Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
CAPÍTULO X. MARÍA EN EL NACIMIENTO DE SU DIVINO HIJO, Y SU ADMIRABLE ESPOSO JOSÉ.
CAPÍTULO X. MARÍA EN EL NACIMIENTO DE SU DIVINO HIJO, Y SU ADMIRABLE ESPOSO JOSÉ.
Tantos esplendores, a pesar de hallarse velados
por la humanidad naciente del divino Verbo, son
sin embargo esplendores de Dios y no pueden menos
de deslumbrarnos.
¿Cómo conseguir aquel fruto copioso de admiración y amor de que son dignas infinitamente tantas finezas de nuestro buen Dios humanado? ¿Cómo conseguirlo?
Tomando nada menos el mismo camino que la Providencia Divina preparó para tan gran fin: convertir nuestras miradas a María y a José; nuestras miradas principalmente a esa gran Mediadora del Mediador divino y al castísimo Esposo de esa Mediadora. No en vano por eso la persona de Jesucristo se nos ofrece siempre en todas las situaciones, acompañada de la insigne persona de su Santa Madre, desde su encarnación en su virgíneo seno, hasta su expiración en el Gólgota; desde su gloriosa resurrección hasta la venida de su Espíritu Santo sobre los Apóstoles; y en las primeras de esas escenas de la infancia y adolescencia de Jesucristo no deja tampoco de verse el dichoso Esposo de María.
Así lo quiso la Divina Providencia: mucho convenía fuese así, como ya lo notamos en el Capítulo previo a la exposición de los Misterios del Rosario. Así, pues, ¡oh Madre nuestra! y vos José su Esposo castísimo, decidnos algo de lo mucho que vuestros corazones atesoraron en esas horas y en esos días eternamente memorables del nacimiento de vuestro Hijo. Ante todo, ¿a quién se deben esas páginas tan deliciosas en que se nos refieren la concepción del Verbo divino, la de Juan Bautista, las hermosas escenas que a ello siguieron, así como las del nacimiento del Niño Dios y la adoración de los Pastores y los Magos? A vos, Señora Nuestra, que como lo consignásteis en ellas por mano del dichoso Evangelista San Lucas, conservábais todas esas cosas y las meditábais en vuestro corazón; de suerte que con eso fuisteis ya no sólo la humilde esclava del Señor, ya no sólo la admirable Madre de su Verbo, ya no sólo la salmista de sus glorias, sino la previsora cronista de sus portentosas proezas, las proezas de su ternura!
Nota por eso con razón nuestro comentador Alápide, que en esta conducta de la Santa Virgen, se tiene un ejemplo insigne de su callar y de su modestia, tanto como de.su celestial prudencia, a la vez que de su firmísima fe y esperanza; que si admiraba lo presente, proveía a lo porvenir; como que no descuidaba de concordar esas demostraciones de humildad suma del divino Verbo, con esas otras de magestad también suma, las del establo con las del cielo, las de los pañales con las de aquellas palabras del Profeta en el salmo 103, «circundado está de luz como si se vistiese de ella»; el pesebre con el trono de Dios, las Bestias con los Serafines.
¡Qué gozo no sería, pues, el que inundaba el alma de la Santa Virgen al brotar de sus entrañas el divino Niño, no de otro modo que como la luz hace su paso a través de un cristal; no de otro que como el Cristo resucitado dejó intacta la cerradura de su sepulcro; no de otro que como ese mismo Resucitado se presentó en medio de sus discípulos sin que precediese apertura ninguna de las cerradas puertas! ¡Qué transporte el de su alma amorosísima! ¡Qué afectos incomparables de agradecimiento! ¡Qué himnos en tono aún más glorioso que el de su inmortal Magníficat! «¡Cantemos al Señor un cántico nuevo», prorrumpiría con su padre David, «porque ha hecho cosas admirables!» para exceder después en incomparable comentario cuanto dijera el Rey Profeta: «¡Señor, Señor Dios nuestro (y no podía menos de agregar: "y por vuestra bondad también mi hijo"), cuán admirable es vuestro nombre en toda la redondez de la tierrra!».
Pero si de esos transportes pasaba la Señora a los que produjese la ternura de su corazón de madre, ¡quién como ella tendría mejor derecho para decir a la letra al Dios Niño las ternuras del Cantar de los cantares: «reciba yo el beso santo de su boca; porque son tus amores, oh dulce Esposo mío, mejores que el más sabroso vino, fragantes como los más olorosos perfumes». Pero después, al reflexionar que ese Niño no era sino el Cordero de Dios, futuro Redentor del mundo por su Sangre, cómo no le diría también: «Manojito de mirra es para mí el amado mío, entre mis pechos quedará; racimo de cipro es mi amado para mí, cogido de las viñas de Engaddi». Derecho mejor que ninguno tenía entonces la Virgen Madre para apropiarse estas palabras de su divino Esposo a la Esposa de los cantares: «¡Oh y que hermosa eres, amiga mía! ¡cuán bella eres! son tus ojos como los de la paloma»; y contestarle ella: «Tú, sí, amado, mío, que eres el hermoso y el agraciado».
No puede darse en la presente vida, como ni en la futura, mayor incentivo de amor, que el de una madre, cuyo Hijo hombre, sea también verdaderamente y en todo rigor el Dios del cielo, el Dios único y verdadero. Semejante objeto de amor es cuanto puede idearse de más amable; porque si el amor de una madre cuyo hijo es puramente hombre, ya de por sí es grande en extremo, fuente de los más exquisitos y delicados afectos, de nobilísimas acciones y de sublimes hazañas, ¿qué será el de aquella madre a la cual no obliga el decir a semejanza del Criador del Océano: «de aquí no pasarás»; y antes, por el contrario le incumbe, le es reclamado, le es tan plausible como debido, el amar a su Hijo, si posible fuese, con amor infinito, cumpliendo con exactísima propiedad lo que dice también la Esposa de los cantares: «mi amado es todo para mí y yo toda de mi amado»; y realizándose en ella lo que esa mística esposa profería tan sólo como un ensueño de su corazón: «¡oh quién me diera, esposo mío, que tú fueses como un niño que está mamando a los pechos de mi madre, para poder besarte aunque te halle fuera y a la vista de todos!». Lo que en una madre común fuera exceso, en la Madre del hombre-Dios es lo ajustado y lo perfecto; lo que en aquella fuera deplorable idolatría, en la Madre de Dios no es sino cumplidísima adoración, concierto dichoso de todos los amores, fusión envidiable del más tierno de los cariños y de la más santa de las adoraciones.
¡Atrévase, quien pueda, a persuadirse de que en ese ideal para siempre bendito de madre de Jesucristo, de madre del Verbo encarnado, de madre de Dios, haya podido comprender, haya podido analizar, haya podido conjeturar todos los tesoros de sabiduría, de santidad y de virtudes, de ternuras, dulzuras y glorias que en Aquél se encierran! Todas las horas, días y años de una vida de contemplación, y la duración misma de la eternidad, no son bastantes para agotar la inteligencia de tantas grandezas, el agradecimiento de tal dignación, el gozo de tantas delicias. ¡Pobres protestantes, que lejos de conjeturar, según parece, la existencia de tan inapreciable tesoro, se empeñan en persuadirse y persuadir a los flacos, que la maternidad divina de nuestra Reina y Reina de los ángeles, no importa tanto como nuestro buen sentido forzosamente supone! ¡Dichosos los creyentes sabios y los sencillos de poco saber en todo lo demás, que no disipan la cuantiosísima herencia que se contiene en estas palabras, que hacen estremecer de asombro al cielo y de contento a la tierra, contenidas en el divino Nuevo Testamento: «María, de la que nació Jesús».
Eso supuesto, si el ideal de madre de Dios, realizado en la madre del Verbo humanado, es tan prodigioso en cuanto al amabilísimo objeto propuesto a la mujer madre de un niño y Niño Dios, como es la Virgen Santísima, ¿no tenemos ya en ese objeto amabilísimo, la medida de todos los valores, de todos los tesoros de amor y ternura que abrigará en su alma el sujeto amantísimo, cuyo amor habrá de recaer en aquel objeto?—Sí, y mil veces sí: para tal hijo tal madre, para tan dulce esposo tan tierna esposa, para tal amado no otro aman te sino ella, para Jesús sólo María; para la gloria del Unigénito del Padre, sólo la glorifica dora incomparable madre suya.
Y así, gózate alma cristiana en concebir cuanto bueno puedas de ternuras, de finezas de amor delicadísimo, el más delicado que imaginarte puedas y encumbrado a la vez sobre el más santo de los serafines; todo eso y más se encierra en el corazón de María cuando estrecha en sus brazos al Niño Jesús contra su corazón, y luego le aparta de él para exponerlo a nueva maternal mirada, como si de nuevo quisiese gozarse en que ese su Hijo era su Dios y verdaderamente Dios, y en que el verdadero Dios era verdaderamente su Hijo.
Quien tal contemple y sepa que esa Madre es Madre también suya por adopción. Madre del pecador por abyecto que sea, por perdido y desamparado de todos los hombres, y que en su, mano está hacer paces con esa Madre para desarmar la cólera de ese Niño rey de los cielos y vengador de los criminales; quien tal contemple y tal haga, ¿qué puede ya temer? Porque así, no hay mejor manera de conocer que existe un Dios en los cielos, ni de que ese Dios mucho nos ama, pues que amó tanto al mundo dándole a su Hijo Unigénito, pues que amó tanto a María haciéndola Madre de ese su Hijo, y pues que puso en ella tanta ternura que mientras más ama ella a su Dios hecho hombre, más tiene que amar a sus hermanos y de éstos a los más dignos de lástima, como son los que han incurrido por sus pecados en la desgracia de su Dios.
¡María... de la cual nació Jesús, el Unigénito del Padre, por quien todas las cosas fueron hechas! ¡qué grandeza la de esa Mujer, qué santidad, qué dignidad tan soberana! ¡Quién mejor que Ella puede hacer compañía, rendir homenaje y tributar honor, pagar el infinito amor del Verbo y enseñarnos, sí, enseñarnos y ayudarnos a entender y amar al Incomprensible e infinitamente Bueno! ¡Maestra nuestra, Madre de la Sabiduría, enseñadnos y ayudadnos a entender y amar a Nuestro Dios!
Pero si el Nuevo Testamento no consigna el título de Madre de Jesús, sino por medio de «José, esposo de María, de la cual nació Jesús», ¿no es mucha la grandeza de este Esposo dichosísimo? ¿no es mucha su santidad? ¿no es mucha su gloria? ¿no es mucho su valimiento? ¡Ah! bien lo sabemos los católicos, ¡oh Esposo escogidísimo de la Reina de los ángeles! ¿cómo agradar a vuestra Esposa, sin honraros? Muchísimo valéis, Padre estimativo de Jesucristo; por eso en tal gloria del establo de Belem, se os ha asignado lugar tan eminente, que ocuparéis por la eternidad en grado de dicha, como ahora le ocupáis en el tiempo de vuestra prueba y de vuestras súplicas. ¡Oh Jesús, oh María, oh José, tened misericordia de nosotros! ¡Oh Jesús, oh María, oh José, gloria os sea dada por siglos de siglos! Amén.
¿Cómo conseguir aquel fruto copioso de admiración y amor de que son dignas infinitamente tantas finezas de nuestro buen Dios humanado? ¿Cómo conseguirlo?
Tomando nada menos el mismo camino que la Providencia Divina preparó para tan gran fin: convertir nuestras miradas a María y a José; nuestras miradas principalmente a esa gran Mediadora del Mediador divino y al castísimo Esposo de esa Mediadora. No en vano por eso la persona de Jesucristo se nos ofrece siempre en todas las situaciones, acompañada de la insigne persona de su Santa Madre, desde su encarnación en su virgíneo seno, hasta su expiración en el Gólgota; desde su gloriosa resurrección hasta la venida de su Espíritu Santo sobre los Apóstoles; y en las primeras de esas escenas de la infancia y adolescencia de Jesucristo no deja tampoco de verse el dichoso Esposo de María.
Así lo quiso la Divina Providencia: mucho convenía fuese así, como ya lo notamos en el Capítulo previo a la exposición de los Misterios del Rosario. Así, pues, ¡oh Madre nuestra! y vos José su Esposo castísimo, decidnos algo de lo mucho que vuestros corazones atesoraron en esas horas y en esos días eternamente memorables del nacimiento de vuestro Hijo. Ante todo, ¿a quién se deben esas páginas tan deliciosas en que se nos refieren la concepción del Verbo divino, la de Juan Bautista, las hermosas escenas que a ello siguieron, así como las del nacimiento del Niño Dios y la adoración de los Pastores y los Magos? A vos, Señora Nuestra, que como lo consignásteis en ellas por mano del dichoso Evangelista San Lucas, conservábais todas esas cosas y las meditábais en vuestro corazón; de suerte que con eso fuisteis ya no sólo la humilde esclava del Señor, ya no sólo la admirable Madre de su Verbo, ya no sólo la salmista de sus glorias, sino la previsora cronista de sus portentosas proezas, las proezas de su ternura!
Nota por eso con razón nuestro comentador Alápide, que en esta conducta de la Santa Virgen, se tiene un ejemplo insigne de su callar y de su modestia, tanto como de.su celestial prudencia, a la vez que de su firmísima fe y esperanza; que si admiraba lo presente, proveía a lo porvenir; como que no descuidaba de concordar esas demostraciones de humildad suma del divino Verbo, con esas otras de magestad también suma, las del establo con las del cielo, las de los pañales con las de aquellas palabras del Profeta en el salmo 103, «circundado está de luz como si se vistiese de ella»; el pesebre con el trono de Dios, las Bestias con los Serafines.
¡Qué gozo no sería, pues, el que inundaba el alma de la Santa Virgen al brotar de sus entrañas el divino Niño, no de otro modo que como la luz hace su paso a través de un cristal; no de otro que como el Cristo resucitado dejó intacta la cerradura de su sepulcro; no de otro que como ese mismo Resucitado se presentó en medio de sus discípulos sin que precediese apertura ninguna de las cerradas puertas! ¡Qué transporte el de su alma amorosísima! ¡Qué afectos incomparables de agradecimiento! ¡Qué himnos en tono aún más glorioso que el de su inmortal Magníficat! «¡Cantemos al Señor un cántico nuevo», prorrumpiría con su padre David, «porque ha hecho cosas admirables!» para exceder después en incomparable comentario cuanto dijera el Rey Profeta: «¡Señor, Señor Dios nuestro (y no podía menos de agregar: "y por vuestra bondad también mi hijo"), cuán admirable es vuestro nombre en toda la redondez de la tierrra!».
Pero si de esos transportes pasaba la Señora a los que produjese la ternura de su corazón de madre, ¡quién como ella tendría mejor derecho para decir a la letra al Dios Niño las ternuras del Cantar de los cantares: «reciba yo el beso santo de su boca; porque son tus amores, oh dulce Esposo mío, mejores que el más sabroso vino, fragantes como los más olorosos perfumes». Pero después, al reflexionar que ese Niño no era sino el Cordero de Dios, futuro Redentor del mundo por su Sangre, cómo no le diría también: «Manojito de mirra es para mí el amado mío, entre mis pechos quedará; racimo de cipro es mi amado para mí, cogido de las viñas de Engaddi». Derecho mejor que ninguno tenía entonces la Virgen Madre para apropiarse estas palabras de su divino Esposo a la Esposa de los cantares: «¡Oh y que hermosa eres, amiga mía! ¡cuán bella eres! son tus ojos como los de la paloma»; y contestarle ella: «Tú, sí, amado, mío, que eres el hermoso y el agraciado».
No puede darse en la presente vida, como ni en la futura, mayor incentivo de amor, que el de una madre, cuyo Hijo hombre, sea también verdaderamente y en todo rigor el Dios del cielo, el Dios único y verdadero. Semejante objeto de amor es cuanto puede idearse de más amable; porque si el amor de una madre cuyo hijo es puramente hombre, ya de por sí es grande en extremo, fuente de los más exquisitos y delicados afectos, de nobilísimas acciones y de sublimes hazañas, ¿qué será el de aquella madre a la cual no obliga el decir a semejanza del Criador del Océano: «de aquí no pasarás»; y antes, por el contrario le incumbe, le es reclamado, le es tan plausible como debido, el amar a su Hijo, si posible fuese, con amor infinito, cumpliendo con exactísima propiedad lo que dice también la Esposa de los cantares: «mi amado es todo para mí y yo toda de mi amado»; y realizándose en ella lo que esa mística esposa profería tan sólo como un ensueño de su corazón: «¡oh quién me diera, esposo mío, que tú fueses como un niño que está mamando a los pechos de mi madre, para poder besarte aunque te halle fuera y a la vista de todos!». Lo que en una madre común fuera exceso, en la Madre del hombre-Dios es lo ajustado y lo perfecto; lo que en aquella fuera deplorable idolatría, en la Madre de Dios no es sino cumplidísima adoración, concierto dichoso de todos los amores, fusión envidiable del más tierno de los cariños y de la más santa de las adoraciones.
¡Atrévase, quien pueda, a persuadirse de que en ese ideal para siempre bendito de madre de Jesucristo, de madre del Verbo encarnado, de madre de Dios, haya podido comprender, haya podido analizar, haya podido conjeturar todos los tesoros de sabiduría, de santidad y de virtudes, de ternuras, dulzuras y glorias que en Aquél se encierran! Todas las horas, días y años de una vida de contemplación, y la duración misma de la eternidad, no son bastantes para agotar la inteligencia de tantas grandezas, el agradecimiento de tal dignación, el gozo de tantas delicias. ¡Pobres protestantes, que lejos de conjeturar, según parece, la existencia de tan inapreciable tesoro, se empeñan en persuadirse y persuadir a los flacos, que la maternidad divina de nuestra Reina y Reina de los ángeles, no importa tanto como nuestro buen sentido forzosamente supone! ¡Dichosos los creyentes sabios y los sencillos de poco saber en todo lo demás, que no disipan la cuantiosísima herencia que se contiene en estas palabras, que hacen estremecer de asombro al cielo y de contento a la tierra, contenidas en el divino Nuevo Testamento: «María, de la que nació Jesús».
Eso supuesto, si el ideal de madre de Dios, realizado en la madre del Verbo humanado, es tan prodigioso en cuanto al amabilísimo objeto propuesto a la mujer madre de un niño y Niño Dios, como es la Virgen Santísima, ¿no tenemos ya en ese objeto amabilísimo, la medida de todos los valores, de todos los tesoros de amor y ternura que abrigará en su alma el sujeto amantísimo, cuyo amor habrá de recaer en aquel objeto?—Sí, y mil veces sí: para tal hijo tal madre, para tan dulce esposo tan tierna esposa, para tal amado no otro aman te sino ella, para Jesús sólo María; para la gloria del Unigénito del Padre, sólo la glorifica dora incomparable madre suya.
Y así, gózate alma cristiana en concebir cuanto bueno puedas de ternuras, de finezas de amor delicadísimo, el más delicado que imaginarte puedas y encumbrado a la vez sobre el más santo de los serafines; todo eso y más se encierra en el corazón de María cuando estrecha en sus brazos al Niño Jesús contra su corazón, y luego le aparta de él para exponerlo a nueva maternal mirada, como si de nuevo quisiese gozarse en que ese su Hijo era su Dios y verdaderamente Dios, y en que el verdadero Dios era verdaderamente su Hijo.
Quien tal contemple y sepa que esa Madre es Madre también suya por adopción. Madre del pecador por abyecto que sea, por perdido y desamparado de todos los hombres, y que en su, mano está hacer paces con esa Madre para desarmar la cólera de ese Niño rey de los cielos y vengador de los criminales; quien tal contemple y tal haga, ¿qué puede ya temer? Porque así, no hay mejor manera de conocer que existe un Dios en los cielos, ni de que ese Dios mucho nos ama, pues que amó tanto al mundo dándole a su Hijo Unigénito, pues que amó tanto a María haciéndola Madre de ese su Hijo, y pues que puso en ella tanta ternura que mientras más ama ella a su Dios hecho hombre, más tiene que amar a sus hermanos y de éstos a los más dignos de lástima, como son los que han incurrido por sus pecados en la desgracia de su Dios.
¡María... de la cual nació Jesús, el Unigénito del Padre, por quien todas las cosas fueron hechas! ¡qué grandeza la de esa Mujer, qué santidad, qué dignidad tan soberana! ¡Quién mejor que Ella puede hacer compañía, rendir homenaje y tributar honor, pagar el infinito amor del Verbo y enseñarnos, sí, enseñarnos y ayudarnos a entender y amar al Incomprensible e infinitamente Bueno! ¡Maestra nuestra, Madre de la Sabiduría, enseñadnos y ayudadnos a entender y amar a Nuestro Dios!
Pero si el Nuevo Testamento no consigna el título de Madre de Jesús, sino por medio de «José, esposo de María, de la cual nació Jesús», ¿no es mucha la grandeza de este Esposo dichosísimo? ¿no es mucha su santidad? ¿no es mucha su gloria? ¿no es mucho su valimiento? ¡Ah! bien lo sabemos los católicos, ¡oh Esposo escogidísimo de la Reina de los ángeles! ¿cómo agradar a vuestra Esposa, sin honraros? Muchísimo valéis, Padre estimativo de Jesucristo; por eso en tal gloria del establo de Belem, se os ha asignado lugar tan eminente, que ocuparéis por la eternidad en grado de dicha, como ahora le ocupáis en el tiempo de vuestra prueba y de vuestras súplicas. ¡Oh Jesús, oh María, oh José, tened misericordia de nosotros! ¡Oh Jesús, oh María, oh José, gloria os sea dada por siglos de siglos! Amén.
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