martes, 24 de marzo de 2020

MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA VIGÉSIMO CUARTO

  
PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
   
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
  
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
   
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
   
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
  
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
   
DÍA VIGÉSIMOCUARTO — 24 DE MARZO
  
CATECISMO DE SAN JOSÉ
31-¿Dónde fijó José su estancia en Egipto, y cuál fue su condición?
Algunos autores creen que José se estableció desde luego en Hermópolis; otros pretenden que fue en Menfis, otros en Matarea, y otros, por último, en Heliópolis. Puede ser que todos estos autores tengan razón, porque muy bien podía suceder que los hubiera estado en todas estas poblaciones más o menos tiempo sin establecer su domicilio definitivamente. Sin embargo, la opinión más común es que José se estableció en Heliópolis, cuyo nombre, se encuentra en esta ocasión perfectamente aplicado porque significa: Ciudad del Sol, y poseía entonces en su seno el Sol de justicia. Respecto de su condición, debió ser, a no dudarlo, dura y llena de sufrimientos. Se hallaba desterrado, en tierra extranjera, sin apoyo, sin conocimiento, víctima de la más injusta persecución. Como era pobre, observa San Basilio, debió con María su esposa entregarse a los trabajos más penosos para procurarse lo necesario para su sustento. La tradición afirma que María trabajaba con la aguja y al huso, y que con mucha frecuencia el niño Jesús pedía pan, y José y María no podían dárselo.
  
32-¿Qué nos recuerda la permanencia de San José en Egipto?
La estancia de San José en Egipto, recuerda naturalmente el antiguo Patriarca llamado también José, que fue vendido por sus hermanos y conducido a Egipto, San José experimentó los mismos infortunios, virtudes, beneficios del antiguo José y, desde luego, sus desgracias. El antiguo José, dice San Bernardo, vendido y conducido a Egipto por la envidia de sus hermanos, figura de lejos la venta de Jesucristo y al nuevo José, para evitar el deseo de Herodes, condujo a Cristo a Egipto. El antiguo José, encerrado en la prisión, fue largo tiempo víctima de la más odiosa calumnia, y el nuevo José, desterrado a una tierra desconocida, vivió cerca de siete años víctima de la más injusta persecución. Copia igualmente sus virtudes. El antiguo José, dice San Bernardo, conservó la más sincera fidelidad respecto de su amo, no queriendo acceder a las solicitudes de la mujer de Potifar, y el nuevo José , reconociendo a la Santísima Virgen por su soberana, por la Madre de su Señor, fue siempre casto esposo y fiel depositario de tan santa virginidad. El antiguo José recibió del cielo la inteligencia en los sueños misteriosos, y el nuevo José merece ser confidente y cooperador de los secretos de Dios. Los dos, sometidos a pruebas de la Providencia, no murmuran ni contra la prisión y cansancios, ni contra el destierro y sus penas, y sin rencor a causa de las injusticias, sin disgusto por os malos tratamientos, piden por sus perseguidores y se juzgan dichosos en sufrir: el uno por la inocencia de su corazón y el otro por la inocencia de Jesús. San José copia, en fin, los beneficios del antiguo José; y en efecto, el antiguo José, continúa San Bernardo, conservó el trigo, no para él, sino para todo el pueblo, y el nuevo José recibió en depósito, tanto para sí mimo como para el mundo entero, el pan vivo bajado del cielo, y se fue a Egipto, fue en calidad de guardián fiel para producir en los días de escasez y hambre el trigo de los elegidos y el divino maná. Como el antiguo José fue e bienhechor de Egipto por la virtud del celeste Niño. Fácil es, pues, ver que las relaciones entre los dos José no pueden ser más exactas, pero añadamos también que el cuadro sería más completo si nosotros, cristianos, imitásemos la conducta de los egipcios.
  
Y en efecto, el Faraón y todo su pueblo, reconociendo que por José se habían salvado del hambre, quiso que José fuese el primero después de él en su reino; imitemos a los Egipcios, reconozcamos que San José nos ha salvado del hambre conservándonos al Divino Niño, este Niño que es alimento de los Ángeles, el trigo de los elegidos, y el pan, en fin, que nos da la vida eterna.
  
SAN JOSÉ, MODELO DE PERSEVERANCIA.
No basta, oh almas cristianas, haber comenzado bien, ni menos haber sido fiel por algún tiempo, sino que es necesario mantenerse en el mismo estado y progresar en el camino de la virtud; es necesario perseverar, pero haciéndolo hasta el fin, de todo lo cual nos proporciona San José un excelente ejemplo.

Escuchemos con este motivo al amable San Francisco de Sales que fue tan devoto de San José y le consideró de una manera particular relativa a su constancia en el bien. «Su perseverancia, dice el santo, mira principalmente a cierto disgusto interior que produce en nosotros la prolongación de nuestras penas, y que es uno de los más formidables enemigos que podemos encontrar, pero esta virtud hace que el hombre desprecie a semejante enemigo, en tal manera que sale vencedor de él por su constancia y sumisión a la voluntad de Dios».

¡Oh, cuánto debía molestar a San José durante su permanencia en Egipto este disgusto de que venimos hablando! No habiéndole fijado el Ángel cuánto tiempo debía permanecer en aquel país, ignoraba por completo la época en que le ordenaría volverse, y por lo tanto no podía tener una morada estable. ¡Y cuánto no debía ser por otra parte su deseo de volver a Israel a causa de los continuos temores que le asaltaban mientras permanecía entre los Egipcios! Sin duda alguna que su pobre corazón estaría siempre atormentado por un profundo disgusto; pero a pesar de todo; el santo Patriarca permanece siempre inalterable, y se muestra siempre dulce en su porte, tranquilo y perseverante en su completa sumisión a la voluntad de Dios por quien completamente se dejaba conducir.

Dios quiere que José sea pobre, y el santo acepta de buen grado la pobreza, pero no una pobreza temporal, sino que dura toda su vida. Se resigna, pues, con la mayor humildad a continuar en ella y en la abyección o sin que de ninguno se deje vencer ni se amilane por el disgusto interior que sin duda alguna le atacaría con frecuencia; él santo, in embargo, permanecía siempre constante en la sumisión, consiguiendo al propio tiempo que esta virtud fuese continuamente creciendo y perfeccionándose al compás de todas las que adornaban su previa alma.

De este modo y a poco que se reflexione sobre los rasgos que caracterizan a San José, es muy fácil descubrir, como dice el obispo de Ginebra, que no solamente ha dado principio el bien que Dios pedía de él, sino que lo ha continuado hasta su término sin dejarse vencer jamás por el desaliento; que no ha sido; como nos sucede a nosotros con demasiada frecuencia, una caña agitada por el vendaval de la inconstancia, sino más bien aquel árbol de que habla el rey profeta, que plantado a la orilla de las aguas, adquiere de día en día más fuerza y consistencia.

San José tenía un espíritu recto y una razón ilustrada; comprendía que siendo Dios inmutable y no cambiando tampoco nuestras relaciones para con Él, jamás puede haber motivos legítimos para cesar en el servicio de tan excelente Dueño, que el hombre debe ser siempre virtuoso y aplicarse a serlo cada vez más, porque siempre tiene un Dios a quien glorificar y un alma que salvar, además de que debe esforzarse para adquirir méritos y procurar la salvación de sus hermanos en cuanto de él dependa. José había dicho al consagrarse al Señor: «Vos sois ¡oh Dios mío!, mi herencia por toda la eternidad»; cómo, pues, hubiera imaginado siquiera el no querer servirle sino durante cierto período de esta vida, por otra parte tan corta, tan insegura.

San José ha sido el siervo de Dios más fiel y más prudente; luego, ha debido tener el don de la perseverancia. Ningún servidor, en efecto, por mucha abnegación que tenga es acreedor a los elogios si no continúa hasta el fin; ninguno es fiel si no persevera en esta virtud: luego José, a quien la Iglesia concede este título de siervo fiel, jamás ha cesado de sacrificarse todo entero a Dios, y como por otra parte poseía en alto grado la virtud de la prudencia, nunca pudo resolverse a abandonar el bien que había empezado, consintiendo así en perder los méritos de una vida anterior que tanto cuidó de santificar por medio de numerosos actos de virtud. San José era justo y en consecuencia rendía a Dios un digno homenaje; pero este con relación al Dios inmutable debe será todas luces duradero y permanente. San José, como dice San Francisco de Sales, era también justo en el sentido de que su voluntad estaba perfectamente unida a la de Dios en todas las ocasiones de su vida, fuesen prósperas o adversas; pero como la voluntad de Dios no cambia jamás, tampoco podía la de José estar unida a ella, y por consecuencia merecer el título de justo sino iba acompañada de la perseverancia.

El reconocimiento de San José para con Dios con los beneficios que le dispensaba era perfecto, y le servía de motivo para consagrarse al servicio de su Señor; pero como el número de estos beneficios se aumentaba incesantemente, lejos de disminuirse su abnegación se hacía por el contrario más perfecta de día en día, y de aquí puede inferirse que, tanto este reconocimiento como la justicia de que estaba dotado le hacían ser perseverante.

San José participaba de las disposiciones interiores de Jesús y de María; ¡ah! ¡Sería posible que su alma se dejase dominar por el abatimiento al ver por sus propios ojos al Verbo encarnado perseverar en la humildad, en la penitencia y en los trabajos, sin querer abandonar jamás el camino de abyección, de pobreza y de dolores que había elegido! Por otra parte, ¿no eran para él un poderoso motivo de perseverancia los ejemplos de María que, semejante al sol de la mañana, no sólo no retrogradaba jamás, sino que cada vez arrojaba nuevos rayos de santidad y brillaba siempre más y más con los esplendores de Dios?

Glorifiquémosle, pues, por ello, y bendigamos a Dios que le ha dado la gracia de esta virtud. Consideremos también que este divino Señor nos ofrece asimismo esta gracia inapreciable, y que ninguna cosa es más importante para nosotros que mostrarnos fieles a ella.

No cedamos jamás a la tentación del desaliento, procuremos vencerla por la oración, y renovando con frecuencia las promesas hechas en el bautismo, combatámosla principalmente por medio de fervorosas comuniones, porque, la divina Eucaristía es quien comunica a nuestra alma toda su fuerza y nos hace constantes en la virtud. Pidamos también por la intercesión de San José la gracia de continuar hasta su término el bien que hayamos empezado, a fin de obtener la perseverancia final, es decir, la gracia única que pone en nuestras manos nuestros títulos a la herencia celestial, según aquellas palabras de Jesucristo: «El que perseverase hasta el fin, ese será salvo».
   
COLOQUIO
EL ALMA: Bienaventurado Padre, estoy resuelta a recibir el santo sacramento de la Penitencia, y me haríais muy dichosa si os dignarais enseñarme lo que debo hacer para recibirle dignamente.

SAN JOSÉ: Para recibir bien este sacramento, son precisas cinco cosas, a saber: examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, una buena confesión y cumplimiento de la penitencia. El examen debe ser hecho con cuidado, según sí el tiempo que haya trascurrido desde la última confesión y el número de pecados que se hayan cometido. Para hacerlo con más exactitud y claridad, es muy útil verificarlo por los Mandamientos de la ley o de Dios y los de la Iglesia, y ver en qué se ha faltado en cada precepto. El dolor de corazón o contrición, es indispensable para recibir el perdón de los pecados que se debe pedirá Dios de todo corazón, poniendo por intercesora a María. Antes de acarearse al confesonario es bueno rezar un Ave María a Nuestra Señora de los Dolores, a fin de que ella nos conceda una parte de los que ella experimentó al pie de la cruz donde murió su divino Hijo.

Para que la contrición sea eficaz debe tener cinco cualidades, que son: verdadera, es decir, que exista realmente en el corazón; sobrenatural, o lo que es lo mismo, que no esté fundada en ningún motivo humano, como la pérdida de los bienes de la salud, etc., sino solamente por la ofensa que con el pecado se ha hecho a Dios, y entonces recibe el nombre de contrición perfecta, y es tan agradable a Dios que vuelve al pecador a la gracia, aun antes de haber recibido la absolución. La contrición sobrenatural puede haber sido promovida por el dolor de haber merecido el infierno y haber perdido el paraíso; estos motivos son menos perfectos, porque no son tan interesados; sin embargo, si están acompañados de un principio de amor de Dios, bastan con la gracia de la absolución para obtener el perdón. La contrición debe también ser universal; es decir, que debe comprender todos los pecados mortales; soberana, quiere decir, que debe ser mayor que todos los dolores; y confiada, esperando firmemente el perdón de los pecados, por los méritos de Jesucristo.

En cuanto al propósito de la enmienda, debe ser firme, es decir, que el penitente debe tomar la resolución de no volverá pecar: debe decir, quiero absolutamente corregirme de mis faltas: universal, es decir, que desea abstenerse de cometer todo pecado, al menos mortal; eficaz, que debe evitará cualquier precio recaer en el pecado. El que se propone dejar de pecar y no evita las ocasiones, no tiene un verdadero propósito de la enmienda.

Para validez de la confesión, es bueno y útil confesar los pecados veniales, pero no es absolutamente indispensable, puesto que pueden redimirse por otros medios, tales como un acto de contrición, un acto de amor de Dios, una obra y otros por el estilo. Pero en cuanto a los pecados mortales es imprescindible confesarlos todos, al menos aquellos que se recuerden, so pena de cometer un sacrilegio, y sería necesario para volver a la gracia hacer de nuevo la confesión mal hecha, las que la siguieron, y además de todos los pecados acusarse también del sacrilegio. Si el penitente olvidase algún pecado grave sin haber puesto nada de su parte y habiendo hecho lo mejor posible el examen de conciencia, le sería perdonado como los otros, pero sería necesario que se acusara de ello en la primera confesión.

En fin, hija mía, es preciso aceptar la penitencia que imponga el confesor, y cumplirla en el tiempo que prescribe. Si no ha marcado plazo para ella, debe hacerse lo más pronto posible, porque si se tratase de expiar algún pecado grave sería mucha falta el diferirla; y en caso de tener alguna imposibilidad para cumplirla, rogándolo al confesor y exponiendo el motivo, este puede cambiarla.
  
RESOLUCIÓN: En todas nuestras confesiones debemos procurar por todos los medios posibles tener una verdadera contrición de nuestros pecados, porque esta cualidad es la más importante para una confesión buena y provechosa.
  
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
  
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
  
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
  
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
   
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
  
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
  
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.

℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.

ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.

¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
   
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado  sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que ha­béis sido llamado padre del Redentor, sino escu­chadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favo­rablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, apli­cables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).

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