domingo, 20 de abril de 2025

LA ÚLTIMA HOMILÍA PASCUAL DE MONS. LEFEBVRE

Traducción del artículo publicado en LA PORTE LATINE (Fraternidad Sacerdotal San Pío X - Distrito de Francia).
   
Queridísimos amigos,
queridísimos hermanos,

os invito a releer conmigo la oración de esta bella fiesta de Pascua, que dice: «Oh Dios, que en este día, por medio de tu Hijo Unigénito, nos has abierto de nuevo las puertas del Cielo…». Dios que por medio de su Hijo Unigénito nos has abierto de nuevo hoy las puertas del Cielo.
   
¿Tenemos suficiente visión del Cielo en nuestros pensamientos, en nuestras preocupaciones? Si hay un día en que es bueno, y en cierto sentido es fácil, subir a esas regiones que nos esperan, esas regiones que están hechas para nosotros.
   
Cada día tenemos, entre nuestros amigos, entre nuestros conocidos, personas que cruzan el límite de este mundo temporal, para entrar en este mundo eterno.
   
Si hay un día en que necesitamos meditar un poco sobre esta bendita eternidad, es en esta fiesta de Pascua, cuando Jesús, resucitando, nos muestra también físicamente, exteriormente, la belleza, la grandeza, la sublimidad y el esplendor de la eternidad.
   
En efecto, en este día, Jesús subiendo al Cielo con el Alma resplandeciente de luz y comunicando a su Cuerpo el esplendor de la eternidad, atrae consigo a todos aquellos que, desde Adán y Eva hasta el buen ladrón, fueron justos. Hasta entonces estaban esperando el Sacrificio de Nuestro Señor. Estaban esperando que Nuestro Señor abriera las puertas del Cielo. El cielo no estaba abierto. Desgraciadamente, debido a la desobediencia de nuestros primeros padres, el cielo quedó cerrado, cerrado para toda la humanidad. Fue necesaria la muerte, la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, de Dios mismo, para reabrir las puertas del Cielo.
   
Y así, estos justos pueblos se unieron a Nuestro Señor en esta bendita eternidad.
   
Nuestro Señor nos advirtió. Durante su docencia, durante sus tres años de vida pública. No dejó de enseñarnos que no sólo existen personas honestas, ay, ay.
   
Entre toda esta humanidad, vivida desde Adán y Eva, hasta el buen ladrón, hasta la Resurrección de Nuestro Señor, cuántas almas se han opuesto a la ley de Dios. 
   
Cuántas almas no han querido adherirse a las verdades que Dios ha puesto en nuestra mente, en nuestro corazón, ante toda esta Creación que nos rodea. Para nosotros era natural elevarnos al Creador, a Aquel que hizo todas las cosas, a Aquel que nos creó. Pero no, por desgracia, los hombres se han apegado a los bienes de este mundo, a los bienes transitorios, despreciando los bienes eternos. Así que sí, se separaron de Dios e incluso del pueblo elegido, de Israel.
   
¡Qué oposición a la venida del Mesías! Nuestro Señor mismo sufrió esta oposición, porque fueron los miembros del pueblo elegido, del pueblo que debía ir, en su conjunto, a la eternidad bienaventurada, fueron sus miembros quienes lo crucificaron, quienes se opusieron a Él de manera decidida, violenta, al rechazar el anuncio del Mesías, al rechazar las pruebas que Nuestro Señor había dado de su divinidad.
    
Es el Sumo Sacerdote, que rasga sus vestiduras y dice: «¿Qué más testimonio necesitamos? Acaba de blasfemar».

¿Pero cómo puede blasfemar? Blasfemar diciendo que era Dios. Blasfemar diciendo que él era el Mesías. Todos debieron haberse inclinado, arrodillado ante Nuestro Señor Jesucristo, diciendo: «Tú eres el Mesías. Tú eres el Camino. Eres tú quien abre las puertas del cielo. Queremos seguirte para entrar contigo al cielo. Eres tú El que fue prometido a Israel y a todas las naciones». Pero no, se opusieron a él, radicalmente. Y también en este día de la Resurrección. Aunque si hubo un acto que demostró la divinidad de Nuestro Señor, fue precisamente Su Resurrección. Podrían haberse convertido en ese momento, al menos haber tenido la sencillez, la humildad de decir: «Nos equivocamos. Cometimos deicidio. Debemos orar al Señor para que nos perdone este pecado. Reconocemos que Su Resurrección nos muestra claramente que Él es Dios».
  
Pero no sólo esto, sino que pagaron a los testigos de su resurrección para que dijeran que, mientras los guardias dormían, los apóstoles habían venido a llevarse el cuerpo de Nuestro Señor: mintiendo descaradamente, sabiendo, pues, que Nuestro Señor había resucitado, porque los guardias vinieron a decírselo.
   
Para que los guardias pudieran pagarles para que mintieran, los guardias tuvieron que decirles: «El Señor ha resucitado. Lo vimos en todo su esplendor. Él ascendió. Él nos dejó. Él está en el cielo».
   
Entonces difundieron el rumor de que los apóstoles habían venido para llevárselo mientras dormía. Y nos dice San Agustín –con cierta malicia, cierta sonrisa– en las lecturas que leemos estos días con ocasión de Maitines: «¿Pero cómo podían saber que los discípulos habían venido a buscar el Cuerpo de Nuestro Señor, puesto que estaban durmiendo?». ¡Y en efecto!
   
Pero la malicia de los hombres es tal que incluso los argumentos más impactantes, incluso los argumentos más convincentes, son rechazados. Y entonces ahora debemos preguntarnos: desde que nuestro Señor resucitó de entre los muertos, ¿qué ha hecho la humanidad? Reunir a los hombres en torno a Nuestro Señor para adorarlo y darle gracias, para pedirle sus gracias; ¿Convertirse a él? 
   
¡Ay, hermanos míos carísimos! Vosotros mismos sois testigos de ello. La división continúa; continúa en la humanidad.
   
Y si esta división fuera sólo temporal, si dijéramos: «sí, sabemos muy bien que durante esta vida terrena muchos hombres se alejan desgraciadamente de Nuestro Señor, se alejan de su Ley. Pero al menos, al morir, vuelven a encontrar la luz y se dan cuenta de sus errores y piden perdón a Dios y regresan al Cielo».
   
Pero ese no es el caso.  (Monseñor repite) No es así. 
   
Y nuestro Señor es nuestro testigo. Lo dijo una y otra vez: Hay un cielo y hay un infierno. No podemos negarlo; Sería negar lo que Nuestro Señor Jesucristo mismo afirmó solemnemente una y otra vez.
   
Así pues, por supuesto, los que están imbuidos de las ideas modernas dicen: «Sí, existe el infierno, pero no hay nadie en el infierno. Sí, pero la misericordia del buen Dios hará que los que estén en el infierno sean muy pocos. Quizás un día incluso se convertirán, incluso el diablo se convertirá y todos se reunirán en una dichosa eternidad». ¡Imaginacion y mentiras dañinas! Porque es precisamente el temor al infierno lo que impide a los hombres guardar los mandamientos de Dios. Porque, veréis, esto es lo esencial.
     
¿Qué permitió a Nuestro Señor reabrir las puertas del Cielo, [esas] puertas del Cielo que estaban cerradas, cerradas por qué? Por la desobediencia de nuestros primeros padres. Nuestros primeros padres desobedecieron abiertamente a Dios y nos cerraron las puertas del Cielo. 
   
Nuestro Señor volvió a abrir las puertas del Cielo con su obediencia: «Obœ́diens úsque ad mortem, mortem áutem Crucis» (Fil. 2, 8).
   
Obœ́diens: obediente hasta la muerte en la Cruz.
   
Y toda su vida fue un acto de obediencia, de sumisión a la voluntad de Dios.
   
En la primera antífona de Maitines de esta mañana de Pascua –una bella antífona– se dice: «Ego sum qui sum: Yo soy el que es». Dios afirma su poder omnipotente. Todos los elegidos deben ser, existir. Todos los seres que existen deben existir. Porque Él es la fuente del Ser: «Yo soy Él que es. Quien da el ser a todo, a todas las criaturas. Consílium meum, non est pax ímpiis (Isa. 48, 22): No estoy con los malvados. Con los que niegan a Dios, con los que me niegan a mí. Pero mi voluntad es la observancia de la Ley. En obediencia a la Ley está mi voluntad».
   
Veis algunas palabras cortas, ¡pero qué iluminación! Todo está ahí: Dios es Dios. No cambiaremos a Dios.
   
Dios nos creó para ser obedientes a Su Ley. Él nos dio una ley, un modo de utilizar los bienes que nos dio: nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestro corazón, nuestro cuerpo, todo está regulado por la ley de Dios. Es normal, llegar a la meta que debe ser nuestra: la eternidad, bendita eternidad.
   
Se trata, pues, de obediencia a esta Ley, a esta voluntad del Buen Dios, como lo hizo la Santísima Virgen. ¡Qué bello modelo es la Virgen! «Fiat, Fiat secúndum verbum tuum: “Hágase según tu palabra”». Es toda la vida de la Santísima Virgen, esta obediencia a la voluntad de Dios.
   
Y éste es el espíritu católico. El espíritu católico es profundamente un espíritu de obediencia, una obediencia radical y total a la ley de Dios. El católico repite cada día, una y otra vez: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo». Y no que se haga mi voluntad. Pero hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Así pues, es con este espíritu que debemos –siguiendo a Nuestro Señor Jesucristo– vivir y alcanzar las puertas del Cielo que se abrirán para nosotros.
   
Y es precisamente por esto, queridos hermanos, que tenemos dificultades con Roma. Porque volviendo a este tema, me diréis, es un tema demasiado triste. ¡Pero no! Hay que estar en la verdad. Debemos saber lo que hacemos y lo hemos hecho y esperamos hacerlo en toda conciencia delante de Dios mismo y obedecer a Dios, permanecer en la obediencia precisamente. Porque el nuevo espíritu que está soplando en la Santa Iglesia es un espíritu de desobediencia, ¿ven? Y esto es a lo que nos oponemos. Estamos en contra de la desobediencia. La desobediencia es lo que ha perdido a los hombres y lo que nos ha cerrado las puertas del Cielo.
   
Ahora bien, todo el espíritu del Concilio es un espíritu que conduce a la desobediencia. ¿Por qué? Porque exaltamos la conciencia, la conciencia del hombre. El hombre tiene su conciencia y es su conciencia la que debe gobernar. ¡Pero para nada! El buen Dios ha dado a los hombres una conciencia para conocer la ley y obedecerla. Y no hagas lo que él quiere. Y no hacer su propia ley. Ahora estamos exaltando la conciencia, la responsabilidad. Los hombres son responsables. Entonces, como son responsables, hacen lo que quieren. 
   
Dicen: «tengo mi responsabilidad; tengo mi conciencia; yo sé lo que quiero; sé lo que estoy haciendo. Nadie tiene nada que ver con mi conciencia».
   
Dios ve tu conciencia. Dios te dio la ley. No tienes derecho a oponerte a la ley de Dios. Tú lo sabes.
  
Exaltan al hombre. El hombre se convierte en el centro del mundo. Como si Dios no fuera el centro de todas las cosas y aquel hacia el cual debemos dirigirnos.
   
Así exaltan los derechos humanos, la teología de la liberación: libertad, libertad. Liberación, independencia. Todas estas cosas son malas, intrínsecamente malas.
  
Son malvadas. Es el eco de las palabras de Satanás a Eva y Adán, y que perdieron a Eva y a nuestros primeros padres. Palabras como estas arrojan al pecado a millones de cristianos, católicos, sí, este espíritu maligno que sopla, de independencia del ámbito de la conciencia personal, de libertad personal, de liberación, hace caer en el pecado a millones de católicos. Así que no queremos seguir este movimiento; no queremos seguir este espíritu. 
  
No es el espíritu de Dios; no es el Espíritu Santo, es un espíritu de desobediencia, un espíritu de independencia.
   
Somos totalmente dependientes de Dios. Él nos creó. Él nos dio una ley y debemos seguirla. La ley del amor, la ley de la caridad, esto es lo que Él ha puesto en nuestros corazones: amar a Dios, amar al prójimo. Todo se reduce a esto. ¡Qué magnífica ley! ¿Puede haber ley más hermosa que amar a Dios y amar al prójimo por amor a Dios?
   
Y todo será amor en el cielo. Todo será caridad en el Cielo. Esta ley regirá en todas partes. Además, es la ley de Dios mismo. Dios es caridad. Así dice el Evangelio: Dios es caridad. Y es esta ley de caridad la que Dios ha puesto en nuestros corazones, en nuestras almas, en nuestras conciencias.
   
Y esta ley de caridad es muy severa. No debemos desviarnos de ello. Si nos desviamos de esta ley de caridad, caemos en oposición al Cielo y a la bienaventurada eternidad y luego está el infierno. Quedarán dos grupos. Existe el Purgatorio, pero el Purgatorio es un camino para ir al Cielo. Al final del mundo, cuando Dios decida que nazca el último de sus elegidos, el tiempo habrá terminado. Las estrellas se detendrán. Los ángeles vendrán, las trompetas sonarán y los cuerpos resucitarán. Los cuerpos de los que ahora están en el Cielo, y de los que también están, por desgracia, en el Infierno. Los cuerpos resucitarán y vendrá el juicio general, un juicio general que explica Santo Tomás: «A cada alma se le dará una luz particular para ver a través de las almas y de los cuerpos resucitados, todo lo que las personas, los hombres, han hecho durante su vida, y por este mismo hecho serán juzgados, según la ley de Dios, los que están en pecado y los que están en obediencia».
  
Será el juicio general. Y entonces los ángeles reunirán a los elegidos a la diestra del Señor y a los condenados a la izquierda del Señor. Y Nuestro Señor pronunciará las palabras que pronunció en el Evangelio: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que he preparado para vosotros».
  
«Iros, malditos, al fuego del infierno eterno». Sí, eso es. 
   
Esta es la historia de la humanidad. Así terminará nuestra historia. La historia en la que participaremos todos, cada uno personalmente. Todos estamos involucrados individualmente. No podemos salvarnos para nuestro prójimo. Y no será nuestro prójimo quien nos salvará. Nosotros, personalmente, tendremos que responder por nuestra vida, por nuestra alma. Por eso estamos sumamente preocupados.
   
Y esto es lo que nos recuerda la Resurrección de Nuestro Señor. Esta apertura a la eternidad, a la eternidad bendita.
   
¡Ah! Nos agradaría mucho, mis queridísimos hermanos, y estoy seguro de que compartís toda mi opinión, que de nuestros amigos que nos han dejado recientemente –pienso en el buen Padre Ludovic-Marie Barrielle que tanto amaba hablaros desde aquí, desde este púlpito, con su fe, con un coraje y un celo extraordinarios–, nos agradaría que también el Padre Joseph Le Boulch OSB, que nos dejó hace sólo algunos meses; el buen alcalde Roger Lovey, quisiéramos que vinieran aquí, en mi lugar, y vinieran a contarnos qué está pasando allá arriba, qué es la eternidad que ellos ven ahora.
   
Ellos lo hacen posible. Nos gustaría que vinieran.
Pero vosotros conocéis la palabra del Señor al hombre rico que está en el infierno y que ruega a Abraham que envíe a alguien del cielo. Que Lázaro que está en el cielo vaya y avise a sus hermanos: –«Si alguno viene del Cielo, se convertirá». – !Y Abraham responde: «No, si no escuchan la Ley y los Profetas, si no escuchan a los sacerdotes, no se convertirán aunque venga alguien del Cielo». No nos queda, pues, más que aceptar la ley de Dios, imitar a quienes son nuestros modelos, e imitar en particular –y pedir su intercesión– a nuestra buena Madre del Cielo, la Santísima Virgen, para poder seguirla en la eternidad.
   
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

2 comentarios:

  1. Oiga don jorge, escuché que ir a misas una cum era sacrilego, es eso cierto? luego, si se está efectuando el sacrificio puedo ser perdonado por asistir comulgando?

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    1. Sostenemos que una misa “Una cum” es peor pecado que todos los abortos del mundo, porque se comete sacrilegio al asociarlo con quienes no son parte de la Iglesia por delitos contra la fe, y quien comulga en ella a sabiendas es como el que come de lo que se sacrifica a los ídolos.

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