues si este vínculo se desata, el pueblo cristiano mismo no es
más que una multitud que se disuelve y se disgrega, y no puede ya en
modo alguno, formar un solo cuerpo y un solo rebaño. «La salud de
la Iglesia depende de la dignidad del Sumo Sacerdote: si no se
atribuye a éste un poder aparte y sobre todos los demás poderes, habrá
en la Iglesia tantos cismas como sacerdotes» [63].
53. Pedro independiente, los Apóstoles dependientes.
Por esto hay necesidad de hacer aquí una
advertencia importante. Nada ha sido conferido a los Apóstoles
independientemente de Pedro; muchas cosas han sido conferidas a Pedro
aislada e independientemente de los Apóstoles, San Juan Crisóstomo,
explicando las palabras de Jesucristo que refiere San Juan [64], se pregunta «por qué dejando a un lado a los otros se dirige Cristo a Pedro», y responde formalmente: «Porque era el principal entre los Apóstoles, como la boca de los demás discípulos y el jefe del cuerpo apostólico» [65].
Sólo él, en efecto, fue designado por Cristo para fundamento de la
Iglesia. A él le fue dado todo el poder de atar y de desatar; a él
sólo confió el poder de apacentar el rebaño. Al contrario, todo lo que
los Apóstoles han recibido en lo que se refiere a funciones y
autoridad, lo han recibido conjuntamente con Pedro. «Si la divina
Bondad ha querido que los otros príncipes de la Iglesia tengan alguna
cosa en común con Pedro, la que no ha rehusado a los demás, no se les ha
dado jamás sino por Él» [66]. «Él sólo ha recibido muchas cosas, pero nada se ha concedido a ninguno sin su participación» [67].
Por donde se ve claramente que los
Obispos perderían el derecho y el poder de gobernar si se separasen de
Pedro o de sus sucesores. Por esta separación se arrancan ellos
mismos del fundamento sobre el que debe sustentarse todo el edificio y
se colocan fuera del mismo edificio; por la misma razón quedan
excluidos del rebaño que gobierna el Pastor supremo y desterrados del
reino cuyas llaves ha dado Dios a Pedro solamente.
54. Unidad de fe, gobierno y comunión.
Estas consideraciones hacen que se
comprenda el plan y el designio de Dios en la constitución de la
sociedad cristiana. Este plan es el siguiente: el Autor divino de la
Iglesia al decretar dar a ésta la unidad de la fe, de gobierno y de
comunión, ha escogido a Pedro ya sus sucesores para establecer en
ellos el principio y como el cetro de la unidad. Por esto escribe San
Cipriano: «hay, para llegar a la fe, una demostración fácil que
resume la verdad. El Señor se dirige a Pedro en estos términos: “Te
digo que eres Pedro…”. Es, pues, sobre uno sobre quien edifica la Iglesia. y aunque después de su Resurrección confiere a todos los Apóstoles un poder igual, y les dice: “Como mi Padre me envió…”, no
obstante, para poner a la unidad en plena luz, coloca en uno solo,
por su autoridad, el origen y el punto de partida de esta misma unidad» [68].
Y San Optato de Milevo escribe: «Tú
sabes muy bien, no puedes negarlo, que es a Pedro el primero a quien
ha sido conferida la Cátedra episcopal en la ciudad de Roma, es en la
que está sentado el jefe de los Apóstoles, Pedro, que por esto ha sido
llamado Cefas. En esta Cátedra única en la que todos debían guardar
la unidad, a fin de que los demás Apóstoles no pudiesen atribuírsela
cada uno en su Sede, y que fuera en adelante cismático y prevaricador
quien elevara otra Cátedra contra esta Cátedra única» [69].
De aquí también esta sentencia del mismo
San Cipriano, según la que la herejía y el cisma se producen y nacen,
del hecho de negar al poder supremo la obediencia que le es debida: «La
única fuente de donde han surgido las herejías y de donde han nacido
los cismas, es que no se obedece al Pontífice de Dios, ni se quiere
reconocer en la Iglesia un solo Pontífice y un solo juez que ocupa el
lugar de Cristo» [70].
55. Toda autoridad debe estar unida a Pedro.
Nadie, pues, puede tener parte en la
autoridad, si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender que
un hombre excluido de la Iglesia, tuviese autorídad en la Iglesia.
Fundándose en esto San Optato de Milevo, reprendía así a los donatistas: «Contra
las puertas del infierno, como la leemos en el Evangelio, ha recibido
las llaves de salud Pedro, es decir, nuestro jefe, a quien Jesucristo
ha dicho: “Te daré las llaves del reino de los cielos, y las puertas del infierno triunfarán jamás de
ellas”. ¿Cómo, pues, tratáis de atribuiros las llaves del reino de los
cielos, vosotros que combatís la cátedra de Pedro?» [71].
56. No basta una primacía de honor.
Pero el orden de los Obispos no puede ser
mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo
ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto,
se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión
y el desorden. Para conservar la unidad de fe y comunión, no bastan
ni una primacía de honor ni un poder de orientación; es necesaria una
autoridad verdadera y al mismo tiempo soberana, a la que debe
obedecer toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de
Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a
Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poer supremo; el uso bíblico y
el consentimiento unánime de los Padres no permiten dudarlo. Y no se
pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido conferidos
sea a Pedro separadamente o ya a los demás Apóstoles conjuntamente con
Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da
a los Obispos, sucesores de los Apóstoles, el derecho de gobernar con
autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente
esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha
sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas. «Pedro no ha sido sólo
instituido Pastor por Cristo, sino Pastor de los pastores. Pedro,
pues, apacienta a los corderos y apacienta a las ovejas; apacienta a los
pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y también a los
Prelados, pues en la Iglesia fuera de los corderos y de las ovejas, no hay nada» [72].
57. Nombres expresivos de San Bernardo.
De aquí nacen entre los antiguos Padres
estas expresiones que designan en especial al bienaventurado Pedro, y
que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la
dignidad y del poder. Le llaman con frecuencia jefe de la Asamblea
de los discípulos, príncipe de los santos Apóstoles, o corifeo del
coro apostólico, boca de todos los Apóstoles, jefe de esta familia;
aquel que manda al mundo entero, el primero entre los Apóstoles,
columna de la Iglesia.
La conclusión de todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al Papa Eugenio: «¿Quién
sois Vos? Sois el gran Sacerdote, el Príncipe soberano. Sois el
príncipe de los Obispos, el heredero de los Apóstoles. Sois aquel a
quien las llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido
confiadas. Otros, además de Vos, son también porteros del cielo y
pastores de rebaños, pero ese doble título es en Vos tanto más
glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más
particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños que les han
sido asignados a cada uno en particular, pero a Vos han sido
confiados todos los rebaños, Vos únicamente tenéis un solo rebaño
formado no solamente por las ovejas, sino también por los pastores,
sois el único pastor de todos. Me preguntáis cómo lo pruebo. Por la
palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los Obispos,
sino entre los Apóstoles, han sido confiadas absoluta e
indistintamente todas las ovejas? Si tú me amas, Pedro,
apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de
tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que
no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a Pedro?
Ninguna distinción, ninguna excepción» [73].
58. Poder sobre el colegio de los Obispos.
Sería apartarse de la verdad y
contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia,
pretender que cada uno de los Obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la jurisdicción de los Pontífices Romanos; pero que todos los Obispos, considerados en conjunto, no
deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón de ser y la
naturaleza del fundamento? Es la de salvaguardar la unidad y la
solidez más bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes.
Y esto es mucho más cierto en el punto
que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la solidez
del fundamento de su Iglesia obtener este resultado; «que las puertas del infierno no puedan prevalecer contra ella». Todo
el mundo conviene en que esta promesa divina se refiere a la Iglesia
universal y no a sus partes tomadas aisladamente, pues éstas pueden,
en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de los infiernos, y ha
ocurrido a algunas de ellas que separadamente fueron, en efecto,
vencidas.
Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe
tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las ovejas
dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es
acaso el conjunto de las ovejas que gobierna y conduce al pastor? Los
sucesores de los Apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el
que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez?
Quien posee las llaves del reino tiene
evidentemente derecho y autoridad, no solamente sobre las provincias
aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los Obispos,
cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, no solamente
a cada individuo, sino a toda la comunidad, así los Pontífices
Romanos, cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tienen
todas las porciones de esta sociedad, aún reunidas en conjunto,
sometidas y obedientes a su poder, Jesucristo nuestro Señor, según
hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y a sus sucesores la
misión de ser sus Vicacrios para ejercer perpetuamente en la Iglesia
el mismo poder que Él ejerció durante su vida mortal. Después de esto,
¿se dirá que el colegio de los Apóstoles excedía en autoridad a su
Maestro?
59. Declaraciones de este poder.
Este poder de que hablamos sobre el
colegio mismo de los Obispos, poder que las Sagradas Letras enuncian
tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y
atestiguarlo. He aquí lo que acerca de este punto declaran los
Concilios: «Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a los Prelados
de todas las Iglesias, pero no leemos que él haya sido juzgado por
ninguno de ellos» [74]. Y la razón de este hecho está indicada con solo decir que «no hay autoridad superior a la autoridad de la Sede Apostólica» [75].
Por esto, Gelasio habla así de Ios decretos de los Concilios: «Del
mismo modo que lo que la Sede primera no ha aprobado, no puede estar
en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado por su juicio,
ha sido recibido por toda la Iglesia» [76].
En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los decretos de los
Concilios ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León Magno
anuló los actos del conciliábulo de Éfeso; Dámaso rechazó el de Rimini;
Adriano el de Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del Concilio
de Calcedonia, desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la
Sede Apostólica, ha quedado como todos saben, sin vigor ni efecto.
Con razón, pues, en el quinto Concilio de Letrán, expidió León X este Decreto: «Consta
de un modo manifiesto, no solamente por los testimonios de la Sagrada
Escritura, por las palabras de los Padres y de otros Pontífices
romanos y por los Decretos de los Sagrados Cánones, sino por
la confesión formal de los mismos Concilios, que sólo el Pontífice
romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y poder, como tiene autoridad sobre los Concilios, para convocar, transferir y disolver los Concilios» [77].
Las Sagradas Escrituras dan testimonio de
que las llaves confiadas a Pedro solamente, y también que el poder de
atar y desatar fue conferido a los Apóstoles conjuntamente con Pedro;
¿pero dónde consta que los Apóstoles hayan recibido el soberano poder sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de Cristo de quien lo ha recibido.
Por esto el decreto del Concilio del
Vaticano que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del
Pontífice Romano, no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó
la antigua y constante fe de todos los siglos.
60. Jerarquía de autoridades.
No hay que creer que la sumisión de los mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la administración.
Tal sospecha nos está prohibida en
primer término por la sabiduría de Dios que ha concebido y establecido
por sí mismo la organización de ese gobierno. Además, es preciso
notar que lo que turbaría el orden y las relaciones mutuas, sería la
coexistencia, en una sociedad, de dos autoridades del mismo grado y no
se sometería la una a la otra. Pero la autoridad del Pontífice es
soberana, universal y del todo independiente; la de los Obispos está
limitada de una manera precisa y no es plenamente independientemente. «Lo
inconveniente sería que dos Pastores estuviesen colocados en un grado
igual de autoridad sobre el mismo rebaño. Pero que dos superiores,
uno de ellos sometido al otro, estén colocados sobre los mismos
súbditos, no es un inconveniente, y así un mismo pueblo está gobernado
de un modo inmediato por su Párroco, por el Obispo y por el Papa» [78].
Los Pontífices romanos, que saben
cuál es su deber, quieren más que nadie la conservación de que lo que
está divinamente instituido en la Iglesia, y por esto del mismo modo que
defienden los derechos de su propio poder con el celo y vigilancia
necesarios, así también han puesto y pondrán constantemente todo su
cuidado en mantener incólume la autoridad de los Obispos.
Y más aún; todo lo que se tributa a
los Obispos en orden al honor ya la obediencia, lo miran como si a
ellos mismos le fuere tributado: «Mi honor es el honor de la Iglesia
universal. Mi honor es el pleno vigor de la autoridad de mis hermanos.
No me siento verdaderamente honrado sino cuando se tributa a cada uno
de ellos el honor que le es debido» [79].
En todo lo que precede. Nos hemos
trazado fielmente la imagen y figura de la Iglesia según su divina
constitución. Nos hemos insistido acerca de su unidad, y hemos declarado
cuál es su naturaleza y por qué principio su divino Autor ha querido
asegurar su conservación.
61. A los hijos fieles.
Todos los que por un insigne
beneficio de Dios tienen la dicha de haber nacido en el seno de la
Iglesia católica y de vivir en ella escucharán nuestra voz Apostólica,
No tenemos ninguna razón para dudar de ello. «Mis ovejas oyen mi voz» (Juan, 10, 27).
Todos ellos habrán hallado en esta Carta medios para instruirse más
plenamente y para adherirse, con un amor más ardiente, cada uno a sus
propios Pastores, y por éstos al Pastor supremo, a fin de poder
continuar con mayor seguridad en el aprisco único, y recoger una mayor abundancia de frutos saludables.
62. A los que están fuera de la Iglesia.
Pero «fijando nuestras miradas en el autor y consumador de la fe, Jesús» (Hebr. 12, 2),
cuyo lugar Ocupamos y por quien Nos ejercemos el poder, aunque sean
débiles Nuestras fuerzas para el peso de esta dignidad y de este cargo
Nos sentimos que su caridad inflama Nuestra alma y emplearemos no sin
razón, estas palabras que Jesucristo decía de sí mismo: «Tengo otras ovejas que no están en este aprisco: es preciso también que yo las conduzca y escucharán mi voz» (Juan, 10, 16). No rehúsen, pues, escucharnos y mostrarse dóciles a Nuestro amor
paternal, todos aquellos que detestan la impiedad, hoy tan extendida,
que reconocen a Jesucristo, que le confiesan Hijo de Dios y Salvador
del género humano, pero que, sin embargo, viven errados y apartados de
su Esposa. Los que toman el nombre de Cristo es necesario que lo tomen
todo entero. «Cristo todo entero es una cabeza y un cuerpo, la
cabeza es el Hijo único de Dios, el cuerpo es su Iglesia: es el
esposo y la esposa, dos en una sola carne. Todos los que tienen
respecto de la cabeza un sentimiento diferente del de las Escrituras,
en vano se encuentran en todos los lugares donde se halla
establecida la Iglesia, porque no están en la Iglesia. E igualmente todos los que
piensen como la Sagrada Escritura respecto de la cabeza, pero que no
viven en comunión con la autoridad de la Iglesia, no están en la Iglesia» [80].
63. A los que vacilan.
Nuestro corazón se dirige también
con sin igual ardor a aquellos a quienes el soplo contagioso de la
impiedad no ha envenenado del todo, y que, por lo menos experimentan el
deseo de tener por Padre al Dios verdadero, creador de la tierra y del
cielo. Reflexionen y comprendan bien que no pueden en manera alguna
contarse en el número de los hijos de Dios, si no vienen a reconocer
por hermano a Jesucristo y por madre a la Iglesia.
64. Dios por Padre y la Iglesia por Madre.
A todos, pues., Nos dirigimos con grande amor estas palabras que tomamos a San Agustín: «Amemos
al Señor, nuestro Dios, amemos a su Iglesia, a Él cual padre, a ella
cual madre. Que nadie diga: “Sí, voy aun a los ídolos, consulto a los
poseídos y a los hechiceros, pero, no obstante, no dejo la Iglesia de
Dios, soy católico”. Permanecéis adheridos a la madre, pero ofendéis al
padre. Otro dice poco más o menos: “Dios no lo permita, no consulto a
los hechiceros, no interrogo a los poseídos, no practico adivinaciones
sacrílegas, no voy a adorar a los demonios, no sirvo a los dioses de
piedra, pero soy del partido de Donato”: ¿De qué os sirve no
ofender al padre que vengará a la madre a quien ofendéis? ¿De qué os
sirve confesar al Señor, honrar a Dios, alabarle, reconocer a su Hijo,
proclamar que está sentado a la diestra del Padre, si blasfemáis de su
Iglesia? Si tuvieseis un protector, a quien tributaseis todos los
días el debido obsequio, y ultrajaseis a su esposa con una acusación
grave, ¿os atreveríais ni aun a entrar en la casa de ese hombre?
Tened, pues, mis muy amados, unánimemente a Dios por vuestro padre, y
por vuestra madre a la Iglesia» [81].
Confiando grandemente en la
misericordia de Dios, que pueda tocar con suma eficacia los corazones de
los hombres y formar las voluntades más rebeldes avenir a Él, Nos
encomendados, con vivas instancias, a su bondad a todos aquellos a
quienes se refiere Nuestra palabra. y como prenda los dones
celestiales, y en testimonio de Nuestra benevolencia os concedemos,
con grande amor en el Señor, a vosotros, Venerables Hermanos, a
vuestro Clero y a vuestro pueblo la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en San Pedro, a 29 de Junio del año 1896, decimonoveno de Nuestro Pontificado. LEÓN PAPA XIII.
NOTAS
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía de Eutropio cautivo, n.º 6. Migne, Patrología Græca 52, 402.
[2] San Agustín, Comentario sobre el Salmo 71, n.º 8. Migne, Patrología Latína 36, 609.
[3] San Agustín, Explicación sobre el Salmo 103, sermón II, n.º 5. Migne, Patrología Latína 37, 1353.
[4] Clemente de Alejandría, Strómata, 7, 17. Migne, Patrología Græca 9, 551.
[5] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. III. n.º 2. Migne, Patrología Latína 11, 995-997.
[6] San Agustín, Tratado I sobre las Epístolas de San Juan, 13. Migne, Patrología Latína 35, 1988.
[7] San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia Católica, 23. Migne, Patrología Latína 4, 517.
[8] San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia Católica, 23. Migne, Patrología Latína 4, 517.
[9] San Agustín, Sermón 267, nº 4. Migne, Patrología Latína 38, 1231.
[10] San Ireneo. Contra las herejías, III, 12, nº 12. Migne, Patrología Græca 7, 906.
[11] San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan 18, c. 5, nº 1.
[12] San Jerónimo, Sobre el Evangelio de San Mateo, lib. 4, c. 28, 20.
[13] Clemente Romano, Epístola I a los Corintios, 42-44. Migne, Patrología Græca 1, 291-298.
[14] San Cipriano de Cartago, Epístola a Magno, 1. Migne, Patrología Latína 3, 1138.
[15] San Gregorio de Elvira, Tratado de la Fe Ortodoxa contra los Arrianos, c. 1. Migne, Patrología Latína 17, 552.
[16] San Agustín, De las herejías, nº 88. Migne, Patrología Latína 42, 50.
[17] Orígenes, Comentario sobre las antiguas interpretaciones sobre San Mateo, n. 46. Migne, Patrología Græca 7, 1077
[18] San Irineo, Contra las herejías, 1.IV, c. 33, n. 8. Migne, Patrología Græca 7, 1077.
[19] Tertuliano, De la prescripción contra los herejes, c. 21. Migne, Patrología Latína 2, 33.
[20] San Hilario, Comentario sobre San Mateo 23, n. 1. Migne, Patrología Latína 9, 993.
[21] Rufino, Historia Eclesiástica, lib. II, c. 9. Migne, Patrología Latína 21, 518.
[22] Ricardo de San Víctor, De la Trinidad, lib. I, c. 2. Migne, Patrología Latína 196, 891.
[23] Concilio Vaticano, sesión III, c. 3. Denzinger, n.º 1789.
[24] San Agustín, Comentario sobre el Salmo 54, n. 19. Migne, Patrología Latína 36, 641.
[25] San Agustín, Contra Fausto, lib. 17, 3. Migne, Patrología Latína 42, 342.
[26] Concilio Vaticano, sesión III, c. 3. Denzinger, nr. 1792.
[27] San Agustín, De la utilidad de creer, c. 17, 35. Migne, Patrología Latína 42, 91.
[28] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte II-IIæ, q. 39, art. 1.
[29] San Jerónimo, Comentario sobre la Epístola a Tito, c. 3, 10-11. Migne, Patrología Latína 26, 598.
[30] San Juan Crisóstomo, Homilía 9 sobre la Epístola a los Efesios, n. 5. Migne, Patrología Græca 62, 87.
[31] San Agustín, Réplica a la epístola de Parmeniano, II, c. 9n. 25. Migne, Patrología Latína 43, 69.
[32] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los Gentiles, IV c. 76.
[33] San Paciano, Epístola III (a Sempronio), 11 P.L. 13, 1071.
[34] San Cirilo de Alejandría, Sobre el Evangelio de San Juan, II in 1, 42.
[35] Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11. Migne, Patrología Græca 13, 1003-06.
[36] Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11. Migne, Patrología Græca 13, 1003.
[37] Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11. Migne, Patrología Græca 13, 1003-1006.
[38] San Juan Crisóstomo, Homilía 54 sobre el Evangelio de San Mateo, n. 2. Migne, Patrología Græca 58, 534-35.
[39] San Ambrosio, Exposición sobre el Evangelio de San Lucas, X, n. 175-176. Migne, Patrología Latína 1, 1818.
[40] San Juan Crisóstomo, Del Sacerdocio, II. Migne, Patrología Græca 48, 632.
[41] San Ambrosio, De la Fe, IV, 56. Migne, Patrología Latína 16, 628.
[42] San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[43] San Basilio Magno, Homilía sobre la Penitencia, n. 4 (en el apéndice de las Obras de San Basilio). Migne, Patrología Græca 31, 1483
[44] San Juan Crisóstomo, Homilía 88 sobre el Evangelio de San Juan, 1. Migne, Patrología Græca 59, 178-79.
[45] San León Magno, Sermón IV, c. 11. Migne, Patrología Latína 54, 149-50.
[46] San Gregorio Magno, Epistolario V, epístola 20. Migne, Patrología Latína 77, 745-46.
[47] San León Magno, Sermón III, c. 3. Migne, Patrología Latína 54, 146.
[48] Concilio de Florencia, Decreto para los griegos. Denzinger-Umberg. n. 694.
[48] Concilio de Florencia, Decreto para los griegos. Denzinger-Umberg. n. 694.
[49] Concilio IV de Letrán (1215) cap. II (Errores del abad Joaquín de Flore). Denzinger-Umberg. n. 433.114.
[50] San Ireneo, Contra las herejías, lib. III, 3 n. 2. Migne, Patrología Græca 7, 849.
[51] San Cipriano de Cartago, Epístola 48 (a Cornelio), n. 3. Migne, Patrología Latína 3, 710.
[52] San Cipriano de Cartago, Epístola 59 (a Cornelio), n. 14. Migne, Patrología Latína 3, 732.
[53] San Jerónimo, Epístola 15 (a Dámaso), n. 2. Migne, Patrología Latína 22, 355.
[54] San Jerónimo, Epístola 16 (a Dámaso), n. 2. Migne, Patrología Latína 22, 359.
[55] San Agustín, Epístola 43, 7; Sermón 120, 13. Migne, Patrología Latína 33, 163.
[56] San Cipriano de Cartago, Epístola 55, n. 1. Migne, Patrología Latína 3, 765.
[57] San Máximo Abad, Explicación de la Epístola al ilustre Pedro. Migne, Patrología Latína 129, 576.
[58] Concilio de Éfeso (431), Discurso de Felipe, Legado del Romano Pontífice, en Actio III; Denzinger-Umberg, n. 112. Mansi 4, 1295.
[59] Concilio de Calcedonia, Actio II. Mansi 6, 971.
[60] Concilio III de Constantinopla, Actio 18. Mansi 11, 666.
[60] Concilio III de Constantinopla, Actio 18. Mansi 11, 666.
[61] Fórmula de profesión de fe católica, después de la Epístola 26 a todos los obispos de España, n. 1. Migne, Patrología Latína 63, 460; Mansi 8, 467; Denzinger-Umberg, nr. 466.
[62] Concilio II de Lyon, Actio IV: Profesión de fe de Miguel Paleólogo. Denzinger-Umberg, nr. 466.
[63] San Jerónimo, Diálogo contra los luciferianos, n. 9. Migne, Patrología Latína 23, 165.
[64] San Juan 21, 15: «Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: “hijo de Juan, ¿me amas más que éstos”?».
[65] San Juan Crisóstomo, Homilía 88 sobre el Evangelio de San Juan, 1. Migne, Patrología Græca 59, 478.
[66] San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[67] San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[68] San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia, n. 4. Migne, Patrología Latína 4, 498.
[69] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. II, 2. Migne, Patrología Latína 11, 947.
[69] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. II, 2. Migne, Patrología Latína 11, 947.
[70] San Cipriano de Cartago, Epístola 12 a Cornelio, n. 5. Migne, Patrología Latína 3, 802.
[71] San Optato de Milevo, Del cisma de los donatistas, lib. II, n. 4-5. Migne, Patrología Latína 955-956.
[72] San Bruno de Segni. Comentario sobre el Evangelio de San Juan, parte III, cap. 21, n. 55.
[73] San Bernardo, De la consideración, libro II, c. 8. Migne, Patrología Latína 182, 751.
[74] Adriano II, Alocución III al Sínodo Romano de 869-870, cfr. Actiones VII Conc. Constantinop, IV; véase también Denzinger-Umberg, n. 330 y n. 353.
[75] San Nicolás I (858-867) Epístola 84 al emperador Miguel: cfr. Epístola. “Proposuerámus quídem”, al emperador Miguel (865), Denzinger-Umberg n. 333. Migne, Patrología Latína 119, 954: «Patet profécto Sedis Apostólicæ, cujus auctoritáte major non est, judícium a némine fore retractándum, néque cuíquam de ejus líceat judicáre judício» (Es manifiesto que los juicios de la Sede Apostólica son irreformables, y que a nadie es permitido hacerse juez de sus sentencias).
[76] San Gelasio I, Epístola 26 (a los obispos de Dardania), n. 5. Migne, Patrología Latína 59, 67.
[77] Concilio V de Letrán (1512-1517) sesión IV c. 3; véase también sesión XI (1516). Denzinger-Umberg, nr. 740-741.
[78] Santo Tomás de Aquino, Sentencias, libro IV, dist. 17, art. 4, ad q. ad 13.
[79] San Gregorio Magno, Epistolario VIII, epístola 30 (a Eulogio). Migne, Patrología Latína 77, 933. 1146. Juan 10, 27.
[80] San Agustín, Epístola contra los donatistas, o de la Unidad de la Iglesia, c. IV, n. 7, Migne, Patrología Latína 43; 395.
[81] San Agustín, Explicación sobre el Salmo 88, sermón II, n. 14. Migne, Patrología Latína 33, 1140.
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