En estos tiempos actuales, en los cuales vemos que no hay autoridad visible en la Iglesia por la Sede Vacante, y que los usurpadores de la deuterovaticanidad han demostrado ser malos estadistas y pésimos pastores (en realidad ni eso), siendo que la autoridad que se arroga el usurpador actual está en franco tambaleo por sus encubrimientos y la falta de la fe Católica, conviene recordar las palabras que San Pío X redactara en su Encíclica «Jucúnda Sane» sobre el heroico ejemplo de San Gregorio Magno, quien no sólo levantó a una Roma postrada tras la caída del Imperio, sino que dirigió la Iglesia con sabiduría y celo de Dios por las almas.
A este ejemplo de San Gregorio Magno, el Papa San Pío X resuelve imitar durante su pontificado, y exhorta a los obispos y sacerdotes para que en su ministerio se comprometan a restaurar en Cristo todas las cosas, llevando una vida piadosa y predicando la sana doctrina, condenando los errores modernos que estaban entonces comenzando a calar en materia bíblica e histórica.
ENCÍCLICA «Jucúnda Sane», SOBRE SAN GREGORIO MAGNO Y LA RESPONSABILIDAD DE QUIENES GOBIERNAN LA IGLESIA
Papa San Pío X
A nuestros Veneables hermanos, los Patriarcas, Primados. Arzobispos, Obispos y demás ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables hermanos: Salud y Bendición Apostólica.
HUELLA DE SAN GREGORIO EL GRANDE
Nos viene a la memoria, Venerables Hermanos, el gozoso recuerdo de
aquel grande e incomparable varón [1], el Pontífice Gregorio, primero
que utilizó ese nombre, del que vamos a celebrar el décimo tercer
centenario de su muerte. No sin una especial providencia de Dios, que «da
la muerte y la vida..., que humilla y ensalza» [2], hemos de volver los
ojos a este santo e ilustre predecesor, ornato y gala de la Iglesia,
para que, también vosotros, Venerables Hermanos, llamados a participar
en Nuestro apostolado, y todos los fieles que nos han sido encomendados,
saquemos adelante cumplidamente nuestra misión, a pesar de las
innumerables preocupaciones de Nuestro ministerio apostólico, en medio
de tantas y tan profundas ansiedades en que hemos de gobernar la Iglesia
universal y de las inquietudes que nos agobian. El ánimo ciertamente se
eleva para tener confianza en su poderosa intercesión ante Dios, y es
un gozo recordar todo lo que dispuso con sublime magisterio y lo que tan
santamente realizó. Porque si con su firme gobierno y con la fecundidad
de sus virtudes dejó en la Iglesia una huella tan amplia, tan profunda,
tan clara que mereció ser llamado el Grande por sus contemporáneos y
por la posteridad -y aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido, es actual
la alabanza escrita en su sepulcro: «vivió siempre lleno de bondades» [3]-, no podemos menos que seguir su admirabIe ejemplo y, con la ayuda
de Dios y a pesar de la fragilidad humana, cumplir con nuestros deberes.
ASÍ ESTABAN LAS COSAS CUANDO LLEGÓ AL PONTIFICADO
Apenas
es necesario recordar lo que ya es conocido por los datos de la
historia. Cuando Gregorio asumió el supremo pontificado, era grande la
perturbación de la sociedad; casi extinguida la vieja cultura, el
imperio romano decaía dominado e invadido por toda suerte de barbarie.
Italia, abandonada por los emperadores de Bizancio, era presa de los
Longobardos que, sin asentarse, devastaban todo a hierro y a fuego en
sus correrías, dejando todo sumido en luto y muerte. La misma Roma,
asediada exteriormente por los enemigos, y afligida desde dentro por la
peste, las inundaciones y el hambre, había llegado a tal extremo de
miseria, que parecía no tener medio de salvar a sus habitantes ni a los
que se refugiaban en ella. Hombres de toda clase y condición, obispos,
sacerdotes que llevaban consigo los vasos sagrados para librarlos del
pillaje, los religiosos y las esposas sin mancilla de Cristo: todos
huían de la espada enemiga o de la inicua violencia de gente impía. El
mismo Gregorio nos describe la Iglesia de Roma [4]: «una vieja nave,
deshecha por la violencia... que hace agua por todas partes rota a
diario por los embates de la tempestad y cuyas tablas carcomidas
anuncian el naufragio». Sin embargo, Dios envió para salvarla el
piloto que hacía falta, y éste, empuñando el timón, llevarla a puerto
entre aquel oleaje proceloso, guardándola de futuras tormentas.
LO QUE HIZO EN TRECE AÑOS
Es
de admirar todo lo que hizo en poco más de trece años de pontificado.
Sobresalió en la restauración de la vida cristiana en general: reanimó
la piedad de los fieles, la observancia de los religiosos; la disciplina
del clero y el celo pastoral de los sagrados obispos. Fue como un
prudentísimo padre en Cristo [5], custodio del patrimonio eclesiástico,
que atendió liberalmente y con abundancia las necesidades del pueblo, de
la sociedad cristiana y de cada iglesia en particular. Como verdadero
enviado de Dios [6], llevó sus energías de organizador más allá de los
límites de Roma, y se empleó en el bien de toda la sociedad. Hizo frente
a las injustas exigencias de los emperadores de Bizancio, puso límite a
la insolencia de los exarcas y funcionarios imperiales, y, como paladín de la justicia social, frenó su execrable avaricia. Aplacó la
ferocidad de los Longobardos, no temiendo salir a las mismas puertas de
Roma para enfrentarse con Agilulfo, lo mismo que León Magno hiciera con
Atila; no desistió en su empeño y ruegos amables hasta ver a aquellas
temibles gentes finalmente pacificadas y organizadas con un gobierno y
convertidas a la fe católica, cosa que consiguió con la ayuda de la
piadosa reina Teodolinda, hija suya en Cristo. Por eso, se le aplica
justamente el calificativo de defensor y libertador de Italia, tierra a
la que él llama cariñosamente suya [7]. Gracias a sus inagotables
atenciones pastorales, acabó con los errores que subsistían en Italia y
África organizando la Iglesia en Francia, e impulsó la reciente
conversión de los visigodos en España. También convirtió a la verdadera
fe de Cristo al noble pueblo británico, que en los remotos confines del
mundo, permanece todavía infiel, adorando ídolos de madera y piedra [8],
Al enterarse de tan preciosa adquisición, Gregorio tuvo un gozo similar
al del padre que abraza a su hijo queridísimo, ofreciéndoselo a Jesús
Salvador, por cuyo amor -como él mismo dijo- «nos encontramos en Bretaña
con unos hermanos a quienes no conocíamos; por cuya mediación
encontramos a quienes, sin saberlo buscábamos» [9], Esas gentes estaban
tan agradecidos al santo Pontífice, que le llamaban nuestro maestro,
nuestro Apóstol, nuestro Papa, nuestro Gregorio, como si fuese el
resello de su apostolado. En fin, fue tanto lo que hizo, que el recuerdo
de sus hechos se grabó profundamente en las generaciones posteriores,
sobre todo en la Edad Media, hasta el punto de poder decirse que su
espíritu las informaba, sus palabras eran como el alimento espiritual, y
procuraban imitar su vida y sus costumbres; felizmente, una sociedad
inspirada en el cristianismo sustituía a la romana que, con el
transcurso del tiempo, había dejado de existir.
SU VISIÓN SOBRENATURAL Y SU HUMILDAD
¡Este
cambio es obra de la diestra del Altísimo! Y es justo afirmar que
Gregorio tuvo el firme convencimiento de que era la mano de Dios la que
había hecho aquello. Con las siguientes palabras sobre la conversión de
Bretaña -que pueden aplicarse a todo cuanto hizo durante su ministerio
apostólico-, se dirige al santo monje Agustín: «¿De quién es obra esto,
sino del que dijo: mi Padre sigue actuando, y yo también actúo?» [10].
Para demostrar que la conversión del mundo no se debe a la sabiduría
humana, sino a Su poder, eligió como predicadores a los ignorantes,
enviándolos al mundo; lo mismo ha ocurrido con el pueblo inglés, porque
se ha dignado hacer cosas grandes por medio de los débiles [11]. No se
Nos oculta todo lo que el Santo Pontífice, lleno de humildad, no quería
atribuirse: su pericia para resolver los asuntos, su habilidad para
llevar a feliz término lo que había empezado; su admirable prudencia en
las decisiones, su diligente vigilancia y su constante celo. Y también
es evidente que no apeteció la fuerza y el poder, como los reyes de este
mundo, quien -ocupando la más encumbrada dignidad pontificia-, quiso
ser el primero en llamarse «Siervo de los siervos de Dios»; no sacó
adelante su carga sólo con ciencia humana o con persuasivas palabras de
humana sabiduría [12]; su prudencia no se apoyó en puntos de vista
mundanos; tampoco se dedicó a estudiar con prolongado detenimiento los
medios de mejorar la sociedad, para ponerlos luego en práctica;
finalmente, es admirable que todo eso no respondió aun plan preconcebido
que él se hubiese propuesto desarrollar paulatinamente en su ministerio
apostólico; por el contrario, como es sabido, tenía la idea fija de que
el fin del mundo estaba próximo, y que le quedaba poco tiempo para
hacer algo importante. Siendo su cuerpo flaco y débil, aquejado de
constantes enfermedades, con frecuencia al borde de la muerte, tenía una
increíble fuerza de espíritu, a la que continuamente proporcionaba
nuevo aliento su fe viva en la palabra segura de Cristo y en sus divinas
promesas. También confió plenamente en el poder divino entregado a la
Iglesia, para poder cumplir bien su ministerio la tierra.
Como lo
demuestra todo lo que dijo e hizo, durante toda su vida se propuso
fomentar en sí mismo esa fe y esa confianza, despertándolas con fuerza
en los demás; y mientras le llegaba su último día, procuró hacer siempre
lo mejor, en todo lo posible. De ahí la firme decisión de este santo de
hacer llegar, para la salvación de todos, la abundancia de dones
celestiales, con que Dios enriqueció a la Iglesia: la certísima verdad
de la doctrina revelada, y su eficaz predicación, como está demostrado;
los sacramentos, que tienen el poder de infundir o aumentar la vida del
alma; y, por último, con el favor del auxilio divino, la gracia de la
oración hecha en nombre de Cristo.
NOS PROPONEMOS IMITARLE
El
recuerdo de todo esto, Venerables Hermanos, Nos conforta gratamente, y
si miramos a nuestro alrededor desde las alturas del Vaticano, sentimos
el mismo temor -o mayor quizá- que sintiera Gregorio: tantas son las
tempestades que se desencadenan y tantos los ejércitos enemigos que
acosan; nos parece estar tan desasistidos de todo poder humano, que no
nos vemos con fuerzas para dominar a aquéllas ni para resistir el empuje
de éstos. Pero al buscar un punto de apoyo, un suelo firme para esta
Sede pontificia, Nos sentimos seguros en la roca de la Santa Iglesia.
«¿Quién ignora, escribía Gregorio al patriarca Eulogio de Alejandría, que
la Iglesia Santa se apoya en la solidez del Príncipe de los Apóstoles,
solidez que nos hace recordar que el nombre de Pedro proviene de piedra?» [13]. La eficacia divina de la Iglesia no ha disminuido con el paso del
tiempo, ni las promesas de Cristo han traicionado a la esperanza; esas
promesas son las mismas que fortalecían el ánimo de Gregorio, y las que
Nos fortalecen, por encima de tantas dificultades actuales y de tantas
vicisitudes por las que estamos atravesando.
Los reinos y los
imperios desaparecen; con frecuencia, las naciones se destruyeron a sí
mismas, a pesar de su fama y de su cultura, como agostadas por la vejez.
Pero la Iglesia, fiel a su propia naturaleza, sin romper jamás el lazo
que la une al celestial Esposo, vive hasta hoy como una flor de juventud
perenne, sostenida por la fuerza que proviene del corazón traspasado de
Cristo muerto en la Cruz. Los poderosos de la tierra la combatieron;
ellos han desaparecido, ella sobrevive. Los filósofos inventaron mil
caminos, alabándose a sí mismos, como si por fin hubieran conseguido
destruir la doctrina de la Iglesia, hundir los fundamentos de la fe y
demostrar lo absurdo de su magisterio. Sin embargo, la historia enseña
que aquellos caminos terminaron desiertos, mientras que la luz de la
verdad que procede de Pedro ilumina con la misma intensidad con que
Jesús la hizo nacer y la mantiene según la divina sentencia: «el cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no fallarán» [14].
LA IGLESIA, LUZ Y FUERZA DEL MUNDO
Nos,
con esta fe y apoyados en esta roca, sin dejar de hacernos cargo de los
gravísimos deberes del sagrado gobierno y del poder divino que Nos
sostiene, esperamos que callen las voces de los vocingleros y que
desaparezcan para siempre de la Iglesia católica sus doctrinas; no
tardaremos mucho en ver cómo se abandonan las afirmaciones de una
ciencia y de una cultura que rechaza a Dios, o en ver cómo desparecen de
la sociedad. Entretanto, no podemos dejar de recordar todos, como hizo
Gregorio, cuánta es la necesidad de recurrir a la Iglesia, que da la
salvación eterna junto con la paz y la prosperidad terrenas en esta
vida.
Así, como decía aquel santo Pontífice, «orientad los pasos de
la mente, como habéis hecho desde el principio, hacia la seguridad de
esa roca sobre la que nuestro Redentor, como sabéis, fundó la Iglesia en
todo el mundo, de manera que el recto andar de un corazón sincero no se
aparte por caminos equivocados» [15]. Sólo la caridad y la unión con la
Iglesia unen lo dividido, pone orden en la confusión, nivela
desigualdades y acaba con la imperfección [16]. Estad seguros de que
nadie puede gobernar lo terreno si no sabe tratar lo divino, y que la
paz de la sociedad depende de la paz de la Iglesia universal [17].
De
ahí la necesidad de un perfecto entendimiento entre la potestad
eclesiástica y la civil, pues la providencia de Dios quiso que se
ayudasen mutuamente. En efecto, la autoridad sobre todos los hombres
proviene del cielo para ayudar a quienes buscan el bien, para ensanchar
el camino de la gloria y para que el reino de la tierra sirva al de que los cielos [18].
De estos principios brotaba aquella
invencible fortaleza de Gregorio que Nos, con la gracia de Dios,
trataremos de imitar, poniendo todos los medios para mantener incólumes
los derechos y los privilegios de los que el Pontificado romano es
custodio y defensor ante Dios y ante los hombres. De ahí que el mismo
Gregorio, hablando de los derechos de la Iglesia universal, escribiese a
los patriarcas de Alejandría y Antioquía: «hasta con la muerte debemos
protegerlos, porque si no amamos especialmente lo nuestro, dañamos a
todos» [19]. Y a Mauricio Augusto: «ante quien con arrogancia alza su
cabeza contra el Señor omnipotente y contra lo establecido por los
Padres, yo, confiado en Dios todopoderoso, no inclinaré la mía, aunque
me amenace con la espada» [20]. Y al diácono Sabiniano: «Estoy dispuesto a
morir antes que apartarme de la Iglesia del Santo Apóstol Pedro.
Conoces bien mi manera de proceder, porque soy capaz de soportar mucho,
pero si decido no soportar más, estoy dispuesto a enfrentarme a todos
los peligros» [21].
Estas eran las principales enseñanzas del
Pontífice Gregorio, obedecidas por todos aquellos a quienes se dirigían,
y como los gobernantes y el pueblo hacían caso de ellas, el mundo se
encaminaba por la buena senda hacia una convivencia noble y fecunda,
tanto mas cuanto que descansaban firmemente en los fundamentos de un
recto uso de la razón y de una rectitud de costumbres, que sacaban su
fuerza de la doctrina revelada por Dios y de los preceptos del
Evangelio.
Pero en aquella época, las gentes, aunque ignorantes,
incultas y carentes de sentimientos, buscaban la vida; y de nadie podían
recibirla sino de Cristo a través de la Iglesia: «Yo he venido para que
tengan vida, y la tengan en abundancia [22]. En efecto, la tuvieron
ampliamente, puesto que, como la vida sobrenatural procede de la
Iglesia, en ella se incluyen y fomentan también las fuerzas que dan vida
al orden natural, «Si la raíz es santa, también lo serán las ramas, decía San Pablo a los gentiles, ... y tú, siendo acebuche, participaste con ellas de la raíz y de la abundancia del olivo» [23].
LA SITUACIÓN DE NUESTROS DÍAS
Nuestro
tiempo, aunque está tan iluminado por el espíritu cristiano que no
tiene punto de comparación con el tiempo de Gregorio, sin embargo,
parece despreciar la vida de la que principal -y, con frecuencia
únicamente- proceden como de una fuente los bienes pasados y presentes, y
no sólo eso, sino que con errores y disensiones renovados, se trunca a
sí mismo como rama inútil, y busca la raíz profunda del árbol -la
Iglesia- pretendiendo secar su savia vital, para abatirlo
definitivamente e impedir que vuelva a retoñar.
Este error
moderno, el mayor de todos y del que proceden los demás, es la causa,
que tanto nos duele, de la pérdida de la salvación eterna de los hombres
y de los muchos daños que sufre la religión, que se harán mucho peores
si no se les aplica la medicina. Niegan la existencia de todo
orden sobrenatural: que Dios sea el creador de todas las cosas y que su
providencia gobierne todo; niegan que haya milagros y, negándolos,
necesariamente destruyen los fundamentos de la religión cristiana.
Atacan los argumentos que demuestran la existencia de Dios, y con
increíble temeridad -contra los primeros principios de la razón-, se
rechaza el poderoso argumento, que no admite prueba en contrario, de que
la causa, es decir Dios y sus atributos se conoce por los efectos. Las
perfecciones invisibles de Dios, incluidos su eterno poder y su
divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por
el conocimiento que de ellas nos dan las criaturas [24].
Después
de esto, queda abierto camino fácil a otros fantásticos errores, que
repugnan a la recta razón y corrompen las buenas costumbres. En la
gratuita negación del orden sobrenatural a la que se puede llamar «falsa
ciencia» [25], se apoyan críticas históricas igualmente falsas. Todo lo
que de algún modo forma parte del orden sobrenatural, o lo constituye, o
está unido a él o lo presupone, o lo que sin él no tiene explicación,
es borrado de la historia sin haberlo siquiera investigado; eso ocurre
con la divinidad de Jesucristo; con su carne mortal asumida por obra del
Espíritu Santo; con el hecho de que, por su propio poder, resucitó de
entre los muertos; y, finalmente, con las demás verdades de nuestra fe.
Una vez emprendido ese falso camino, la ciencia no acepta ninguna ley
crítica y, confiando en sí misma, suprime de los sagrados todo lo que no
le favorece, o juzga que se opone a sus demostraciones. Negado el orden
sobrenatural, es necesario buscar otro fundamento a la historia de los
orígenes de la Iglesia, e inventan novedades a su antojo, buscan
argumentos que se acomodan a su gusto, y no al sentir de los autores.
Con
semejante aparato doctrinal y tan falsos argumentos, engañan de tal
modo a muchos, que éstos abandonan la fe o se debilitan grandemente en
ella. Hay también quienes, aun constantes en su fe, critican
implacablemente la disciplina, como si fuese la causa del mal,
cuando en realidad no es así, sino que, utilizada legítimamente, conduce
a investigar con óptimos resultados. Pero ninguno cae en la cuenta de
lo que inadvertidamente están admitiendo y proponiendo: una ciencia
falsa, que por necesidad les lleva a conclusiones también falsas. Es
evidente que todo es confusión, si se parte de un falso principio
filosófico. Estos errores nunca podrán ser suficientemente
desmentidos, si no se buscan en su misma raíz, es decir, si no se aparta
a los equivocados de las posiciones en que se consideran seguros y se les lleva al legítimo campo de la filosofía, cuyo abandono les llenó de errores.
Es
triste tener que aplicar a hombres de tanta inteligencia y tan cultos
las palabras de Pablo, que increpa a quienes no han sido capaces de
elevarse desde la tierra hasta lo que no se ve con los ojos: «Devanearon
en sus discursos, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas; y
alardeando de sabios, vinieron a ser necios» [26]. Completamente necio
debe ser llamado todo aquel que utiliza el poder de su inteligencia para
construir sobre arena.
No son menos dolorosas las desgracias que,
para las costumbres humanas y para la vida de la sociedad civil, se
siguen de esa negación. Al negar que haya algo divino fuera de la
naturaleza visible, no queda nada para controlar las pasiones desatadas y
nefandas, que se apoderan de las almas y les causan gravísimos daños.
«De suerte que Dios los abandonó a los deseos de su corazón, a los vicios
de la impureza, en tanto grado, que ellos mismos deshonraron sus
propios cuerpos» [27]. No se os oculta, Venerables Hermanos, cómo se
extiende por todas partes la calamidad de costumbres corrompidas, que el
poder civil no será capaz de contener, si no busca la ayuda de ese
orden más alto, al que nos referimos. Ni tampoco habrá autoridad humana
alguna que pueda curar los demás males, si olvida o niega que todo poder
viene de Dios. Ese es el único freno con cuya fuerza se puede gobernar,
pero esa fuerza ni se emplea con constancia ni está siempre en a mano; y
eso lleva consigo que el pueblo padezca como una enfermedad oculta, que
no tenga estímulo para nada, que se conduzca a su antojo, que fomente
las discordias, alimentando así los más perturbadores desórdenes
sociales, y que trastorne todos los derechos humanos y divinos.
Olvidando a Dios, no se respetan las leyes civiles, ni las instituciones
necesarias; se desprecia la justicia y se oprime hasta la libertad que
es un derecho natural; se llega al extremo de disolver la unidad de la
familia, que es el primer y más firme fundamento de la sociedad civil.
Así, es muy difícil proporcionar a estos tiempos, tan hostiles a
Cristo, los eficaces remedios que Él entregó a su Iglesia para cumplir
la misión de regir a los pueblos.
Sin embargo, fuera de Cristo no hay salvación: «Pues no
se ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo, por el cual debamos
salvarnos» [28]. Es preciso volverse hacia Él, echarse a sus pies, y
escuchar las palabras de vida eterna que salen de su divina boca; sólo Él puede indicar el camino para encontrar la salvación; sólo Él puede
dar la vida; sólo puede dar la vida quien dijo de sí mismo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida» [29]. De nuevo se ha intentado el gobierno
de los asuntos temporales fuera de Cristo; se comenzó a edificar
rechazando la piedra fundamental, como Pedro echó en cara a los que
crucificaron a Cristo. Una vez más, el sillar se desliza para abatir la
cerviz de los que edifican. Jesús sigue siendo la piedra angular de la
sociedad humana, que está comprobando la verdad de que la salvación no
está más que en Él: «Este es aquella piedra que vosotros desechásteis al
edificar, que ha venido a ser piedra angular, y fuera de Él no hay
salvación» [30].
LA RESPONSABILIDAD DE LOS PASTORES
Por todo
esto, comprenderéis fácilmente, VenerabIes Hermanos, hasta qué punto nos
acucia a cada uno de nosotros la necesidad de fomentar, todo lo que
podamos y con todas nuestras fuerzas, la vida sobrenatural en todos los
órdenes de la sociedad humana, desde el más humilde trabajador que con
sudor gana cada día su pan, hasta los más poderosos rectores de la
tierra. En primer lugar, pidiendo a Dios misericordia -con la oración
privada y pública- para que nos conceda su poderoso auxilio, con la
misma voz con que clamaban los Apóstoles, zarandeados por la tempestad:
«Señor, sálvanos, que perecemos» [31].
Pero aun esto es poco.
Gregorio culpaba al obispo que, apartándose del amor divino y de la
oración, no acudía al campo de batalla para defender decididamente la
causa del Señor: «Lleva inútilmente el nombre de obispo» [32], decía con
razón. Hay que iluminar las inteligencias predicando
constantemente la verdad, y refutando las malas teorías con una
verdadera y sólida ciencia filosófica y teológica, y con todos
los auxilios que proceden del genuino progreso de la investigación
histórica. Además conviene que se hagan llegar a todos las enseñanzas
morales de Cristo, para que aprendan a ser dueños de sí mismos, a
dominar las pasiones, a reprimir la orgullosa soberbia, a obedecer a la
autoridad, a vivir la justicia, a ser caritativos con todos, a mitigar
con amor cristiano los odios que hay en la sociedad entre los de fortuna
desigual, de modo que todos se conformen con lo que la Providencia les
haya dado, y procuren mejorar cumpliendo bien su trabajo; y, sin
abismarse en los bienes de la tierra, pongan su esperanza en los bienes
sempiternos de la vida futura. Sobre todo, debe procurarse que estas
ideas se inculquen y se asienten en el alma de modo que sean más
profundas las raíces de una verdadera y sólida piedad, y que cada uno
cumpla sus deberes de hombre y de cristiano no de palabra, sino de
verdad, y tenga una confianza filial en la Iglesia y sus ministros,
pidiéndoles el perdón de los pecados; robustecidos con la gracia de los
Sacramentos, acomodarán su vida a los preceptos de la ley cristiana.
Estas
obligaciones del sagrado ministerio deberán estar empapadas en el amor
de Cristo, con cuya inspiración no habrá ningún caído a quien no levantemos, ni afligido sin consuelo, ni necesidad alguna a la que no
acudamos. Debemos vivir tan plenamente esta caridad, que ante ella
desaparezcan nuestros problemas personales, olvidando nuestro propio
interés y nuestra comodidad, de modo que hechos todo para todos [33],
busquemos la salvación de todos, incluso a costa de nuestra vida,
imitando el ejemplo de Jesucristo, que decía a los pastores de la
Iglesia: «el buen pastor da su vida por sus ovejas» [34]. En magníficos
documentos se recogen los escritos que Gregorio dejó, aunque dio un
ejemplo todavía más valioso con su admirable vida que con sus palabras.
LO QUE LOS PASTORES NO DEBEN HACER
Por
todo esto, que surge necesariamente de los principios de la revelación
cristiana y de las íntimas obligaciones de nuestro apostolado, ya veis,
Venerables Hermanos, cuánto se equivocan los que estiman que
serán más dignos de la Iglesia y trabajarán con más fruto para la
salvación eterna de los hombres si, movidos por una prudencia humana, In
vera distribuyen abundante la mal llamada ciencia, movidos por la vana
esperanza de que así pueden ayudar mejor a los equivocados, cuando en
realidad los hacen compañeros de su propio descarrío. Pero la verdad es
única y no puede dividirse; permanece eterna, sin doblegarse a los
tiempos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» [35].
También
se equivocan por completo los que, dedicándose a hacer el bien, sobre
todo en los problemas del pueblo, se preocupan mucho del alimento y del
cuidado del cuerpo, y silencian la salvación del alma y las gravísimas
obligaciones de la fe cristiana. Tampoco les importa ocultar,
como con un velo, algunos de los principales preceptos evangélicos,
temiendo que se les haga menos caso, e incluso se les abandone. «Al
proponer la verdad, será prudente proceder con tacto; cuando se hayan de
tratar asuntos con quienes desprecian nuestras instituciones y viven
completamente apartados de Dios, como decía Gregorio, al curar las
heridas, es preciso tocarlas antes con mano delicada» [36]. Pero este
procedimiento se quedaría en prudencia de la carne, si se pusiese en
práctica así, sin más; sobre todo, porque daría la impresión de que se
tiene en poco a la gracia divina -que no sólo se concede a los
sacerdotes, sino a todos los fieles de Cristo-, y con la que nuestras
palabras y nuestros hechos acaban venciendo toda resistencia. Esta clase
de prudencia fue desconocida para Gregorio, tanto en la predicación del Evangelio, como en todo lo que admirablemente hizo para remediar las
desgracias del prójimo. Siempre siguió las huellas de los
Apóstoles, que al recibir la primera misión de anunciar a Cristo por la
tierra, decían: «Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los
judíos, necedad para pus los gentiles» [37]. Porque si ha existido algún
tiempo en que pareciese más oportuna la prudencia humana, fue aquél,
sin duda, ya que los ánimos no estaban preparados para recibir una
doctrina nueva que contrastaba con las ambiciones generales, y tan
opuesta a la magnífica cultura de los griegos y los romanos. Sin
embargo, los Apóstoles no hicieron caso de esa prudencia, porque
conocían bien los designios divinos: «Dios quiso salvar a los creyentes
por la necedad de la predicación» [38]. Esa necedad, como siempre, también ahora «es poder de Dios para tus los que se salvan, es decir, para nosotros» [39]. Como
antes, también contaremos con armas poderosas en el escándalo de la
cruz; como entonces, también en adelante venceremos con este signo.
ANTE TODO, LOS PASTORES DEBEN SER SANTOS
Sin
embargo, Venerables Hermanos, estas armas perderán toda su eficacia, y
no servirán de nada si los que las manejan no llevan una vida de íntima
comunión con Cristo, si no tienen una auténtica y profunda piedad y no
arden en deseos de dar gloria a Dios y extender su reino. Consideraba
todo esto el Papa Gregorio de tanta importancia que procuraba con
delicadeza extrema, al ordenar nuevos sacerdotes y obispos, que todos
ellos buscasen sólo el honor de Dios y vibrasen en un auténtico celo por
las almas. y esta preocupación se refleja en su libro titulado Régula Pastorális,
en el que se dan normas para una adecuada formación del clero y para el
gobierno de los obispos; normas no sólo válidas para su tiempo sino
también para esta época nuestra. Además, mientras describe con detalle
cómo ha de ser la vida de éstos, como un Argos luminoso, pasea su mirada
llena de una honda preocupación pastoral por todo el orbe de la tierra [40], para ver si se ha producido alguna desviación o negligencia en el
clero y corregirlas en seguida. El solo pensamiento de que el fango y la
corrupción pudiesen penetrar insensiblemente en la vida de los
clérigos, le llenaba de terror. Si descubría que algo se había hecho en
contra de la legislación de la Iglesia, se preocupaba muchísimo y no
encontraba sosiego. Entonces se le veía amonestar, corregir, amenazar
una y otra vez con penas canónicas a los transgresores de la ley; él,
personalmente, imponía a veces estas penas y, a los indignos, sin
retrasarlo lo más mínimo ni importarle las habladurías de la gente,
quitaba las licencias.
Solía aconsejar cosas que aparecen con
frecuencia reflejadas en sus escritos: «¿Cómo puede interceder por los
hombres delante de Dios quien con la dedicación de su propia vida no se
muestra consciente de que participa de Su gracia?» [41]. «Si en su
conducta se manifiestan las pasiones, ¿con qué atrevimiento se
apresura a curar al herido, el que muestra en su rostro las mismas
heridas?» [42]. «¿Qué frutos podrán conseguirse en los fieles, si los
pregoneros de su doctrina, niegan con sus vidas lo que enseñan con sus
palabras?» [43]. «Ciertamente no tiene fuerza para ayudar en las caídas
ajenas, aquel a quien sus mismas faltas tienen hundido» [44].
Piensa
cómo ha de ser un sacerdote verdaderamente ejemplar y lo describe de
esta forma: «Muriendo a las pasiones de la carne, vive ya sólo para el
espíritu; desprecia los halagos del mundo; no teme las contrariedades y
sólo busca una auténtica vida interior; no le mueve la ambición sino que
por el contrario entrega con generosidad todo lo suyo; su corazón está
pronto para perdonar, pero nunca, por una compasión mal entendida, falta
con su perdón a la verdadera justicia, nunca hace cosas malas, y siente
y desagravia por los pecados ajenos como por los suyos propios; sufre
con los padecimientos ajenos y goza con las alegrías de los otros como
con los suyos; puede servir de modelo para los que le rodean, porque en
toda su conducta no hay nada de qué avergonzarse; desea vivir de tal
forma que pueda inundar del frescor de su doctrina incluso los corazones
más áridos de los que con él conviven; y ha aprendido por propia
experiencia que por la eperseverancia en la oración puede obtener de
Dios lo que le pide» [45].
QUÉ CLASE DE SACERDOTES DEBEN ORDENAR LOS OBISPOS
Así pues, Venerables Hermanos, ¡con cuánta profundidad debe reflexionar el obispo en su interior y en
la presencia de Dios antes de imponer las manos a los nuevos sacerdotes!
y «ni por influencia, ni por súplica alguna -dice Gregorio- se atreva a
ordenar a ninguno, sino sólo a aquellos que por su forma de vida se
hayan mostrado dignos del sacerdocio» [46]. ¡Cuánta prudencia
necesita antes de confiar las tareas pastorales a los recién ordenados
sacerdotes! Si no han sido debidamente probados bajo la constante
vigilancia de prudentes sacerdotes, si no han demostrado llevar una vida
honrada, tener un espíritu piadoso y capacidad de obedecer a todo lo
que es enseñanza o experiencia constante de la Iglesia, y de obedecer
también a «los obispos a los que el Espíritu Santo colocó para gobernar
la Iglesia de Dios» [47], es de prever que sólo se ordenarán sacerdotes
no para salvar, sino para perder al pueblo de Dios. Pues no sólo
sembrarán discordias, sino que provocarán rebeldías más o menos
escandalosas, presentando ante el pueblo un triste espectáculo, como si
hubiera falta de unidad dentro de la misma Iglesia, cuando en realidad
todo eso se ha de atribuir, lamentablemente, a la soberbia y a la
contumacia de unos pocos. ¡Lejos, muy lejos de todo ministerio deben
estar los que provocan las discordias! La Iglesia no necesita de
semejantes apóstoles y éstos no hacen el apostolado de Jesucristo sino
su propio apostolado.
Nos parece tener todavía ante nuestros ojos
la figura de Gregorio en el Concilio de obispos del mundo entero
celebrado en Letrán, en presencia de todo el clero de la Urbe. ¡Con qué
fluidez brotaron sus palabras acerca de la misión de los clérigos! ¡Qué
amor le consumía! Su discurso cayó sobre los hombres malos como un rayo.
Son sus palabras como látigos que hacen reaccionar a los más pasivos.
Son llamas de amor de Dios que consumen suavemente a las almas más
fervorosas. Leedlas a fondo, Venerables Hermanos, y vuestro clero debe
leerlas también, meditarlas; de manera especial en los días de retiro
anual llevad a vuestra oración las palabras de este santo Pontífice [48].
Con gran tristeza se plantea esta cuestión entre otras: «El
mundo está lleno de sacerdotes, pero a pesar de eso, en la mies de Dios
apenas se encuentran operarios; porque recibimos el orden sacerdotal,
pero no cumplimos los deberes que lleva consigo» [49], y realmente,
¡cuántos hombres reuniría hoy la Iglesia si pudiese contar con un hombre
en cada uno de los sacerdotes! ¡Qué abundancia de frutos para
los hombres brotaría de la vida divina de la Iglesia, si cada uno se
dedicase a explicar la verdadera doctrina! Al actuar de esta
forma levantó el Papa Gregorio un gran entusiasmo, que no sólo duró
mientras él vivía, sino que se alargó también a los años siguientes. y
así, a ese tiempo se le conoce con el nombre «época gregoriana», porque
de Gregorio recibió casi todo su impulso: las leyes de gobierno del
clero, la institucionalización del estado de perfección y de la vida
religiosa, y, por último, la música sacra y la ordenación del culto.
PREDICAR LA DOCTRINA
Después
vinieron tiempos muy distintos. Frecuentemente decimos que en la vida
de la Iglesia nada ha cambiado. La Iglesia posee una fuerza recibida de
su divino Fundador por la que, en cualquier época sea la que sea, puede
cuidar no sólo de las almas, que es su misión más específica, sino que
también contribuye al desarrollo y perfeccionamiento de la humanidad,
tarea que deriva de la misma naturaleza de su ministerio.
Es más,
puede suceder que la misma revelación divina que ha sido entregada a la
Iglesia para que la custodie, ponga de relieve en las cosas materiales
lo que tienen de verdadero, de bueno, de bello, tanto más cuanto que
todo ello hay que referirlo a Dios que es la suma verdad, la suma bondad
y la suma belleza.
Grandes beneficios proporciona la doctrina
divina a la ciencia humana, porque a través de ella puede descubrirse
más amplitud de horizontes para nuevos descubrimientos incluso de orden
natural, y porque allana el camino para la investigación y previene
contra los errores que pueden derivarse bien de la razón, bien del
método seguido para investigar la verdad y así resplandece como el faro
en un puerto, dando luz a los que navegan en la noche, sobre muchas
cosas que permanecerían envueltas en tinieblas y ayudándoles a evitar
los escollos que les harían naufragar, si su nave se estrellase contra
ellos.
En lo que se refiere a las costumbres, el Señor, Salvador
nuestro, nos propone como ejemplo supremo de perfección a la misma
bondad divina, a su Padre [50], y ¿quién no ve la cantidad de energía
que podemos sacar de esto para que la ley natural, inscrita en los
corazones de los hombres se cumpla cada vez con más perfección y
profundidad, de manera que el individuo, la familia y toda la sociedad
humana gocen de una mayor felicidad? Fue realmente esta fuerza la que
transformó en civilización la brutalidad de unos hombres bárbaros, la
que reivindicó la dignidad de la mujer, la que acabó con la esclavitud, e
instauró un orden nuevo, después de romper las cadenas con las que
estaban atados las distintas clases de ciudadanos, la que devolvió la
justicia, promulgó la .verdadera libertad y veló por la paz, tanto
familiar como pública.
LAS ARTES AL SERVICIO DE LA VIDA DE PIEDAD
Por
último las artes, al tender hacia Dios, ejemplo supremo de toda
belleza, y del que proceden las especies y las formas singulares que
aparecen en la naturaleza de las cosas, se apartan con más facilidad de
todo lo vulgar y expresan con más fuerza la realidad captada por la
mente, hecho en el que radica la vida del arte. y es imposible decir
cuánto bien ha hecho el arte puesto al servicio de la religión porque
ofrece a Dios algo muy digno, por su riqueza, belleza y elegancia de
formas. Es éste el motivo y el origen del arte sagrado, sobre el que se
ha apoyado y se sigue apoyando todo arte profano. Hace muy poco tiempo
hablamos con más detalle de este tema en un Motu próprio, en el que
volvíamos en el canto romano y en la música sacra a todo lo establecido
por nuestros antecesores. Y como las demás artes, sea cual sea su forma
de expresión, se rigen todas por las mismas leyes, lo que se puede decir
del canto, igual se puede aplicar a la propia pintura, a la escultura y
a la arquitectura que, como muy nobles expresiones del genio humano, la
Iglesia siempre promovió y alentó. Educada por tanta belleza la
humanidad levanta templos en los que los espíritus se remontan hacia los
bienes celestiales, como en la propia casa de Dios, envueltos por el
esplendor de las artes, por la sublimidad de las ceremonias, por la
armonía de la música.
Como hemos dicho ya, el Papa Gregorio aportó
estos beneficios a su época y los tiempos que siguieron. Lo mismo
podremos conseguir ahora si nos apoyamos en tan sólido fundamento y
empleamos medios adecuados para mantener lo bueno que, gracias a Dios, todavía queda, y para instaurar en Cristo [51] todo lo que se ha descaminado.
EXHORTACIÓN FINAL
Nos
gusta poner fin a nuestra carta con las mismas palabras con que el Papa
Gregorio finalizó su discurso pronunciado ante el Concilio de Letrán:
«Pensad esto detenidamente y transmitidlo a cuantos os rodean. Preparaos
para dar fruto a Dios omnipotente en la tarea que os ha encomendado.
Pero esto que os decimos lo conseguiremos mejor rezando que hablando.
Oremos: Dios, que nos quisiste llamar como pastores de tu pueblo,
concédenos, te rogamos, que lo que decimos con nuestras palabras sea una
realidad ante Tus ojos» [52].
Mientras confiamos que, por la
intercesión del Papa San Gregorio, escuchará benigno nuestras súplicas
Dios Nuestro Señor, dador de todos los dones celestiales y testigo de
nuestra paternal benevolencia, impartimos, llenos de cariño nuestra
Bendición Apostólica para todos vosotros, Venerables Hermanos, para el
clero y para vuestro pueblo.
Dado en Roma, en San Pedro, el 12
de marzo de 1904, fiesta de San Gregorio, Papa y Doctor de la Iglesia,
en el primer año de nuestro Pontificado. PÍO PAPA X.
NOTAS
[1] Martyrológium Románum, día 3 de Septiembre.
[2] 1 Reg. 2, 6-7.
[3] En Juan Diácono, Vita Gregórii I. Papæ, IV, 68
[4] Regístrum Gregórii I, 4 a Juan, obispo de Constantinopla.
[5] En Juan Diácono, Vita Gregórii I. Papæ, II, 51
[6] Inscripción en el sepulcro.
[7] Regístrum Gregórii V, 36 (40) a Mauricio Augusto, emperador bizantino.
[8] Ibid. VIII, 2 (30) a Eulogio, obispo de Alejandría.
[9] Ibid. XI, 36 (28) a Agustín, obispo de Inglaterra.
[10] Joann. 5, 17.
[11] Regístrum Gregórii XI, 36 (28).
[12] I Cor. 2, 4.
[13] Regístrum Gregórii VII, 37 (40).
[14] Matth. 24,35
[15] Regístrum Gregórii VIII, 24 al obispo Sabiniano.
[16] Ibid. V, 58 (53) al obispo Virgilio.
[17] Ibid. V, 37 (20) a Mauricio Augusto, emperador bizantino.
[18] Ibid. III, 61 (65) a Mauricio Augusto, emperador bizantino.
[19] Regístrum Gregórii V, 41 (43).
[20] Ibid, V, 37 (20)..
[21] Ibid. V, 6 (IV, 47).
[22] Joann. 10, 10.
[23] Rom. 11, 16, 17
[24] Rom. 1, 20.
[25] I Tim. 6, 20.
[26] Rom. I, 21, 22.
[27] Ibid. 1, 24.
[28] Acta 4, 12.
[29] Joann. 14, 6.
[30] Acta 4, 11, 12.
[31] Matth. 8, 25.
[32] Regístrum Gregórii VI, 63 (30). Cfr. Régula Pastorális I, 5.
[33] I Cor. 9, 22.
[34] Joann. 10, 11.
[35] Hebr. 13, 8.
[36] Regístrum Gregórii V, 44 (18) a Juan, obispo.
[37] I Cor. 1, 23.
[38] I Cor. 1, 21.
[39] I Cor. 1, 18.
[40] Juan Diácono, Libro II, cap. 55.
[41] Régula Pastorális I, 10.
[42] Ibid. I, 9.
[43] Ibid. I, 2
[44] Ibid. I, 11.
[45] Ibid. I, 10
[46] Regístrum Gregórii V, 63 (58) a todos los obispos de Grecia.
[47] Acta 20, 28.
[48] Homilía XVII sobre el Evangelio de San Lucas, cap. 10, n. 17.
[49] Ibid. n. 3.
[50] Matt. 5, 48.
[51] Ephes. 1, 10.
[51] Homilía citada, n. 18.
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