Artículo publicado por Stefano Arnoldi en RISCOSSA CRISTIANA. Traducción por Bruno de la Inmaculada para ADELANTE LA FE.
LOS ESCÁNDALOS DE JUAN XXIII Y PABLO VI
Hablar de las fechorías de los
Por añadidura, existen los tontos útiles que se erigen en paladines de la Tradición y al mismo tiempo también del Concilio que se convocó para demolerla. No vacilan en afirmar –incluso sin ruborizarse– cuánto se distancian los
La causa de una mentalidad tan enceguecida no vienen al caso; cada uno dará cuenta a Dios de sus propias decisiones y sus actos. Lo que deja estupefacto es el ardor con que se empeñan en ajustar la verdad a un sentido distorsionado de la realidad induciendo así a error a incontables fieles ingenuos.
No se puede menos que pensar que para estos genios el
Para ellos, a pesar de todo, es mejor una Iglesia llena aunque con un clero ambiguo, impreciso, por no decir desviado… El padre Pío, por el contrario decía: «¿La Iglesia? Mejor vacía que llena de diablos». Se dirá que son opiniones. Pero algo nos dice que sabía más el padre capuchino que tantos Soccis, Introvignes y todos los profesores e intelectuales que usted quiera, siempre dispuestos a llevar agua a quien sigue envenenándola.
Si tenemos en cuenta, por ejemplo, la postura de algunos cardenales y obispos que están considerados paladines de la ortodoxia católica, como Burke, Negri, Crepaldi, Sarah o Schneider… les veremos entonar alabanzas a los
Es necesario, por tanto, esforzarse por plantearse preguntas incómodas e improrrogables, por dolorosas que sean, en vista del estado en que se encuentra la Iglesia de Nuestro Señor: ¿cómo se puede ensalzar como modelos a quienes desencadenaron la destrucción del catolicismo?
La apostasía de un clero cada vez más arrogante merece ser como mínimo desenmascarada, y desde luego no expresando opiniones personales sino lo que dijeron los propios pontífices preconciliares que en su día previnieron de lo que constituía un grave peligro para la Iglesia y que se materializaría poco después: el Concilio Vaticano II, es decir, el intento de destruir el Magisterio perenne creando una nueva iglesia.
No cabe la menor duda de que Juan XXIII y Pablo VI son los responsables de esta tragedia. Dos
El primero, de carácter bonachón y simpático, extrovertido y astuto diplomático; el segundo, tímido y de aspecto triste, casi oprimido por su propia introversión. Muy diferentes y al mismo tiempo muy unidos.
Se sabe ciertamente de la estrecha amistad que los unía, hasta el punto de que en una carta del
Tanta amistad está justificada por la común complicidad en conducir a la Iglesia al terreno minado del falso ecumenismo, condenado no sólo por Pío XI en la encíclica Mortálium ánimos, sino también por Pío XII, que advirtió: «[Los obispos] velarán asimismo no sea que con el falso pretexto de que hay que dar más importancia a lo que une que a lo que separa se fomente un peligroso indiferentismo». [Acta Apostólicæ Sedis 42 (1950), págs. 142-147].
Palabras caídas en saco roto si tenemos en cuenta el discurso pronunciado por Roncalli cuando tomó posesión del cargo de Patriarca de Venecia en la basílica de San Marcos el 15 de marzo de 1953: «Me preocupo siempre más de lo que une que de lo que separa y es causa de controversia». Concepto que recalcó su amigo Montini que, ya como Pablo VI, lo confirmó en su encíclica Ecclésiam suam: «Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide».
Tenían, además, la idea de que todo seguidor de las otras religiones era grato a Dios como el cristiano, porque aceptaban en todo el llamado cristianismo anónimo del jesuita Karl Rahner (auténtico tótem de la iglesia vaticanosegundista), que sostenía que incluso quiene no cree en Cristo sería verdaderamente cristiano.
Si nos fijamos bien, este principio es diametralmente opuesto a lo que predicó San Juan apóstol: «Si viene alguno a vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis. Porque quien le saluda participa en sus malas obras» (2 Jn., 9-10).
Que con estos dos
También en este caso la doctrina cayó en saco roto: cuando Roncalli era delegado apostólico en Turquía, el futuro
Juan XXIII y Pablo VI, siempre unidos y siempre resueltos a levantar una Iglesia puesta al día, hoy llamada conciliar. Una iglesia en la que el modernismo estalló con tal violencia que aún sigue tronando en todas partes y en casi todas las parroquias agrupadas en la neorreligión conciliar, pagando los fieles las consecuencias con el continuo lavado de cerebro a que son sometidos por el clero conciliar.
Todo ello por culpa de la actividad política izquierdista que el
Juan XXIII, aclamado como el
De derribar la otra columna, la Liturgia, se encargó Pablo VI.
Montini comenzó por suprimir mediante la instrucción Inter œcuménici 48 §1, la oración que rezaban al final de cada misa el celebrante y los fieles postrados de rodillas a la Virgen y a San Miguel, príncipe de los ángeles (¡auténtico exorcismo redactado por S.S. León XIII tras ver en una visión que en el futuro la Iglesia sería atacada por el demonio!)
Conviene destacar que el Padre Pío no estaba en modo alguno de acuerdo con tal decisión de Montini (como es sabido, ni siquiera había tenido buenas relaciones con Roncalli), y continuó rezándola hasta que murió en 1968.
A raíz de ello, la Misa que siempre había celebrado la Iglesia fue sustituida por una nueva celebración: el 3 de abril de 1969 el
De ahí la resistencia de tantos sacerdotes santos y valientes –entre los que se cuenta monseñor Lefebvre– para los cuales el único motivo válido que puede tener un católico para resistirse a la autoridad de la Iglesia es la Fe.
En concreto, por lo que atañe a la liturgia, sólo la fe puede motivar el rechazo del nuevo rito de la Misa, y la razón fundamental por la que ningún sacerdote ni fiel puede aceptar el Novus Ordo es precisamente porque «representa, tanto en su conjunto como en sus detalles, una notable desviación de la teología católica», como pusieron de relieve los cardenales Bacci y Ottaviani (Breve examen crítico del Novus Ordo Missæ, dirigido en 1969 a Pablo VI).
Semejante apartamiento de la teología católica es fruto de un acercamiento, deseado y consentido, a la doctrina y la liturgia protestante, como declaró el propio Pablo VI al instaurar el nuevo rito: «El esfuerzo solicitado a los hermanos separados para que se reencuentren debe corresponderse con el esfuerzo, igualmente mortificante para nosotros, de purificar la Iglesia romana en sus ritos para que se vuelva deseable y habitable» (J. Guitton, Pablo VI secreto, Ediciones Encuentro).
De hecho, como es sabido, Pablo VI pidió a seis pastores protestantes que formaran parte de la comisión encargada de elaborar la nueva Misa. Uno de ellos, Max Thurian, de la comunidad de Taizé, declaró con motivo de la publicación del nuevo misal: «Esta Misa renovada no tiene nada que pueda molestar verdaderamente a los protestantes evangélicos» (M. Thurian, en La Croix, 30 de mayo de 1969).
El resultado ha sido que lo largo de los años la Iglesia
Monseñor Lefebvre, defensor de la tradición de la Iglesia, nos dejó estas palabras: «Es indudable (…) que debemos combatir las ideas que están de moda en Roma y expresa el Papa. Las combatimos porque no hacen otra cosa que repetir lo contrario de lo que han declarado y enseñado solemnemente los papas durante siglo y medio. Entonces, hay que elegir. Es lo que le dije a Pablo VI. Nos vemos obligados a escoger entre vosotros, los del Concilio, y vuestros predecesores. ¿A quién hay que dirigirse? ¿A los predecesores que afirmaban la doctrina de la Iglesia, o a las novedades del Concilio Vaticano II que vosotros habéis confirmado?».
Es la pregunta que interpela la conciencia de todo fiel que quiera seguir siendo católico. Y es la pregunta que nos plantea el Señor: «El Hijo del Hombre, cuando vuelva, ¿hallará fe en la Tierra?» (Lc. 18,8).
STEFANO ARNOLDI
30 de Agosto de 2018
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