jueves, 24 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOCUARTO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXVIII. MARÍA SANTÍSIMA EN LA ASCENSIÓN DE SU DIVINO HIJO
Para contemplar y aprovechar el misterio de la Ascensión gloriosa del Verbo humanado a los cielos, nada puede ayudarnos tanto como el entenderla, amarla y glorificarla en esa bienaventurada Madre de ese Rey que asciende a los cielos.

Una vez más lo diremos, y ahora con más especialidad que en los otros misterios: si queremos entender y glorificar mejor a Jesucristo, Verbo de Dios, resucitado y triunfante, volviendo al seno de su Padre, esforcémonos en contemplar a la insigne Madre suya, a la siempre bendita Madre de Dios; en contemplar sus pensamientos y sus afectos en este altísimo misterio, como el modelo perfectísimo al que asemejar nuestros pensamientos y afectos.
  
Esos cuarenta días que siguen a la Resurrección y que preceden al gran día de la Ascensión, este día solemnísimo, esos otros diez que terminan en la venida del Espíritu Santo, en los que la dichosa Madre no ha cesado de entonar himnos de agradecimiento y alabanza, preséntanse a nuestra consideración llenos de claridad, de esperanzas y de amor, siempre a la vista, bajo las influencias y los auspicios de nuestra Reina, consolada ya de los rigores del invierno y de la tempestad ya alejados de la pasión de su Hijo, iluminada ya con la luz del sol de primavera y con el aspecto de los campos floridos y el halago de la voz de ternura de las tórtolas.
 
¡Quién nos diera ver más allá de ese velo que cubre con la palabra santa del Evangelio la gran ciencia, la gran luz, los sobrenaturales afectos de esa época segunda de los cincuenta días que siguen a la resurrección del Verbo humanado! Para que la fe, la esperanza y la caridad perfecta de Dios viniesen a reinar en los corazones de los fieles del Nazareno, era menester que cesasen esas comunicaciones sensibles que en cierta manera lo impedían. Pero lo que en todos los fieles era de esa manera necesario, en la Immaculada no lo era sino de otra. En aquellos lo era para pasar de lo imperfecto a lo perfecto; en la Inmaculada no lo era sino para el tránsito de lo perfectísimo en un género a lo perfectísimo en otro género superior; de un orden de plenitud de gracia a otro orden superior de plenitud de gracia también, a semejanza de lo que de una manera suprema sucedió con los progresos, por decirlo así, en los méritos de la absoluta plenitud de gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

La santa alegría, la efusión de ese consuelo con que se serenaron esos mares de amargura de la Reina de los dolores, y se le dio de gozo cuanto se le había dado de padecimiento, formaron como un anticipado edén para la Reina del cielo en esos días, ya la contemplemos en el Cenáculo, ya en Betania en la casa de Marta y de la Magdalena, ya en el Templo al cual los apóstoles no dejaban de asistir, como nos lo muestra la historia bíblica de sus hechos. Cristo encarnado, Cristo recien nacido, Cristo recobrado en otro tiempo en medio de los Doctores, y hoy Cristo depositado en un sepulcro nuevo, Cristo resucitado y como nuevamente nacido y recobrado después de una pérdida luctuosísima de tres días, eran un sapientísimo paralelo, digno sólo de la inventiva, digámoslo así, del eterno consejo de Dios, a cuya comtemplación la Reina de la sabiduría se entregaba gozosa, como sin duda tenemos razón en discurrirlo.
  
¡Qué gozo en aquellos otros días de los primeros favores de la soberana dignación del Padre celestial! Mas a aquel gozo no había precedido ni el dolor, ni el mérito tan grande como al gozo de ahora. En el gozo de aquellos días había una tristeza, una tempestad de luto en perspectiva; en el gozo de ahora no hay ya esos temores y sólo sí la perspectiva de días aun más felices, cuando la Reina sea llamada de este mundo a sentarse a la diestra de su Hijo en el trono de su gloria.
 
En estos grados, en estas ascensiones de los afectos del corazón nuestro y del de nuestra Reina, de lo santo a lo más santo, está el por qué de esas enseñanzas y exhortaciones de ternura del divino Maestro a sus apóstoles, en la noche de la última cena: «No se turbe vuestro corazón; aunque me fuere, voy a prepararos lugar y he de volver a vosotros. No os dejaré huérfanos; he de volver a vosotros mi paz os dejo, mi paz os doy… no se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo… si me amaseis os gozaríais de que vuelva a mi Padre». En tales enseñanzas, decimos, entendidas y aprovechadas perfectísimamente por nuestra Reina, aun cuando dictadas a imperfectos y aun pecadores como lo fueron los apóstoles y primeros discípulos del divino Maestro, y más lo somos nosotros, en esas enseñanzas, tomemos por maestro y modelo a la Madre de la misericordia.
  
Contemplemos a ese gran modelo de los que creen y de los que aman; contemplemos a la inmaculada Reina, meditando en su corazón las magnificencias de la santísima Eucaristía, vida oculta pero real y verdadera, vida silenciosa pero afectuosísima de Jesucristo en la tierra, vida perpetua hasta la consumación de los siglos, en que la santa casa de Dios en la tierra, la santa familia de Dios, su Santa Iglesia, guardan, alaban, adoran, agradecen y glorifican, se alientan y se vivifican con ese pan del cielo que da la vida al mundo. Nuestra excelsa Reina, compara los días aquellos de su casa de Nazaret, en que ese mismo pan de vida figuró en su hogar, con lo que después de su resurrección sería el reinado de Jesucristo en la santa Eucaristía. ¿Qué haríamos los hombres, mientras llega el día de la eternidad, si no tuviésemos acá en la tierra algo divino y a la vez adaptable a nuestros sentidos, que no pueden amar sin ver con los ojos carnales? ¿Qué haríamos sin esa invención divina de la Eucaristía, que tanto exaltaba el corazón agradecido de Isaías y de Zacarías? (Notas fácite in pópulis ad inventiónes ejus). «Divulgad esto por toda la tierra. Sacaréis agua con gozo de las fuentes del Salvador. Dad gracias al Señor e invocad su nombre: anunciad a las gentes sus designios» (Isaías). «Mas, ¿cuál será el bien venido de él, y lo hermoso que de él nos vendrá; sino el trigo de los escogidos, y el vino que engendra virgenes dando la castidad?» (Zacarías).
  
La gran Reina contemplaba todo esto, lo entendía su gran ciencia, lo agradecía su Corazón afectuosísimo y lo colmaba con sus himnos humildísimos y sublimes de alabanza: «se ocultará de nosotros, volverá a su Padre, pero con nosotros quedará; todo sabrá hacerlo maravillosamente, todo lo podrá eficacísimamente, el que es Misericordioso y Poderoso», diría la excelsa Señora, y entonaría de nuevo a la luz de más portentosa inteligencia, al calor de más profundo amor, anonadada en su nunca desmentida humildad y transportada y Sublimada en su siempre sostenida piedad: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo al contemplar la bondad suya… no cesarán de llamarme bienaventurada todas las generaciones».
  
En estos sentimientos, en estas miras de nuestra amada Reina, entremos sus fieles hijos para ilustrar nuestra ignorancia y sanar de. nuestros pecados. Gocémonos como Ella en que el nombre de Dios sea santificado, en que Jesucristo haya resucitado glorioso y ascendido triunfante a los cielos, desapareciendo a nuestros sentidos, región inferior para el mérito y el amor, a fin de aparecer en las regiones invisibles, donde nace a la vida de la gracia el hombre espiritual por la fe y el amor que en él difunde el Espíritu Santo. Oigamos el himno de júbilo, el cántico nuevo de nuestra Reina con que celebra los triunfos de su divino Hijo en el día de su ascensión a los cielos: «Alaben a mi Dios e Hijo mío todas las naciones, alábenle todos los pueblos; porque en nosotros se ha confirmado su misericordia, y la verdad del Señor permanece para siempre». «Mi alma glorifica al Señor; en el Dios mi Hijo resucitado y que asciende a su trono de gloria, mi espíritu se regocija». «Él se ha dignado poner sus ojos en la bajeza de su Esclava», y «de lo excelso de los cielos ha descendido y a lo excelso de los cielos vuelve, después que por el Espíritu Santo ha hecho que le conciban mis entrañas, que el Verbo hecho carne haya habitado entre nosotros y padecido, haya sido muerto y sepultado, y que haya comenzado su gloria en el gran día en que venció a la muerte». «El Señor asciende en medio del júbilo, llevando cautiva a la cautividad misma, nos enviará a su Espíritu Santo y se unirá para siempre con sus escogidos, comenzando luego, muy luego, a fructificar los dones que el Espíritu Santo nos traerá». «Alábente, oh Dios, los pueblos; publiquen todos, todos los pueblos, tus alabanzas; hadado la tierra su fruto». «Bienaventurada llamarán a esta Esclava del Señor todas las generaciones».
  
Sí; Madre nuestra, Reina y Señora, ahora diremos al contrario de lo que a la Samaritana decían sus conciudadanos: «Si por ti hemos creído y amado a ese Nazareno, humanado Verbo de Dios, Hijo tuyo; si por tí le hemos saludado e interesádonos en su alabanza y gloria por su resurrección y ascensión, hoy, que a tu vista contemplamos lo que has de haber creído, amado, y dádole de gloria a ese tu Hijo, le alabamos más, le bendecimos más, le adoramos más y más le glorificamos por tanta gloria suya que también es tuya. Tú eres la Madre de nuestra dichosa fe, de nuestro hermoso amor, de nuestro santo temor y santa esperanza; por ti, amen todos a ese tu Hijo, que de tu palabra, que de tu fiat hizo nacer esa luz para la revelación de las naciones, para la santificación de los justos y la salud de todos. Tu Hijo va a sentarse a la diestra de su Padre; asistirás también a la diestra de tu Hijo para ser constituida nuestra Reina. Bajo tu amparo nos acogemos. Ruega por nosotros Santa Madre de Dios, ahora y en la hora de nuestra muerte».

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