El 8 de septiembre de 1907, en medio de una época marcada por la ilusión positivista y el triunfo de las ideologías inmanentistas, el gran Papa San Pío X (pontífice de 1903 a 1914) entregó a la Iglesia y al mundo la Carta Encíclica «Pascendi Dominici Gregis». No fue un documento contingente, escrito para corregir un error específico, sino un texto que, con una profundidad sin precedentes, desenmascaró la esencia del modernismo y expuso su naturaleza corrosiva, definiéndolo como una «síntesis de todas las herejías». Con «Pascendi», la Iglesia reafirmó solemnemente que la fe no nace del hombre, sino de Dios, y que la verdad revelada no puede someterse a las cambiantes categorías de la conciencia histórica. El modernismo, según el lúcido diagnóstico del Pontífice de Riese, se basa en una inversión radical de perspectiva: la verdad, en lugar de ser reconocida como objetiva, trascendente y salvaguardada por la Tradición, se reduce a una proyección subjetiva, fruto de una experiencia religiosa que cambia con las épocas y las culturas. Esto resulta en una inversión teórica: el dogma, de expresión inmutable de la revelación divina, se convierte en una fórmula flexible y provisional, continuamente adaptable a las necesidades del hombre moderno. Este inmanentismo absoluto no es una simple desviación teológica, sino una filosofía integral que, penetrando los campos de la exégesis, la moral, la liturgia y la pastoral, disuelve la esencia misma del catolicismo.
Aquí, «Pascendi» adquiere un valor permanente porque capta la raíz especulativa del error. Se arraiga en el realismo metafísico de Santo Tomás de Aquino, reafirmando que el intelecto humano es capaz de conocer la verdad y que la fe se adhiere a ella porque está garantizada por la autoridad de Dios que la revela. El principio de la verdad objetiva se convierte así en la piedra angular que refuta todo reduccionismo subjetivista. La encíclica muestra cómo la pérdida del concepto de verdad absoluta abre inevitablemente el camino al relativismo, y cómo este, una vez que penetra en el corazón de la teología, destruye la certeza de la fe y la misión misma de la Iglesia. Si esto fue cierto para el modernismo de principios del siglo XX, lo es aún más para el neomodernismo que se extiende en la Iglesia hoy, especialmente desde el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965).
Ya no se presenta bajo la apariencia polémica del pasado, sino bajo formas más sutiles e insinuantes: el lenguaje del diálogo sustituye al de la verdad, la categoría de la praxis a la del dogma, la hermenéutica histórica relativiza la Tradición hasta disolver su identidad. El neomodernismo ya no afirma explícitamente que el dogma sea falso, sino que sostiene que es incompleto, que debe reinterpretarse a la luz de las circunstancias, que la verdad es un «proceso sinodal». En realidad, lo que emerge es la misma negación radical de la verdad trascendente, disfrazada de pastoral y de necesidad de renovación. Desde esta perspectiva, «Pascendi» no es un mero documento de condena, sino una obra de alta filosofía y profunda teología: ofrece la clave interpretativa para reconocer y rechazar nuevas formas de disolución de la fe.
Su valor reside en su comprensión de la lógica interna común a todos los modernismos, tanto antiguos como nuevos: el rechazo de una verdad absoluta e inmutable en favor de una verdad relativa, histórica y subjetiva. El papa Sarto afirma con contundencia que la Iglesia no puede fundarse en lo cambiante, sino solo en lo perdurable, y que salvaguardar la fe significa preservar intacta la integridad del depósito revelado. El neomodernismo actual, en su faceta pastoral y dialógica, representa precisamente la amenaza que «Pascendi» había previsto: una fuerza que, actuando desde dentro, socava la autoridad del Magisterio, reduce la liturgia a una expresión comunitaria y transforma la moral en una acomodación sociológica.
Ante este desafío, el texto de San Pío X se revela más que nunca como un faro: indica que solo el realismo metafísico y teológico puede salvar a la Iglesia del naufragio en el relativismo y que la Tradición no es un obstáculo para la renovación, sino el criterio que garantiza su verdad. En este aniversario, la voz de la «Pascendi» resuena como advertencia y guía. No pertenece al pasado, sino que habla al presente con fuerza profética. Si el neomodernismo intenta disolver la fe en la fluidez de opiniones y prácticas, la encíclica nos recuerda que la fe es adhesión a la verdad revelada, inmutable porque está arraigada en el Ser mismo de Dios. Solo volviendo a este fundamento podrá la Iglesia afrontar la dramática crisis actual y redescubrir su misión. La relevancia de la «Pascendi» consiste, por tanto, en indicar a los fieles que no hay caridad sin verdad, ni pastoral sin dogma, ni Iglesia sin Tradición.

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