Rostro de Jesús (Ariel Agemian, 1935).
«Jesucristo, por sus actos humanos, obró misterios divinos, y valiéndose de recursos visibles realizó operaciones invisibles. “Subió a la barca, atravesó el lago y fue a su ciudad”. ¿No es el mismo que, separando las aguas, dejó al descubierto el fondo del mar, para que el pueblo de Israel pasase a pie enjuto, como por un desfiladero? ¿No es Él quien allanó debajo de los pies de Pedro las olas embravecidas, de suerte que el líquido elemento ofreciese un apoyo firme a sus plantas?
¿Qué razón tuvo para no usar en provecho propio de la obediencia del mar, y servirse de una barca para atravesar un lago tan reducido? “Subió a la barca y atravesó el lago”. ¿Qué hay en esto de extraño? Jesucristo vino a asumir nuestras debilidades y a comunicarnos su fuerza; a tomar lo que es humano y a cedernos lo que es divino: a recibir injurias y a conceder honores; a cargar sobre sí nuestros males y a traernos la salud; porque el médico que no conoce por experiencia propia la enfermedad, no sabe curar.
Si Jesucristo no hubiera descendido de la altura de sus perfecciones, nada habría tenido de común con los hombres; y si no se hubiera sujetado a la condición de nuestra vida corporal, en vano se habría revestido de nuestra carne. “Subió a la barca y atravesó el lago”. El Creador y Señor del universo empezó a tener una patria terrenal, hízose ciudadano judío, y comenzó a tener padres propios. Lo hizo para invitar por el amor, atraer por la caridad, ganar por el afecto y persuadir por la bondad, a los que habría retraído la autoridad, dispersado el temor y alejado el rigor del poder».
SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 50. Lección VII-IX de las Maitines del XVIII Domingo después de Pentecostés.

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