San Ginés de Roma (Cristoforo Moretti)
Era Ginés cómico de Roma, en la Farsa del Emperador. En su arte aventajaba a todos. Cuando cantaba en el teatro, encantaba con la dulzura y armonía de su voz: representaba con una claridad que admiraba: ninguna cosa había más natural, ni más parecida que las pinturas que formaba con sus acciones de las costumbres de los hombres, y especialmente de lo ridículo que se encuentra en la mayor parte de ellos. Estando un dia Diocleciano en la comedia, Ginés, que sabía que este Príncipe aborrecía mortalmente a los Cristianos, creyó que una pieza en que se representasen los misterios de su Religión le agradaría infinito. Apareció, pues, en una cama. «¡Qué malo me siento, amigos míos!, exclamó él. Yo me muero: siento en el estómago una pesadez terrible. ¿No hay quien me la quite, y me haga más ligero?». Los que estaban alrededor de su cama decían: «¿Qué quieres que te hagamos, y cómo te hemos de hacer mas ligero? ¿Somos nosotros carpinteros o carreteros? ¿ Quieres que te se acepille?». Hacían reir al pueblo a carcajadas estas insípidas bufonadas. «No lo entendeis, respondió Ginés, y no es eso lo que yo pido, sino que, sintiendo que mi fin se acerca, quiero a lo menos morir Cristiano». «¿Y por qué?», le replicaron los otros actores. «Para que en mi muerte, respondió Ginés, me reciba Dios en su paraíso, como un desertor del partido de vuestros dioses».
Fingieron, pues, que iban a buscar un Sacerdote y un Exorcista: y representando dos cómicos las personas de estos dos Ministros de la Iglesia, habiéndose puesto a la cabecera de la cama de este pretendido enfermo, le dijeron: «¿Qué nos queréis, hijo mio, y para qué nos has hecho venir?». Entonces Ginés, mudado de repente por un efecto milagroso de la gracia, no por juego, ni por ficción, sino muy seriamente, y de todo su corazon, dijo: «Os he hecho llamar para recibir por vuestro ministerio la gracia de Jesucristo, a fin de que tomando un nuevo nacimiento en el santo bautismo, sea purificado de todos mis pecados, y descargado del peso de mis iniquidades». Entretanto acábanse las ceremonias del bautismo: revístesele al neófito, o recien convertido, de una ropa blanca: después unos soldados, que se fingen enviados por el Prefecto de Roma, se apoderan de él, fingiendo maltratarle, y le llevan al Emperador, que se estaba riendo con todas sus fuerzas, viendo ejecutar de ün modo tan vivo lo que pasaba de ordinario en la prisión de los Santos Mártires. Para continuar la burla, haciendo Diocleciano semblante de estar muy encolerizado, le preguntó si era verdad que era Cristiano. A que respondió Ginés en estos propios términos: «Señor, y todos vosotros, Grandes del Imperio, Oficiales de la Casa del Príncipe, Cortesanos, y Ciudadanos, estad atentos a mis palabras. Había yo concebido un horror tan grande a los Cristianos, que su encuentro era siempre para mí un funesto presagio: su nombre solo se me había llegado a hacer tan odioso, que no podía contenerme de furor al oir solamente pronunciarle, y sentía un extremo placer en ir a insultar, hasta en en medio de los tormentos, a los que daban su vida por la defensa de Él. Llegaba a tanto esta injusta aversión, y me inspiraba sentimientos tan poco razonables, que no solo podía sufrir a los que me unian la sangre y la naturaleza, pero ni aún a aquellos a quienes debía el nacimiento. Bastaba para mí que fuesen Cristianos, para que llegasen a ser el objeto de todo mi odio: sus más santos misterios no me parecian menos dignos de risa que lo eran sus personas de menosprecio. Esto es lo que me había hecho estudiar con cuidado sus ceremonias, y las diferentes prácticas de su Religión para ridiculizarlas, y componer de ellas piezas de teatro que puediesen divertiros. Pero ¡oh maravilla sobrenatural! Desde el momento en que el agua del bautismo tocó mi cuerpo, y que sobre la pregunta que se me hizo si creía, he respondido “Creo”: en el mismo momento digo, alcancé a ver una tropa de Ángeles todos resplandecientes de luz, que bajando del cielo, se detuvieron alrededor de mí: leían en un libro todos los pecados que he cometido desde mi infancia, y después sumergieron este libro en el agua de las fuentes, en que me hallaba todavía; de donde habiéndolo vuelto a sacar, me hicieron ver las hojas tan blancas como la nieve, sin que se conociese que en ellas se hubiese escrito jamás cosa alguna. Y así, tú, ¡oh Emperador!, y vosotros Romanos, que me escuchais: vosotros que tantas veces habeis aplaudido los sacrílegos insultos que yo he hecho contra estos sagrados misterios, comenzad a venerarlos desde hoy día conmigo: creed que Jesucristo es el verdadero Dios, que Él es la luz, la Verdad, y la Bondad misma, y que por Él podeis esperar el perdón de vuestros pecados».
Diocleciano, espumando todo de cólera y de despecho, le entregó a Plauciano, Prefecto del Pretorio, después de haberle hecho romper muchas varas sobre el cuerpo. Plauciano, habiéndole querido obligar en vano a que abjurase, lo hizo desgarrar y quemar los costados. Mientras que se le atormentaba, no cesaba de repetir: «No hay otro soberano Señor del mundo que aquel que he tenido la dicha de ver. Yo le adoro, yo le le reconozco por mi Dios: y aun cuando se me hiciese morir mil veces por Él, mil veces moriría con alegría. Los tormentos jamás me podrán quitar a Jesús del corazón: jamás podrán quitarme su santo Nombre de mi boca. ¡Qué pesar tengo de haberle conocido tan tarde! ¡Qué dolores no me causan mis horrores pasados! ¿Es posible que haya yo blasfemado por tanto tiempo este adorable Nombre? ¿Cómo he podido yo tener tanto horror con los Cristianos, cuando tengo mi dicha en morir en esta santa ley?». En fin, Plauciano le hizo cortar la cabeza el dia 25 de Agosto.
TEODORICO RUINART OSB. Las verdaderas Actas de los Mártires, tomo I. Madrid, 1776.
ORACIÓN
Omnipotente y sempiterno Dios, que por la confesión de tu nombre encendiste la llama de tu amor en el corazón de San Ginés mártir, dale a nuestras almas la virtud de la fe y la caridad, para que cuantos nos gozamos por su triunfo, aprovechemos su ejemplo. Por J, C. N. S. Amén.
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