La venerable Arcángela (en el siglo Margarita) Panigarola, monja agustiniana, priora del monasterio de Santa Marta en Milán, tenía un extraordinario celo por el alivio de las almas del Purgatorio. Rezaba y hacía rezar por todos sus conocidos, e incluso por los desconocidos, cuya muerte le fuese anunciada.
Su padre, Gotardo, al que quería mucho, era uno de esos cristianos mundanos que no se preocupaban en rezar por los difuntos. Este falleció, y Arcángela, desolada, comprendiendo que debía a este querido difunto menos lágrimas que oraciones, resolvió encomendarlo a Dios mediante sufragios especiales.
Pero, sorprendentemente, esta resolución casi no se llevó a efecto: esta hija, tan piadosa y tan devota de su padre, hizo poco por su alma. Dios permitió que, a pesar de sus santos propósitos, perdiese constantemente de vista a su padre para ocuparse de otros.
Por fin, un acontecimiento inesperado vino a explicar este extraño olvido y a despertar la devoción de la monja por su padre: En el Día de la Conmemoración de los Difuntos, se había encerrado en su celda, dedicándose únicamente a ejercicios de piedad y penitencia por las almas. De repente se le apareció su ángel de la guarda, la tomó de la mano y la condujo en espíritu al Purgatorio.
Allí, entre las almas que vio, reconoció la de su padre, sumergida en un estanque de agua helada. En cuanto Gotardo vio a su hija, se levantó hacia ella y le reprochó con un gemido, que le hubiese abandonado en sus sufrimientos, mientras que ella no había dejado de tener caridad para con los demás, no había cesado de aliviar y liberar a las almas de desconocidos.
Arcángela guardó silencio ante estos reproches, que ella reconoció como merecidos. Pronto, derramando un torrente de lágrimas, respondió entre sollozos: «Haré, oh mi amado padre, todo lo que me pidas. Que el Señor conceda que mis súplicas te liberen lo antes posible».
Ella no podía salir de su asombro, ni entender cómo había olvidado así a un padre querido. Su ángel, tras traerla de vuelta, le dijo que este olvido había sido el resultado de una disposición de la Justicia Divina.
«Dios lo permitió –dijo– como castigo por el poco celo por Dios, por su alma y por las almas de los demás, que tu padre tuvo durante su vida.Lo viste atormentado y congelado en un lago de hielo: este fue el castigo por su tibieza en el servicio de Dios y su indiferencia por la salvación de las almas. Es cierto que tu padre no tenía malas costumbres, pero no mostraba ninguna inclinación por el bien, por las obras piadosas y caritativas a las que la Iglesia exhorta a los fieles.Por eso Dios permitió que fuese olvidado, incluso por ti, ya que habrías ayudado muchísimo a reducir su castigo».
La Justicia Divina suele infligir este castigo a los que carecen de fervor y Caridad: permite que sean tratados de la misma forma como lo hicieron con Dios y con sus hermanos. Esta es, además, la regla de Justicia que el Salvador establece en el Evangelio: «La medida que uséis con los demás, será usada con vosotros».
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