Margarita nació en 1287 en el castillo de Metola, cerca de la ciudad de Mercatello sobre el Metauro, en la frontera entre Urbino y las Marcas, en los Estados Papales. Sus padres fueron Parisio y Emilia. Ambos pertenecían a la nobleza menor, y Parisio fue capitán de la guarnición, pero tenía un temperamento pronto a la ira.
Margarita nació ciega y con la columna curvada, además de ser enana y tenía dificultades para caminar, lo que fue para sus padres motivo de vergüenza, y por diez años la encerraron primero en una habitación al lado de la capilla del castillo. El capellán la instruyó en la Fe y le administraba los Sacramentos, y ella ayunaba y usaba cilicio.
Durante una invasión del conde de Urbino, la familia huye a otro castillo en la ciudad de Mercatello y, según las fuentes antiguas, esconden un año a Margarita en el sótano. La obsesión constante de los padres era esconderla de la vista del mundo.
En 1303, sus padres la llevaron a la iglesia de San Francisco en Città de Castello (en latín Tiferno), buscando que la intercesión de Santiago de Città di Castello, un escultor y hermano lego franciscano muerto once años antes en olor de santidad, le restituyese la salud, mas al no darse el milagro, la abandonaron allí. Margarita quedó vagando por la ciudad, pero fue acogida por varias familias bondadosas, que recibieron muchas bendiciones por su generosidad. Poco después fue acogida por un convento local dedicado a Santa Margarita Mártir, pero su fervor en la oración y la observancia de las reglas contrastaba con la vida laxa y mundana de las monjas, las cuales la despidieron de sí con insultos y maltrato, y hasta con el azote de la injuria.
Venturino y Grigia, un matrimonio, la recibió en su casa y le dispusieron una habitación donde ella residió. Ayunaba todos los días, se flagelaba por penitencia, y cuando dormía (que lo hacía muy pocas horas), era en el suelo y no en su cama. Dios les recompensó cuando una tarde, se incendió la casa. Margarita, estando en oración, no se sentía de nada, y le dijo a Grigia que arrojase su manto a las llamas, cesando inmediatamente el incendio, para asombro de la ciudad.
Poco después, Margarita tomó el hábito de la Tercera orden de Santo Domingo, y poniéndola su pulgar derecho e invocando al Señor, curó a otra mantellata (beata) llamada Venturela de una enfermedad en los ojos que los médicos habían desahuciado.
Era muy asidua a la oración, rezaba el Oficio de Nuestra Señora, el de la Santa Cruz y el Salterio completo, y comulgaba frecuentemente. Enseñaba a los niños el catecismo y los salmos, que había aprendido en el convento, y solía visitar a los enfermos y los presos. Tuvo levitaciones, varios milagros, y en la Elevación de la hostia, tuvo visión de la Encarnación de Nuestro Señor, tema frecuente de sus meditaciones y que ella llamaba constantemente “su tesoro”. Además, fue gran devota de San José, y contemplaba cómo este servía al Niño Jesús durante la huida a Egipto y de regreso.
Asistida por los frailes dominicos, Margarita murió el 12 de Abril de 1320. Tenía 33 años de edad, y una gran fama de santidad. Cuando murió, fueron halladas encerradas en su corazón, cual relicario, tres perlas preciosas. En la del centro, se veía el Niño Jesús reclinado sobre las pajas del pesebre, en la de la derecha a la Virgen Santísima, ceñida la frente con diadema de oro. En la perla de la izquierda, San José revestido con manto de gloria y sobre su cabeza una paloma blanca representando al Espíritu Santo.
Las autoridades y el pueblo tifernato querían sepultarla dentro de la iglesia de Santo Domingo y no en el claustro (como se usaba en ese entonces), pero los frailes no estaban de acuerdo con ello. Durante el funeral, llevaron una niña muda lisiada, la cual fue curada milagrosamente, testificando: «Yo estoy sana, que Santa Margarita me ha sanado», y pidiendo el hábito dominico. Ante esto, los frailes accedieron a sepultarla en la iglesia. Cada año, el ayuntamiento hacía ofrenda de cera, y el 1 de Mayo, se hacía ostensión de sus reliquias.
El 9 de Junio de 1588, cuando se iban a trasladar sus restos a un nuevo altar en la iglesia de Santo Domingo, el obispo de Città di Castello ordenó inspeccionar el cadáver con miras al proceso de beatificación, hallando que ella medía 4 pies de altura, su cabeza era grande en proporción a su figura, sus manos y pies eran pequeños, la espalda destrozada por las flagelaciones, y su pierna derecha era una pulgada y media más corta que la izquierda.
Tras una investigación dirigida por San Roberto Belarmino, su culto fue confirmado el 9 de Octubre de 1609 por el Papa Pablo V por beatificación equivalente, autorizando su veneración por la rama de los Dominicos en Perusa, y el 6 de Abril de 1675, Clemente X lo extendió a toda la orden dominica.
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