sábado, 21 de marzo de 2020

ENCÍCLICA “Fulgens radiátur”, SOBRE SAN BENITO

«Dios te salve, discípulo de Cristo. Dios te salve, predicador de la verdad y doctor de las gentes. Dios te salve, predicador universal. Dios te salve, abad de abades. Dios te salve, pastor y mayoral del rebaño de la Iglesia. Dios te salve, columna de la fe» (Oración del Papa Esteban III a San Benito Abad)
   
Imponente es la figura de San Benito Abad, padre del monacato occidental, tan imponente que uno de sus hijos, el cardenal Alfredo Ildefonso Schuster, lo parangonó a San Moisés, un Legislador y caudillo que por siglos y siglos guió a la Iglesia Católica por medio de obispos y papas de su Orden. Para comprender la importancia de este gran Santo, nos valemos de la Encíclica “Fulgens radiátur”, a él dedicada por Pío XII (Acta Apostólicæ Sedis XXXIX (1947), págs. 137-155).
   
En esta Encíclica, el Papa Pacelli hace una exposición detallada sobre la vida y legado de San Benito Abad, valiéndose de su biografía (redactada en los Diálogos de San Gregorio Magno) y su Regla monástica; y expone como deber general de reconocimiento a su obra la reconstrucción de la Abadía de Monte Casino, destruida por el bombardeo de los aviones estadounidenses B-17, B-25, y B-26 el día 15 de Febrero de 1944 en el marco de la operación “Vengador” (donde murieron 230 civiles que se refugiaron en el lugar), ataque ordenado por el comandante neozelandés de origen británico Bernard Freyberg  y azuzado por la prensa británica y el corresponsal internacional estadounidense de origen judío Cyrus Leo Sulzberger III Kahn del The New York Times (a pesar que los alemanes NO OCUPABAN EL MONASTERIO PRECISAMENTE POR SU CARÁCTER DE MONUMENTO HISTÓRICO,  y por eso mismo evacuaron el año anterior todo el patrimonio artístico y bibliográfico al Vaticano).

CARTA ENCÍCLICA “Fulgens radiátur” DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR PÍO, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA XII, A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA AL CUMPLIRSE CATORCE SIGLOS DE LA PIADOSÍSIMA MUERTE DE SAN BENITO, PATRIARCA DE LOS MONJES DE OCCIDENTE
  
   
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
  
San Benito de Nursia resplandece fulgente, como astro entre las tinieblas de la noche, y es honor de Italia y de toda la Iglesia. Todo el que examine su ilustre vida e investigue a la luz verdadera de la historia la época tormentosa en que vivió, comprobará sin duda la verdad de aquella divina promesa, hecha por Jesucristo a sus Apóstoles y a la sociedad que fundaba: «Ego vobíscum sum ómnibus diébus, usque ad consummatiónem sǽculi» (Math., XXVIII, 20). Promesa que no pierde su valor en ningún tiempo, sino que alcanza al curso todo de los siglos, regido por el imperio de Dios. Más aún, cuando con más encarnizamiento los enemigos acometen al nombre cristiano, cuando la nave de Pedro, dirigida por la providencia, es zarandeada por olas cada vez más violentas, cuando todo parece que está para desplomarse y no hay esperanza ninguna de humano auxilio, entonces aparece Jesucristo cumpliendo su palabra, consolando y dispensando aquella fuerza que viene de lo alto, con lo que suscita nuevos atletas, defensores de la causa católica, que le devuelvan su antiguo esplendor, y que, con la ayuda de las gracias celestiales, le comuniquen todavía un mayor perfeccionamiento.

En el número de estos héroes luce con brillante gloria San Benito «bendecido por la gracia y por su mismo nombre» [1] que nació, por un designio providencial de Dios, en un siglo tenebroso, en donde corrían gran peligro no sólo la Iglesia sino también la sociedad civil y la cultura.

El Imperio Romano, que había llegado al culmen de tan grande gloria, y que con la sabia moderación y equidad de su derecho se había incorporado estrecha-mente tantos pueblos y naciones que con razón «hubiera podido llamarse patronato del mundo mejor que imperio»[2], declinaba ya a su ocaso como todas las cosas humanas; porque debilitado y corrompido interiormente y quebrantado en lo exterior por las incursiones de los bárbaros que se precipitaban del septentrión, en las regiones occidentales se deshacía en ruinas.

En tan cruel tormenta y en medio de tanto cataclismo ¿de dónde surgió la esperanza para la sociedad humana?, ¿de dónde le vino auxilio y protección con que poder salvarse del naufragio y conservar al menos los restos de lo que tenía?
  
Ciertamente, de la Iglesia Católica: porque, mientras todas las obras e instituciones terrenas, por el hecho de apoyarse solamente en la fuerza y en el ingenio humano, al correr de los tiempos nacen las unas de las otras, llegan a su apogeo, y luego por su misma naturaleza pierden lastimosamente su vigor y se desploman desmoronadas; Nuestro divino Redentor ha concedido a la sociedad por Él fundada, que goce siempre de una vida divina, y que posea una imperecedera energía; con el cual sostén robustamente fortalecida, de tal manera sale siempre vencedora de las persecuciones, con que a través de los tiempos la combaten los hombres, que de las destrozadas ruinas de sus perseguidores puede sacar, a base de su doctrina y espíritu cristiano, una nueva y más dichosa generación, y constituir sabiamente una nueva sociedad de ciudadanos, pueblos y naciones.
   
Nos place señalar, Venerables Hermanos, breve y compendiosamente, en esta Carta Encíclica, con ocasión del XIV centenario del día en que San Benito, pasados innumerables trabajos por la gloria de Dios y la salvación de los hombres, cambió dichosamente el destierro de este mundo por la patria del cielo, la parte que al Santo le correspondió en esta labor de reconstrucción.

I. LA INCOMPARABLE FIGURA HISTÓRICA DEL PATRIARCA
   
«Nacido de un noble linaje de la provincia de Nursia»[3], «fue colmado del espíritu de toda justicia» [4] y de manera maravillosa ilustró la religión cristiana con su virtud, su prudencia y su sabiduría; porque mientras el mundo se había envejecido por sus vicios, mientras Italia y Europa ofrecían el triste aspecto de un campo de batalla, y el monacato no inmune del polvo de este mundo, carecía de fuerzas para oponerse valientemente a los atractivos de la corrupción, San Benito atestiguó, con sus insignes obras y su santidad, la perenne juventud de la Iglesia, renovó con sus enseñanzas y su ejemplo las costumbres, y defendió con más seguras y santas leyes los claustros. Y no fue sólo eso, sino que él y sus seguidores redujeron del salvajismo a vida civilizada y cristiana pueblos bárbaros, y llevándolos a la virtud, al trabajo y al pacífico ejercicio de las letras y de las artes, los unió en caridad a manera de hermanos.

En su juventud se da en Roma al estudio de las artes liberales [5]; allí ve con dolor de su alma serpear las herejías y todo género de errores, deformando engañosamente muchas inteligencias; ve que las costumbres privadas y públicas están muy decaídas, y que muchísimos principalmente jóvenes, afectados y elegantes, se revuelcan miserablemente en el cieno del placer; de tal manera que con razón pudo afirmarse aquello de la sociedad romana: «Muere riendo. Por eso en casi todo el mundo las lágrimas suceden a nuestras risas»[6]. Pero él, prevenido por la gracia de Dios «no se entregó al placer... sino que... viendo cómo muchos caminaban por las escabrosas sendas de los vicios, se echó atrás al comenzar el camino de este mundo. Despreciados, pues, los estudios literarios, abandonada su casa y la hacienda paterna, deseando agradar a sólo Dios, buscó una manera santa de vida»[7]. Dijo así con gusto adiós no sólo a las comodidades de la vida y a los atractivos del mundo corrompido, sino también a los encantos de un honroso porvenir, a que podía aspirar; y alejándose de Roma, buscó una región silvestre y solitaria, donde pudiese dedicarse a la contemplación de las cosas celestiales. Con este fin llegó a Subiaco, y allí, encerrándose en una estrecha cueva, comenzó a llevar una vida más celestial que terrena.
   
Escondido con Cristo en Dios (Cf. Col., III, 3), se esforzó durante tres años, con fruto abundante, por alcanzar aquella perfección y santidad evangélicas, a las que se sentía llamado por divina vocación. Eran sus ocupaciones huir de todo lo terreno y desear ardientemente sólo lo celestial; conversar con Dios noche y día y pedirle con ardientes plegarias la salvación propia y la de los prójimos; refrenar y macerar su cuerpo con voluntarias penitencias, y tener a raya y reprimir los malos movimientos de los sentidos. De esta manera de vivir y de obrar sacaba su alma tanta dulzura, que se le convirtieron en gran disgusto y hasta casi se le borraron de la memoria todos los contentos que antes había experimentado entre las riquezas y comodidades. Como cierto día el enemigo del humano linaje le molestase con el terrible acicate de la sensualidad, prontamente, con aquel generoso y fuerte espíritu que le caracterizaba, resistió valerosamente, y arrojándose en un espinoso zarzal y entre punzantes ortigas, calmó por completo el incendio interior con los tormentos exteriores que voluntariamente se impuso; y de este modo, victorioso de sí mismo, recibió como premio, el ser casi confirmado en gracia. «Desde aquel momento, según él mismo manifestaba después a sus discípulos, quedó en él tan dominado el espíritu de la sensualidad, que ya no sintió en sí la más mínima molestia... De este modo, libre ya de tentaciones, con toda razón se hizo maestro en la virtud»[8].

Así pues nuestro Santo, retirado durante este largo espacio de tiempo en la cueva de Subiaco y consagrado a una vida tranquila y solitaria, se formó y consolidó en la más alta santidad, y echó los sólidos cimientos de aquella perfección cristiana que habían de servirle de base para construir un alto edificio espiritual. Porque, como bien sabéis, Venerables Hermanos, las más santas obras de celo y de apostolado resultan fútiles y vacías, si no proceden de un alma enriquecida con aquellas virtudes cristianas, las únicas que, elevadas por la gracia sobrenatural, pueden dirigir rectamente las empresas humanas a la gloria de Dios y salvación de las almas. Tal era la íntima y profunda convicción del Santo; por eso, antes de realizar los magnánimos designios que se había propuesto y a los que le inducía la gracia divina, se esforzó por imprimir generosamente en sí mismo aquella forma de santidad que anhelaba comunicar a otros, modelada según la pureza de la doctrina evangélica, y se la pidió a Dios con continuas súplicas.

Al extenderse por todas partes y crecer cada vez más la fama de su preclara santidad, no sólo los monjes que vivían en las cercanías mostraron el deseo de someterse a sus enseñanzas, sino que comenzaron a venir a él muchedumbres de todos aquellos pueblos, ansiosos de oír sus palabras llenas de unción, de admirar sus insignes virtudes y de ver las maravillas que Dios obraba frecuentemente por su medio. Más aún, tanto se difundió aquella viva luz, que irradiaba de la escondida cueva de Subiaco, que hasta llegó a lejanas regiones. Y así «comenzaron a correr hacia él personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma que le entregaban sus hijos para que los educase en el servicio de Dios»[9].

Entonces comprendió el Santo que en los designios divinos había llegado la hora de fundar una familia religiosa, y formarla con todo empeño según la perfección evangélica. La obra comenzó con los mejores auspicios; pues fueron muchos «los que reunió en aquel mismo lugar para el servicio de Dios... de tal suerte que, ayudado por la gracia de Jesucristo, Señor omnipotente, construyó doce monasterios, y puso doce monjes en cada uno, con sus respectivos Superiores; reservándose para sí unos pocos que quiso fuesen educados con mayor esmero a vista suya» [10].

Pero cuando todo —según dijimos— se desarrollaba favorablemente, cuando los frutos de salvación se cogían ya en abundancia y la cosecha futura prometía ser más copiosa todavía, vio el Santo con honda amargura que una negra tempestad, suscitada por funesta envidia y por los deseos de codicia terrena, se abalanzaba sobre la mies que crecía. Sin embargo como los móviles del Santo eran divinos y no humanos, para que aquel odio, dirigido principalmente contra su persona, no se convirtiese lamentablemente en mal para los suyos, «cedió a los envidiosos, reorganizó, cambiando priores y añadiendo algunos religiosos, todos los oratorios que había levantado, y tomando consigo algunos monjes cambió su residencia»[11]. Firme su confianza en Dios y en su ayuda poderosa, partió hacia el Sur y se dirigió a un lugar elevado «que se llama Casino, situado en la ladera de una alta montaña...; hubo allí un antiquísimo templo, donde el pueblo rústico e ignorante, siguiendo una tradición recibida de los antiguos gentiles, daba culto a Apolo. Por los alrededores se habían plantado bosques en honor de los demonios, donde todavía entonces insensatas muchedumbres de infieles ofrecían sacrificios sacrílegos. Apenas llegando allá el Santo, hizo trizas el ídolo, derribó el altar, incendió los bosques y erigió en el mismo templo de Apolo una capilla en honor de San Martín, y donde estuvo antes el ara de Apolo, construyó un altar dedicado a San Juan Bautista; e invitaba a los moradores de aquellos contornos para que abrazasen la fe, predicándoles continuamente»[12].
   
Casino, como todos saben, fue la morada más importante del Santo Patriarca y el escenario principal de su virtud y santidad. Desde la cima de aquel monte, mientras que casi por todas partes se difundían las tinieblas de la ignorancia y de la inmoralidad, pretendiendo invadirlo todo, resplandeció una nueva luz, que alimentada no sólo por la doctrina y civilización de los pueblos antiguos, sino también por las enseñanzas cristianas, iluminó a los pueblos y a las gentes que vagaban errantes, y los encaminó con seguridad por el camino recto de la verdad. Por eso se puede afirmar con todo derecho que el sagrado cenobio, allí construido, fue el refugio tutelar del más puro saber y de las mejores virtudes, y fue también en aquellos tiempos peligrosísimos «como el baluarte de la Iglesia y defensa de la fe»[13].
   
Aquí llevó el Santo Patriarca la vida monástica a aquella forma de perfección a la que aspiraba llegar hacía ya tiempo, valiéndose de sus plegarias, de su meditación y de su experiencia. Y ésta fue, según parece, la misión peculiar y principal a que le destinaba la Divina Providencia; misión que no consistió precisamente en trasladar al mundo occidental el modo de vivir de los monjes orientales, sino más bien en acomodarlo de modo felicísimo al temperamento, necesidades y circunstancias de los pueblos de Italia y del resto de Europa. Y así, a aquella ascética de apacible tranquilidad, que tanto había florecido en los cenobios de Oriente, el Santo añade la infatigable actividad que permita comunicar a los demás los frutos de la contemplación: «contempláta áliis tradére»[14], y recoger no sólo las cosechas materiales de las tierras incultas, sino hacer brotar frutos espirituales con el sudor apostólico. Las austeridades de la vida solitaria, no convenientes para todos y a veces peligrosas también para algunos, las suaviza y las endulza la fraternal convivencia de la casa Benedictina, donde alternando con la oración, el trabajo y el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, la paz imperturbable no sabe de ocio ni de desidia; y donde la acción y el trabajo, lejos de fatigar la mente y el espíritu, disipándolos u ocupándolos en cosas inútiles, los serenan, los vigorizan y los elevan a las cosas celestiales. Porque allí lo que se prescribe no es ni el exagerado rigor de la disciplina, ni la rigidez de las mortificaciones, sino ante todo el amor de Dios y una incesante caridad fraterna para con todos. Porque «de tal manera moderó su regla, que, los fuertes anhelasen todavía más, y los débiles no rehuyesen su rigor... Pretendía más gobernar a los suyos con amor que no dominarlos por el temor» [15]. Y así, viendo en cierta ocasión a un anacoreta que se había encerrado atado con cadenas en una estrecha cueva, para no poder volver a los pecados y a la vida del mundo, lo reprendió suavemente con estas palabras: «Si eres siervo de Dios, no te sujete la cadena de hierro, sino la cadena de Cristo» [16].
    
Así que, a aquellos métodos de vida propios de los ermitaños y a sus especiales preceptos, que antes por lo general no estaban concretamente determinados, sino que dependían las más de las veces de la voluntad de los Superiores de los cenobios, sucedió la regla monástica Benedictina, monumento insigne de sabiduría romana y cristiana, que regula los derechos, obligaciones y ministerios de los monjes con benignidad y caridad evangélica, y que ha sido y es tan eficaz para estimular tantos a la virtud y conducirlos a la santidad. En esta regla Benedictina se hallan coordinadas la mayor prudencia con la sencillez, la humanidad cristiana con la más esforzada virtud; el rigor se templa con la dulzura, y la conveniente sumisión se ennoblece con la sana libertad. En ella la reprensión es firme, la condescendencia y la benignidad resulta agradable por su suavidad; los preceptos conservan su pleno vigor, pero la obediencia da tranquilidad a los corazones y paz a las afinas; agrada el silencio por su gravedad, pero la conversación se adorna de atrayente gracia; y finalmente, la fuerza de la autoridad se ejercita, pero la debilidad tiene también su ayuda[17].

No Nos admira, pues, que hoy día, todos los hombres prudentes tributen las mayores alabanzas «a la regla monástica escrita por el hombre de Dios..., modelo de discreción, rica por sus máximas»[18]; y Nos es grato exponer aquí brevemente y poner de relieve sus características, en la seguridad de que será agradable y útil no sólo para la numerosísima descendencia del Santo Patriarca, sino también para el clero y para el pueblo cristiano.

La comunidad monástica está constituida y formada a la manera de una familia cristiana, donde, como un padre de familia, preside el abad o superior del cenobio, de cuya autoridad paterna todos dependen enteramente. «Hemos visto que conviene —así se expresa el Santo— para conservar la paz y la caridad, que la marcha del monasterio dependa del arbitrio del abad»[19]. Por eso, todos y cada uno deben en conciencia obedecerle religiosamente[20], y ver y reverenciar en él la misma autoridad divina. En cambio, los que por su oficio han recibido el cargo de gobernar las almas de los monjes y conducirlos a la perfección evangélica, piensen y mediten con mucha diligencia que un día tendrán que dar cuenta de ellas al supremo Juez[21], y por eso, en tan gravísima misión de tal manera se conduzcan, que merezcan un justo premio cuando «en el tremendo tribunal de Dios se habrá de hacer juicio»[22]. Y además, siempre que en algún cenobio haya que tratar negocios importantes, el abad convoque a todos sus monjes, oiga sus pareceres libremente manifestados y considérelos atentamente, antes de tomar la resolución que juzgue más conveniente[23].

Pero ya al principio surgió una dificultad grave y espinosa cuando se trató de aceptar o rechazar a los aspirantes a la vida monástica. Porque acudían a los monasterios para ser recibidos gentes de todas las naciones y de todas las categorías sociales: Romanos y bárbaros, libres y siervos, vencederos y vencidos, y no pocos de la nobleza patricia y de la baja plebe. San Benito resolvió y decidió la cuestión con alma grande y caridad fraterna; «porque –son palabras suyas– sea siervo o libre, todos somos uno en Jesucristo, y todos siervos de un mismo Señor... Luego para todos ha de ser... igual la caridad; a todos se proponga una misma regla, teniendo en cuenta la perfección de cada uno»[24]. A los que han abrazado su Instituto les manda que «todo.., sea común para todos»[25]; y no por fuerza o coacción, sino por resolución generosa y espontánea. Todos además se han de obligar a hacer vida estable en el cenobio; de tal manera que sean sus ocupaciones habituales no sólo la oración y la lectura[26], sino también el cultivo de los campos[27], las artes fabriles[28], y las obras espirituales del apostolado. Porque «la ociosidad es enemiga del alma, y por eso, en los tiempos establecidos, los monjes se dedicarán a los trabajos manuales... »[29]. Sin embargo lo más principal, lo que todos han de procurar con la mayor diligencia y cuidado, es que «nada se anteponga al servicio divino»[30]. Porque «aunque sabemos que Dios está presente en todas partes... sin embargo, debemos sobre todo creer esto sin la menor duda, cuando asistimos al Oficio divino... Pensemos, por consiguiente, cómo se debe estar en presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y estemos de tal modo mientras salmodiamos, que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[31].
   
En estas normas principales de la regla Benedictina, que hemos ido en cierta manera como gustando, no sólo se admira con toda claridad su prudencia, su oportunidad y su maravillosa adaptación a la naturaleza humana, sino también su grande importancia. Porque mientras en aquella edad bárbara y agitada no sólo se tenía en poco el cultivo de los campos y el ejercicio de las artes mecánicas y liberales, la afición de las letras y el estudio de las ciencias sagradas y profanas, sino que todos las habían lastimosamente abandonado; en los cenobios benedictinos se formó un gran número de agricultores, artífices y doctos, que no sólo trabajaron cuanto pudieron por conservar incólumes los vetustos monumentos del saber antiguo, sino que llevaron a los pueblos antiguos y nuevos, muchas veces en lucha entre sí, a la paz y a la concordia y a una diligente actividad; y les trajo de nuevo, con éxito feliz desde la barbarie, que volvía a resurgir, de las devastaciones y rapiñas, al trato humano y cristiano, a saber soportar el trabajo, a la luz de la verdad, al restablecimiento de las formas sociales, reguladas por la sabiduría y la caridad.
   
Pero hay más todavía; porque lo principal en la vida Benedictina es que todos, mientras que con sus manos o con sus inteligencias están ocupados en diversos trabajos, cada uno debe aspirar con empeño a dirigir su intención continuamente a Jesucristo, a inflamarse en su más perfecto amor. Porque ni las cosas terrenas, ni todo lo de este mundo puede saciar el corazón del hombre creado por Dios para poseerlo; antes al contrario, todos esos seres han recibido del Criador la misión de estimular y encaminar al hombre, como por escalones, a la posesión del Sumo Bien. Por lo cual, es muy necesario «no anteponer nada al amor de Jesucristo»[32]; «amar a Jesucristo sobre todo»[33], «nada absolutamente preferir a Jesucristo, para que Él nos conduzca a la vida eterna»[34].
    
Juntamente con este amor ardentísimo al Redentor Divino, ha de darse la caridad al prójimo; a todos hemos de abrazar como hermanos y ayudarlos con todos los medios. Por eso, mientras los odios y las rivalidades excitan y empujan a los hombres unos contra otros; mientras robos, muertes e infinitas desgracias y miserias son la consecuencia de aquellas turbias agitaciones de pueblos y de sucesos, San Benito da a sus seguidores estos santísimos preceptos: «Recíbanse con solícito cuidado los pobres y especialmente los peregrinos, porque en ellos particularmente se recibe a Jesucristo»[35]. «A todos los huéspedes que se presenten hay que recibirlos como a Cristo, porque Él ha de decir: Fui huésped y me recibisteis»[36]. «Ante todo y sobre todo hay que cuidar de los enfermos, y servirlos como al mismo Jesucristo, porque Él ha dicho: Estuve enfermo y me visitasteis»[37]. Y así, animado e impulsado el Santo por esta perfectísima caridad para con Dios y para con el prójimo, concluyó y perfeccionó su obra, y cuando jubiloso y lleno de méritos percibía las celestes auras de la felicidad sempiterna, y saboreaba anticipadamente sus suavidades, «seis días... antes de su muerte, manda que le abran la sepultura. Enseguida, víctima de la fiebre, comenzó a sentir sus ardientes efectos; al sexto día, agravándose cada vez más la enfermedad, se hace transportar por sus discípulos al oratorio, y allí se prepara para el último trance, recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor; y mientras los discípulos sostenían en sus brazos aquellos débiles miembros, el Santo, levantando sus manos al ciclo, se puso en pie, y entre las palabras de su plegaria exhaló el último suspiro»[38].
   
II. EXCELSOS MÉRITOS DE SAN BENITO Y DE SU ORDEN PARA LA IGLESIA Y LA CIVILIZACIÓN
   
Después que el santísimo Patriarca con piadosa muerte voló al cielo, la Orden monástica por él establecida, no sólo no decayó ni amenazó ruina, sino que pareció ser siempre guiada, sostenida y perfeccionada con el ejemplo siempre presente de su Fundador; es más: de tal manera se consolidó con su celestial patrocinio, que fue incrementándose a lo largo del tiempo.
   
Qué feliz importancia tuviera la pujante vitalidad del Instituto Benedictino en aquella vieja edad, y cuántos y cuán grandes fueran los beneficios que acarreara también en el transcurso de los siglos venideros, es bien lo reconozcan todos aquellos que imparcialmente examinan con fidelidad histórica los acontecimientos humanos y los juzgan con rectitud. Porque, además de que, como ya hemos dicho antes, los religiosos benedictinos fueron casi los únicos que, a través de aquellos obscuros tiempos y en medio de tan gran ignorancia de los hombres y aniquilamiento de las instituciones, conservaron incólumes los códices de las diversas ciencias que transcribieron y comentaron con suma diligencia; ellos fueron también los que principalmente ejercitaron las artes, las ciencias y la enseñanza, promoviéndolas de todas las maneras. De suerte que en verdad, así como la Iglesia Católica, principalmente en los tres primeros siglos de su vida, fue consolidada y acrecentada de modo admirable con la preciosa sangre de sus mártires, y en aquel mismo tiempo, lo mismo que en el subsiguiente, salvó sin menoscabo la integridad de su doctrina divina, ante los ataques y los engaños de los herejes, por la labor valiente y sabia de los Santos Padres, así también puede realmente asegurarse que el Instituto Benedictino y sus florecientes monasterios fueron suscitados por la providencia e inspiración divina, precisamente para que, al derrumbarse el Imperio Romano y mientras las hordas salvajes afluían por todas partes, impelidas por su bélico furor, el pueblo cristiano reparase los daños sufridos y, amansados los pueblos nuevos con la verdad y la caridad evangélicas, fueran conducidos, por su solícita e infatigable labor, a la concordia fraterna, al trabajo fecundo, y por último, a la virtud que se rige por los preceptos de nuestro Redentor y se nutre con su gracia.
    
Porque así como en los tiempos pasados las legiones romanas, que luchaban para sujetar todos los pueblos al imperio de la Alma Ciudad, avanzaban por las vías consulares, así también entonces los innumerables ejércitos de monjes, cuyas armas «no son carnales, sino que son poderosísimas en Dios» (II Chor., X, 4), fueron enviados por el Sumo Pontífice para que propagasen eficazmente hasta los últimos confines del orbe el pacífico Reino de Jesucristo, no por medio de la espada, ni de la fuerza o de la muerte, sino con la Cruz, con el arado, con la verdad, con la caridad. En donde quiera, pues, que estos inermes ejércitos, integrados por heraldos de la religión cristiana, por obreros, por agricultores y por maestros de las ciencias divinas y humanas, ponían sus pies, allí el arado roturaba las tierras incultas y enmarañadas, surgían centros de las ciencias y de las artes, y los hombres, de la vida salvaje pasaban a la de ciudadanos de un pueblo civilizado, teniendo ante los ojos, como ejemplar, la luz del Evangelio y de la virtud. Innumerables apóstoles, encendidos en caridad celestial, recorrieron desconocidas y turbulentas regiones de Europa, las regaron con su generoso sudor y sangre, y pacificados sus moradores les llevaron a la luz de la católica verdad y santidad. De tal suerte que realmente puede afirmarse que aunque Roma, engrandecida ya por muchas victorias, hubiera impuesto el derecho de su imperio por todas partes, sin embargo gracias a ellos «fue menos... lo que le sometió el empuje bélico que lo que sujetó la paz cristiana»[39]. Porque no solamente Inglaterra, Francia, Holanda, Frisia, Dinamarca, Alemania y Escandinavia, sino también no pocos de los pueblos eslavos se glorían del apostolado de estos monjes, y los tienen como un timbre de gloria, considerándolos autores esclarecidos de su civilización. Cuántos Obispos no ha dado esta Orden, que o rigieron con sabio gobierno las Diócesis ya constituidas, o fundaron no pocas nuevas y las fecundaron con su trabajo. Cuántos maestros y eximios doctores, que organizaron renombrados centros de estudios y de artes liberales, y no solamente ilustraron las inteligencias de muchísimos, ofuscadas por los errores, sino que hicieron crecer y progresar por todas partes las ciencias sagradas y profanas. Cuántos, en fin, fueron los varones insignes que brillaron por su santidad, que alistados en la Orden Benedictina, alcanzaron con valeroso esfuerzo la perfección evangélica, y con el ejemplo de sus virtudes, con la predicación sagrada y con los admirables prodigios realizados en nombre y en virtud de Dios, propagaron por todos los medios el Reino de Jesucristo; muchísimos de estos monjes, como bien sabéis, Venerables Hermanos, o estuvieron adornados con la dignidad episcopal, o brillaron también entre la majestad del Sumo Pontificado. Sería cosa larga enumerar aquí, uno por uno, los nombres de estos Apóstoles, Obispos, Santos y Sumos Pontífices escritos ya con letras de oro en los anales de la Iglesia; por lo demás, brillan con tan fúlgido esplendor, desempeñan un papel tan importante en el curso de la historia, que fácilmente son conocidos por todos.
   
III. ENSEÑANZAS DE LA «REGLA BENEDICTINA» AL MUNDO CONTEMPORÁNEO
   
Hemos por consiguiente juzgado muy oportuno que estas cosas, indicadas como de paso con ocasión de estas conmemoraciones seculares, se mediten atentamente y revivan con fúlgida luz a los ojos de todo el mundo, a fin de que todos no sólo saquen de ellas el provecho de alabar y exaltar los esclarecidos fastos de la Iglesia, sino también de conocer los documentos y las normas de un santo modo de vida que de ellas se derivan, para seguirlas con resolución y energía.
    
Porque no solamente los tiempos pasados recibieron de este Patriarca y de su Orden innumerables beneficios; sino que también los nuestros tienen muchas e importantes cosas que aprender de él. Y en primer lugar —como no podemos ni dudar— aprendan los que forman parte de su numerosa familia, a seguir cada día con más intenso fervor sus huellas y a poner en práctica, con su propia vida, los ejemplos y las normas de su virtud y de su santidad. Porque así sucederá ciertamente que no solamente responderán con ánimo resuelto y actividad fecunda a la divina vocación, que un día los llamó a la vida monástica; no sola-mente, en la paz de una conciencia tranquila, trabajarán y se ocuparán antes que nada de su eterna salvación, sino que también podrán consagrarse a la común utilidad del pueblo cristiano y a promover la gloria divina con copiosos frutos.
    
Y además, si todas las clases sociales con diligente consideración estudiasen la vida de San Benito, sus normas y sus preclaros hechos, no podrán menos de sentirse estimuladas por su suavísimo y al mismo tiempo eficacísimo influjo; y espontáneamente reconocerán. que también nuestro siglo, agitado y atormentado por tantas y tan inmensas ruinas morales y materiales, por tantos peligros y calamidades, puede encontrar en este Santo el necesario remedio.
   
Ante todo recuerden y atentamente consideren que los fundamentos más seguros y firmes de la sociedad humana son los principios augustos de la religión y sus normas de vida; los cuales, una vez demolidos o debilitados, es natural que casi necesariamente poco a poco se derrumbe cuanto se relaciona con el recto orden, con la paz, con la prosperidad de los ciudadanos y de los pueblos. Esto que, como hemos visto, tan abundantemente atestigua la historia de la Orden Benedictina, ya lo había previsto aquella ilustre inteligencia que en los remotos tiempos paganos profirió este pensamiento: «...Vosotros los Pontífices... con el culto de los dioses, guardáis mejor la ciudad, que los muros que la rodean»[40]. Y suyas son también estas palabras: «...Sin ellas (la santidad y la religión) la vida humana se perturba y se origina gran confusión; y no sé si, suprimido el culto de los dioses, desaparecerían la misma fidelidad y amistad entre los hombres y aquella virtud que sola ella sobresale entre todas las otras: la justicia»[41].
    
Lo primero y más importante de todo es, por consiguiente, reverenciar a la Suprema Divinidad, y obedecer sus leyes santísimas, tanto en privado como en público; si se las desprecia, no hay ciertamente poder humano que dé frenos suficientes para cohibir y debidamente refrenar las pasiones desbordadas del pueblo. Pues es la religión la única que da base segura a una vida de rectitud y de honradez.
  
Pero aún hay otra cosa que el santísimo Patriarca enseña y advierte y de la que nuestra edad tanta necesidad tiene, es decir, que Dios no sólo ha de ser honrado y venerado, sino también amado como Padre con profundo amor. Como este amor se encuentra hoy tan lamentablemente entibiado y enervado, síguese de ello que muchos más buscan las cosas de la tierra que las del cielo; y lo hacen con tan desordenada competencia, que no rara vez engendra alborotos y fomenta rivalidades y odios acérrimos. Ahora bien, siendo Dios eterno el autor de nuestra vida, y viniéndonos de Él innumerables beneficios, es deber de todos amarle con amor sumo, y a Él preferentemente enfocar y dirigir nuestras personas y cosas. Y es necesario que de este amor divino brote la caridad fraterna hacia los prójimos, a los que hemos de considerar como hermanos en Jesucristo, sea cual fuere la estirpe, la nación y la clase social a que pertenecieren; de manera que de todas las gentes y de todas las clases de la sociedad humana se forme una familia cristiana, a cuyos miembros no debe separar demasiado el interés de la propia utilidad sino unir amigablemente la aportación del mutuo socorro. Si estos principios, con los que en otro tiempo San Benito iluminó, restauró, reanimó y redujo a costumbres mejores a aquella turbulenta y desquebrajada sociedad, se propagan ampliamente y se ponen en vigor, entonces sin duda alguna que también nuestro :siglo podrá salvarse fácilmente de este pavoroso naufragio, rehacerse de los daños materiales y espirituales, y curar oportuna y felizmente sus inmensas llagas.
    
Pero además, Venerables Hermanos, el legislador de la Orden Benedictina nos da una lección –que ciertamente hoy se proclama con toda libertad, aunque muchas veces no se lleva a la práctica con el acierto que sería conveniente y oportuno–, que el trabajo humano no es una cosa indigna, odiosa y molesta, sino algo decoroso y agradable. Porque una vida de trabajo, ya sea en el cultivo de los campos, o en las artes manuales, o en los estudios, no humilla los espíritus sino que los ennoblece; no los reduce a servidumbre, sino más bien y con más verdad los hace en cierto modo superiores y señores de aquello mismo que les rodea y que en su trabajo manejan. El mismo Jesús adolescente, cuando todavía estaba escondido en la casa de Nazaret, en el taller de su padre nutricio, se dignó ejercer el oficio de carpintero, y con su sudor divino quiso consagrar el trabajo humano. Adviertan por lo tanto, no sólo los que se dedican al estudio de las letras y de las ciencias, sino también los que se afanan en los trabajos manuales para ganarse el sustento diario, que hacen una cosa nobilísima, con la que no solamente atienden a su provecho particular, sino que colaboran para el bien de toda la sociedad. Háganlo, sin embargo, como el Patriarca San Benito enseña: con los ojos y el corazón levantados al cielo; no por fuerza, sino con amor; y finalmente, aun cuando defiendan sus derechos legítimos, procuren hacerlo no con envidia de la suerte ajena, no desordenada y turbulentamente, sino con maneras pacíficas y justas. Y recuerden aquella sentencia divina: «Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén., III, 19).; precepto éste que ha de ser obedecido por todos los hombres y cumplido con espíritu de expiación.
   
Ante todo no olviden que, de las cosas terrenas y caducas, ya sean las conseguidas con el estudio o investigación de la inteligencia, ya las elaboradas con arte fatigoso, hemos de aspirar con ímpetu cada vez mayor a las cosas celestiales y a aquellas que han de permanecer para siempre, pues solamente después de haberlas alcanzado podremos gozar de una paz verdadera, de un descanso sereno y de una felicidad sempiterna.
  
IV. LA RECONSTRUCCIÓN DEL MONASTERO DE MONTE CASINO, IMPERIOSO Y GENERAL TRIBUTO DE RECONOCIMIENTO
   
La reciente e inhumana guerra, cuando tan lastimosamente se extendió por las tierras de la Campania y del Lacio, llegó, como sabéis, Venerables Hermanos, hasta la sagrada cumbre de Monte Casino; y aunque Nos, con nuestras exhortaciones, súplicas y protestas no dejamos de hacer lo que pudimos para que no se infligiera ningún daño a nuestra santa religión, a las bellas artes y a la civilización misma, sin embargo aquella ilustre morada de la cultura y de la piedad, que se había levantado sobre el oleaje de los siglos, como un faro de luz victoriosa sobre las tinieblas, cayó convertida en un montón de ruinas. Y así, mientras las ciudades, pueblos y aldeas de alrededor se veían reducidos a montones de escombros, diríase que el mismo monasterio Casinense, casa madre de la Orden Benedictina, como que había de tomar parte en el luto de sus hijos y participar de sus desgracias. Casi nada quedó intacto, excepto el sagrado sepulcro donde piadosísimamente se conservan los restos del Santo Patriarca.
   
Y todavía hoy, en donde antes se erguían magníficos monumentos, quedan paredes medio caídas, se amontonan tristes escombros cubiertos de maleza. Para habitación de los monjes se ha construido allí cerca una pequeña casa que no se puede comparar con la anterior. Mas ¿por qué no esperar que al celebrarse el decimocuarto centenario de aquel día, en que el piadoso varón consiguió la felicidad de los santos, después de haber iniciado y concluido esta tan gran obra; por qué, decimos, no esperar que, con los esfuerzos de todos los buenos, y en primer lugar de aquellos que disponen de abundantes riquezas, y las ofrecen con ánimo generoso, sea restituido a su prístino esplendor lo antes posible este antiquísimo archicenobio? Una generosidad semejante es ciertamente como una deuda que la civilización debe a San Benito: porque si hoy resplandece la sociedad con tan gran luz de ciencia, si se goza con la posesión de los monumentos literarios de la antigüedad, en gran parte debe agradecérselo a él y a su laboriosa descendencia. Por eso esperamos que el éxito responderá completamente a Nuestros votos y esperanzas; y sea esta obra, no solamente un deber de restauración y reparación, sino también un auspicio de tiempos mejores, donde el espíritu de la Orden Benedictina y sus oportunísimas enseñanzas florezcan cada día con mayor vigor.
   
Animados con esta suavísima esperanza, os damos de todo corazón, tanto a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y a todo el pueblo encomendado a vuestros cuidados, como a toda la familia de monjes, que se gloría de este gran legislador, maestro y padre, en prenda de las gracias celestiales y como testimonio de Nuestra benevolencia, Nuestra Bendición Apostólica.
   
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 21 de marzo, festividad de San Benito, del año 1947, noveno de Nuestro Pontificado. PÍO PP. XII.
   
NOTAS
[1] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, Prol.; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 126.
[2] Cf. Marco Tulio Cicerón, De Offíciis, II, 8.
[3] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, Prol., en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 126.
[4] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 8; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 150.
[5] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, Prol.: en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 126.
[6] Salviano, De gubernatióne mundi, VII, I; en Migne, Patrología Latina, vol. LIII, col. 130.
[7] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, Prol.; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 126.
[8] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 3; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 132.
[9] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 3; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 140.
[10] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 3; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 140.
[11] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 8; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 148.
[12] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 8; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 152.
[13] San Pío X, Carta Apostólica Archicœnóbium Casinénse, 10 Feb. 1913; en  Acta Apostólicæ Sedis V (1913), pág. 113.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte II-IIæ, q. 188, art. 6.
[15] Dom Juan Mabillon OSB, Annáles Órdinis Sancti Benedícti, occidentálium monachórum Patriárchæ; Lucca 1739, tomo I, pág. 107.
[16] San Gregorio Magno, Diálogos, libro III, 16; en Migne, Patrología Latina LXXVII, col. 261.
[17] Cf. Santiago Benigno Bossuet, Panégyrique de Saint Benoît; en Œuvres complètes, vol. XII, París 1863, pág. 165.
[18] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 36; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVI, col. 200.
[19] Regla de San Benito, c. 65.
[20] Cf. Regla de San Benito, c. 3.
[21] Cf. Regla de San Benito, c. 2.
[22] Regla de San Benito, c. 2.
[23] Cf. Regla de San Benito, c. 3.
[24] Regla de San Benito, c. 2.
[25] Regla de San Benito, c. 33.
[26] Cf. Regla de San Benito, c. 48.
[27] Cf. Regla de San Benito, c. 48.
[28] Cf. Regla de San Benito, c. 57.
[29] Regla de San Benito, c. 48.
[30] Regla de San Benito, c. 43.
[31] Regla de San Benito, c. 19.
[32] Regla de San Benito, c. 4.
[33] Regla de San Benito, c. 5.
[34] Regla de San Benito, c. 72.
[35] Regla de San Benito, c. 53.
[36] Regla de San Benito, c. 53.
[37] Regla de San Benito, c. 36.
[38] San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, 37; en Migne, Patrología Latina, vol. LXVII, col. 202.
[39] Cf. San León Magno, Sermón I en la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo; en Migne, Patrología Latina, vol. LIV, col. 423.
[40] Marco Tulio Cicerón, De natúra Deórum, libro II, c. 40.
[41] Marco Tulio Cicerón, De natúra Deórum, libro I, c. 2.

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