«Asegúrote de cierto que de allí no saldrás hasta que pagues el último maravedí». (San Mateo 5, 26).
San Pedro Damiani es una de esas figuras severas que, como san Juan Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud. Pedro Damiani nació en Ravena. Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo. Para empezar, le mandó a cuidar los puercos en cuanto pudo andar. Otro de sus hermanos, que era arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación. Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damiani (es decir «de Damián»). Éste le mandó a la escuela, primero a Faenza y después a Parma. Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno. Llevaba debajo de la ropa una camisa de cerdas (cilicio) para defenderse de los atractivos del placer y de los ataques del demonio. Hacía grandes limosnas, invitaba frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.
Algún tiempo después, Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de san Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo muchas preguntas sobre su regla y modo de vida. Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad. Las vigilas excesivas hicieron que Pedro enfermase de insomnio; la curación fue larga, pero esto le enseñó a ser más prudente. Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, y llegó a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando éste muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad. Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, santo Domingo Loricato y san Juan de Lodi, quien sucedió a san Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio. Varios papas emplearon a san Pedro Damiani en el servicio de la Iglesia: Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar del rechazo del santo. Pedro rogó muchas veces al papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damiani se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.
En ese retiro edificó a la Iglesia con su humildad, penitencia y compunción; con sus escritos ayudó a mantener la observancia de la moral y de la disciplina. Su estilo es vehemente, y todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo reprendió severamente al obispo de Florencia por haber jugado una partida de ajedrez; el prelado reconoció humildemente que san Pedro Damiani tenía razón, recibió la reprimenda con gran humildad, y aceptó como penitencia recitar tres veces el salterio, lavar los pies a doce pobres y darles una moneda de limosna. El santo escribió un tratado al obispo de Besanzón, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino. San Pedro Damiani recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de las peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal. Como decía, con razón: «Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores». El santo combatió con gran vigor la simonía y predicó el celibato eclesiástico. Como quería que los monjes llevaran una severa vida ascética y semi-eremítica, así pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que «su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores...; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral».
Algún tiempo después, Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de san Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo muchas preguntas sobre su regla y modo de vida. Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad. Las vigilas excesivas hicieron que Pedro enfermase de insomnio; la curación fue larga, pero esto le enseñó a ser más prudente. Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, y llegó a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando éste muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad. Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, santo Domingo Loricato y san Juan de Lodi, quien sucedió a san Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio. Varios papas emplearon a san Pedro Damiani en el servicio de la Iglesia: Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar del rechazo del santo. Pedro rogó muchas veces al papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damiani se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.
En ese retiro edificó a la Iglesia con su humildad, penitencia y compunción; con sus escritos ayudó a mantener la observancia de la moral y de la disciplina. Su estilo es vehemente, y todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo reprendió severamente al obispo de Florencia por haber jugado una partida de ajedrez; el prelado reconoció humildemente que san Pedro Damiani tenía razón, recibió la reprimenda con gran humildad, y aceptó como penitencia recitar tres veces el salterio, lavar los pies a doce pobres y darles una moneda de limosna. El santo escribió un tratado al obispo de Besanzón, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino. San Pedro Damiani recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de las peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal. Como decía, con razón: «Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores». El santo combatió con gran vigor la simonía y predicó el celibato eclesiástico. Como quería que los monjes llevaran una severa vida ascética y semi-eremítica, así pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que «su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores...; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral».
Es autor del Libro Gomorriano (por Gomorra), con el que quiso contrarrestar el poderoso influjo de las costumbres licenciosas de su tiempo. «Este mundo —escribió en esta obra— se hunde cada día de tal suerte en la corrupción, que todas las clases sociales están podridas. No hay pudor, ni decencia, ni religión; el brillante tropel de las santas virtudes ha huido de nosotros. Todos buscan su interés; están devorados por el apetito insaciable de los bienes de la tierra. El fin del mundo se acerca, y ellos no cesan de pecar. Hierven las olas furiosas del orgullo, y la lujuria levanta una tempestad general. El orden del matrimonio está confundido, y los cristianos viven como judíos. Todos, grandes y pequeños, están enredados en la concupiscencia, nadie tiene vergüenza del sacrilegio, del perjurio, de la lujuria, y el mundo es un abismo de envidia y de hediondez».
A pesar de su severidad, san Pedro Damiani sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Maguncia, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a san Pedro Damiani a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en Fránfort con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique tuvo que renunciar a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambió de actitud y concibió un odio todavía más profundo por su esposa.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro de Fonte Avellana. Practicó todas las austeridades que predicaba a otros hasta el fin de su vida. En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios, para no estar ocioso. El papa Alejandro II envió a san Pedro Damiani a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido. Cuando san Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Éste fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.
San Pedro Damiani fue uno de los predecesores del monje Hildebrando, es decir Gregorio VII. Fue un elocuente predicador y un escritor fecundo. Aunque nunca hubo una canonización formal, la declaración en 1828, por SS. León XII, como doctor de la Iglesia, confirma el culto que se le venía tributando desde antiguo.
Aunque la biografía escrita por su discípulo Juan (casi seguramente Juan de Lodi, que fue más tarde arzobispo de Gubio), constituye un relato coherente de la vida del santo, su historia puede reconstruirse a base de las crónicas de la época y de los sermones y cartas de san Pedro Damiani. La biografía escrita por Juan se halla en Acta Sanctórum, febrero, vol. III, y también en Mabillon. Ver el excelente estudio de R. Biron, St. Pierre Damiani, en la colección Les Saints, y Capecelatro, Storia di San Pietro Damiano. En Lives of the Popes de Mons. Mann (vols. V y VI) se encontrarán muchos datos complementarios. Cf. O. J. Blum, St. Peter Damiani (1947), que estudia las enseñanzas del santo; y D. Knowles, The Monastic Order in England (1949), págs. 193-197, donde hay muchas referencias.
A pesar de su severidad, san Pedro Damiani sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Maguncia, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a san Pedro Damiani a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en Fránfort con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique tuvo que renunciar a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambió de actitud y concibió un odio todavía más profundo por su esposa.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro de Fonte Avellana. Practicó todas las austeridades que predicaba a otros hasta el fin de su vida. En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios, para no estar ocioso. El papa Alejandro II envió a san Pedro Damiani a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido. Cuando san Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Éste fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.
San Pedro Damiani fue uno de los predecesores del monje Hildebrando, es decir Gregorio VII. Fue un elocuente predicador y un escritor fecundo. Aunque nunca hubo una canonización formal, la declaración en 1828, por SS. León XII, como doctor de la Iglesia, confirma el culto que se le venía tributando desde antiguo.
Aunque la biografía escrita por su discípulo Juan (casi seguramente Juan de Lodi, que fue más tarde arzobispo de Gubio), constituye un relato coherente de la vida del santo, su historia puede reconstruirse a base de las crónicas de la época y de los sermones y cartas de san Pedro Damiani. La biografía escrita por Juan se halla en Acta Sanctórum, febrero, vol. III, y también en Mabillon. Ver el excelente estudio de R. Biron, St. Pierre Damiani, en la colección Les Saints, y Capecelatro, Storia di San Pietro Damiano. En Lives of the Popes de Mons. Mann (vols. V y VI) se encontrarán muchos datos complementarios. Cf. O. J. Blum, St. Peter Damiani (1947), que estudia las enseñanzas del santo; y D. Knowles, The Monastic Order in England (1949), págs. 193-197, donde hay muchas referencias.
MEDITACIÓN SOBRE COMO ALIVIAR A LAS ALMAS DEL PURGATORIO
I. Debes socorrer a las almas del Purgatorio con tus oraciones y tus buenas obras. La caridad te obliga a ello con relación a todos los cristianos, que son hermanos tuyos. Lo exige la justicia con relación a tus amigos ya tus parientes: te dejaron sus bienes con la condición que socorrieras a su alma. Acaso esté ella en el Purgatorio por amarte demasiado; en cambio no tienes compasión por ellos, te diviertes mientras ellos arden en las llamas. Ten piedad de mí, ten piedad de mí, tú por lo menos, que eres mi amigo, pues me ha tocado la mano de Dios. (Job).
II. Tú puedes aliviar a estas almas santas haciendo celebrar misas, comulgando, ganando indulgencias, ayunando, orando a Dios por ellas. Ellas no pueden sacarse a sí mismas de ese lugar de dolor; pero pueden obtenerte gracias del Cielo aun estando todavía en el Purgatorio. Socórrelas e invócalas en tus necesidades, y experimentarás los efectos de su poder y de su agradecimiento.
III. Si haces esta caridad a los demás, Dios permitirá que los demás rueguen por ti después de tu muerte. No te fíes, sin embargo, en esto; haz tú mismo, durante esta vida, todo el bien que puedas hacer para expiar las penas que debes por tus pecados. Las limosnas, las penitencias, las buenas obras que hagas, mucho abreviarán tu ¨Purgatorio. No cuentes con tus herederos, acaso se olvidarán de ti una vez que ya gocen de tus bienes. Evita, cuanto puedas, los pecados veniales, puesto que son castigados tan rigurosamente en la otra vida. ¡Ay! ¡cuántos cometes cada día!
ORACIÓN
Oh Dios todopoderoso, dignaos concedernos la gracia de seguir los consejos y ejemplos del bienaventurado Pedro, tu confesor pontífice, a fin de que por el desprecio de las cosas terrenales obtengamos los gozos eternos. Por J. C. N. S. Amén.
I. Debes socorrer a las almas del Purgatorio con tus oraciones y tus buenas obras. La caridad te obliga a ello con relación a todos los cristianos, que son hermanos tuyos. Lo exige la justicia con relación a tus amigos ya tus parientes: te dejaron sus bienes con la condición que socorrieras a su alma. Acaso esté ella en el Purgatorio por amarte demasiado; en cambio no tienes compasión por ellos, te diviertes mientras ellos arden en las llamas. Ten piedad de mí, ten piedad de mí, tú por lo menos, que eres mi amigo, pues me ha tocado la mano de Dios. (Job).
II. Tú puedes aliviar a estas almas santas haciendo celebrar misas, comulgando, ganando indulgencias, ayunando, orando a Dios por ellas. Ellas no pueden sacarse a sí mismas de ese lugar de dolor; pero pueden obtenerte gracias del Cielo aun estando todavía en el Purgatorio. Socórrelas e invócalas en tus necesidades, y experimentarás los efectos de su poder y de su agradecimiento.
III. Si haces esta caridad a los demás, Dios permitirá que los demás rueguen por ti después de tu muerte. No te fíes, sin embargo, en esto; haz tú mismo, durante esta vida, todo el bien que puedas hacer para expiar las penas que debes por tus pecados. Las limosnas, las penitencias, las buenas obras que hagas, mucho abreviarán tu ¨Purgatorio. No cuentes con tus herederos, acaso se olvidarán de ti una vez que ya gocen de tus bienes. Evita, cuanto puedas, los pecados veniales, puesto que son castigados tan rigurosamente en la otra vida. ¡Ay! ¡cuántos cometes cada día!
La devoción a las Almas del Purgatorio. Orad por vuestros parientes difuntos.
ORACIÓN
Oh Dios todopoderoso, dignaos concedernos la gracia de seguir los consejos y ejemplos del bienaventurado Pedro, tu confesor pontífice, a fin de que por el desprecio de las cosas terrenales obtengamos los gozos eternos. Por J. C. N. S. Amén.
Que vida tan edificante, ya había leído sobre la reforma Camaldulense de San Rumualdo, pero no leí la vida de San Pedro Damian, si hubiera un monasterio Camaldulense que este sometido a la Tradición auténtica de la Iglesia, me metería sin dudarlo de novicio
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