lunes, 7 de noviembre de 2016

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA “Divíno Afflátu”, SOBRE LA RESTAURACIÓN DEL SALTERIO

El Divino Oficio y el Santo Sacrificio de la Misa son la expresión más gloriosa del culto público de la Iglesia, ya que representan en sí las cuatro notas de ella: Una, Santa, Católica y Apostólica. Y por ello San Pío V había codificado los ritos y rúbricas de uno y otro. Pero en andando los tiempos, y las reformas y adiciones de diversos Papas, era necesario restablecer el Divino Oficio y la Santa Misa a su dignidad y esplendor, toda vez que la extensión que en el transcurso de los años se dio al Propio de los Santos (sobre todo en las iglesias particulares), causó que se pasasen a un segundo plano las memorias del Tiempo. Aquí es donde surge la necesidad de reformar el Salterio, siguiendo el programa “Instauráre ómnia in Christo” que enarboló el último Papa oficialmente canonizado, San Pío X, promulgando la Constitución Apostólica “Divíno Afflátu”.
  
Esta Constitución aparecía siempre en las primeras páginas del Breviario y el Misal Romano tradicional, y por primera vez en la historia, se presenta íntegramente traducida al Castellano. (Agradecimientos sinceros y cordiales a Humberto de Jesús Guillén Morales por enviarnos el cuadro de San Pío X que hoy ilustra este documento).

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA “Divíno Afflátu”, SOBRE LA RESTAURACIÓN DEL SALTERIO

Papa San Pío X
Siervo de los Siervos de Dios
Para perpetua memoria
   
Desde los comienzos de la Iglesia, los Salmos compuestos bajo inspiración divina, que están recopilados en los libros sagrados, no sólo han contribuido sobremanera a fomentar la piedad de los fieles, quienes ofrecen a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que confiesan su Nombre (Hebr. 13, 15), sino que, por una costumbre heredada del Antiguo Testamento, ha formado parte importante de la Liturgia y del Oficio Divino. De ahí nació, como dijo San Basilio, la voz natural de la Iglesia (Homilía In Psalmo I, no. 2), y nuestro predecesor Urbano VIII llama a la Salmodia la Hija de la himnodia que se entona constantemente ante el trono de Dios y del Cordero (Divínam psalmódiam), y, de acuerdo a San Atanasio, le enseña a los hombres que el principal cuidado es la divina adoración en la manera que Dios debe ser alabado y las palabras que en él son adecuadas para confesarle (Epístola Ad Marcellínum in interpretátio Psalmórum, no. 10). Bellamente habló San Agustín al respecto: “Para que Dios sea alabado perfectamente por el hombre, Dios se alabó a sí mismo; y porque se dignó alabarse a sí mismo, por lo mismo, encontró el hombre el modo de alabarle (In Psalmo CXLIV, No. 1).
  
Por eso, hay en los Salmos cierto poder admirable en estimular el celo de los hombres por todas las virtudes. Porque aunque toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, es divinamente inspirada y útil para la doctrina, como está escrito, el Libro de los Salmos, como un paraíso conteniendo en sí mismo los frutos de todos los otros libros sagrados, da dignos cantos, y con ellos también muestra sus propios cantos en salmodia (cantus edit, et próprios insuper cum ipsis inter psalléndum exhíbet). Esas son las palabras de San Atanasio (Epist. Ad Marcell. Op. cit. no. 2), que justamente agrega en el mismo lugar: “Me parece que los Salmos son para el que lo canta cual espejo en que puede contemplarse a sí mismo y los movimientos de su alma y, bajo esta influencia, recitarlos” (op. cit. no. 12). Por tanto, San Agustín dice en sus Confesiones: “¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas” (libro IX, cap. 6). Porque ¿quién puede dejar de ser conmovido por los numerosos pasajes de los Salmos que proclaman tan abiertamente la inmensa majestad de Dios, su ominipotencia, su inefable justicia o bondad o clemencia, y sus otros infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿Quién puede dejar de ser inspirado con sentimientos similares por estos hacimientos de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o por estas confiadas oraciones por las mercedes deseadas, o estos llantos del alma penitente por sus pecados? ¿Quién no se movió a admiración por el Salmista cuando relata los actos de divina bondad hacia el pueblo de Israel y todo el género humano? ¿Quién no se inflamará de amor cuando se presenta la imagen de Cristo Redentor, cuya voz oyó San Agustín en todos los Salmos, alabando o gimiendo, regocijado en la esperanza o suspirando por su cumplimiento? (In Ps. XLII, no. 1).
   
Tiempo atras se proveyó con buenas razones, por decretos de los Romanos pontífices, por decisiones de los Concilios y leyes monásticas, que los miembros de ambas ramas del Clero deben recitar o cantar el Salterio completo cada semana. Y esa misma ley, procedente desde la antigüedad, fue religiosamente observada por nuestros predecesores San Pío V, Clemente VIII y Urbano VIII al revisar el Breviario Romano. Hasta el presente, el Salterio debería ser recitado en su totalidad durante la semana, si los cambios ocurridos en el estado de las cosas no impidiesen frecuentemente este rezo.
  
En efecto, en la continuación de los tiempos, constantemente se ha incrementado entre los fieles, el número de aquellos que la Iglesia, después de su vida mortal, acostumbra inscribir entre los bienaventurados y propone ante el pueblo cristiano como protectores y modelos. En su honor los oficios de los Santos comenzaron a ser gradualmente extendidos hasta el punto que los oficios de los Domingos y las Ferias difícilmente se oían, y por tanto se omitían no pocos Salmos, aunque estos eran, no menos que los otros, como dijo San Ambrosio (Enarrátio in Psalmo I, no. 9), “la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, la exaltación del pueblo, el regocijo de todos, el discurso de todos, la voz de la Iglesia, la resonante confesión de fe, la plena devoción de la autoridad, el gozo de la libertad, el clamor del júbilo, el eco de la alegría”. Más de una vez se han elevado quejas por parte de hombres prudentes y piadosos sobre esta omisión, en el sentido de que aquellos que poseen las Órdenes sagradas han sido privados de tan admirables auxilios para alabar al Señor y expresarle los más profundos sentimientos del alma, y que esto les ha dejado sin esa deseable variedad en la oración tan altamente necesaria para nuestra debilidad en suplicar dignamente, con atención y devoción. Porque, como dijera San Basilio, “el alma, en alguna manera extraña, frecuentemente crece torpe en la monotonía, y que debiendo estar presente para ello se ausenta; mientras que cambiando y variando la Salmodia y el canto para las diferentes Horas, su deseo es renovado y su atención restaurada” (Régulæ fúsius tractátæ, quǽstio 37, no. 5).
  
No es de sorprender, entonces, que un gran número de obispos en varias partes del orbe han enviado expresiones sobre su sentir en esta materia a la Sede Apostólica, y especialmente durante el Concilio Vaticano cuando pidieron, entre otras cosas, que la antigua costumbre de recitar el Salterio completo durante la semana pueda ser restaurada en la medida de lo posible, pero en tal manera que esta carga no deba ser más gravosa para el clero, cuyas labores en la viña del sagrado ministerio se han incrementado ahora que ha disminuido el número de los obreros. Estas peticiones y deseos, que también fueron los nuestros, antes de asumir el pontificado, y también los apelos que desde entonces llegan de nuestros venerables hermanos y de hombres piadosos, Nos hemos decidido que deberían ser concedidas, con precaución, sin embargo, para que la recitación integral del Salterio cada semana no disminuya en nada el culto de los Santos, y por otra parte que no disminuya, en lugar de aumentar, las obligaciones de los clérigos obligados al Oficio Divino. Por consiguiente, después de haber implorado suplicantemente al Padre de las luces y pedido la asistencia de santas oraciones sobre la materia, siguiendo las huellas de nuestro predecesor, hemos escogido un número de hombres letrados y activos con la tarea de estudiar y consultar en orden a encontrar alguna forma, respondiendo a nuestro querer, para poner en ejecución esta idea. En cumplimiento del cargo confiado a ellos, elaboraron una nueva disposición del Salterio, y habiendo sido aprobada por los cardenales de la Santa Iglesia Romana pertenecientes a la Sagrada Congregación de Ritos, la hemos ratificado estando como está en entera armonía con nuestra mente, en todas las cosas, esto es, lo concerniente al orden y partición de los Salmos, Antífonas, Versículos, e Himnos con sus rúbricas y reglas, y hemos ordenado una edición auténtica del mismo para ser enviada a la Imprenta Vaticana a su edición y luego publicada.
  
Como la disposición del Salterio tiene cierta conexión íntima con todo el Divino Oficio y la Liturgia, será claro para todos que con esto que hemos decretado hemos tomado el primer paso para la corrección del Breviario y el Misal Romano, pero para esto debemos nombrar en breve un consejo especial o comisión. Mientras tanto, ahora que la ocasión se presenta, hemos decidido hacer unos cambios al presente, como está prescrito en las rúbricas acompañantes; y primero entre ellas, para el debido honor en la recitación del Divino Oficio, por su uso más frecuente, sean restauradas las lecciones señaladas de la Sagrada Escritura con los responsorios de la temporada, y, segundamente, que en la sagrada Liturgia las antiquísimas Misas de los Domingos durante el año y las Misas Feriales, especialmente las de Cuaresma, recuperen su lugar debido.
  
Por tanto, por la autoridad otorgada en estas Letras, primero que todo abolimos el orden del Salterio como actualmente se presenta en el Breviario Romano, y prohibimos absolutamente su uso después del 1 de Enero del año 1913. Desde ese día, en todas las iglesias del clero secular y regular, en los monasterios, órdenes, congregaciones e institutos de religiosos, para todos ellos y a quienes por oficio o costumbre recitan las Horas canónicas según el Breviario Romano establecido por San Pío V y revisado por Clemente VIII, Urbano VIII y León XIII, Nos ordenamos la observancia religiosa de la nueva disposición del Salterio en la forma que Nos hemos aprobado y decretamos su publicación por la Imprenta Vaticana. Al mismo tiempo, Nos reafirmamos las penas prescritas en la ley contra los que abandonen el deber de recitar diariamente las horas canónicas; y así todos sabrán que no cumplirán esta grave deber a menos que usen esta Nuestra disposición del Salterio.
 
Nos ordenamos, por lo tanto, a todos los patriarcas, arzobispos, obispos, abades y demás prelados de la Iglesia, sin exceptuar a los cardenales arciprestes de las basílicas patriarcales de la Ciudad, velar por introducir para el tiempo apuntado en sus respectivas diócesis, iglesias o monasterios, el Salterio con las reglas y rúbricas como las hemos dispuesto; y ordenamos que el Salterio, sus reglas y rúbricas sean también usadas y observadas inviolablemente por todos los que tengan la obligación de recitar o cantar las Horas canónicas. Mientras tanto, ellas deberán ser legales para todos y para cada uno de los capítulos en sí mismo, previa mayoría favorable del Capítulo, a usar debidamente la nueva disposición del Salterio inmediatamente después de su publicación.
  
Nos lo publicamos, declaramos, sancionamos, decretando que estas nuestras Letras siempre son y deberán ser válidas y efectivas, sin obstar para ello cualquier Constitución y Ordenanza Apostólica, general y especial, y todo cuanto le sea contrario. Por ello, que nadie ose infringir u oponerse temerariamente a esta página que expresa nuestra abolición, revocación, permiso, ordenanza, precepto, estatuto, indulto, mandato y voluntad. Pero si cualquiera pretende intentarlo, sepa que incurrirá en la ira de Dios Omnipotente y de los bienaventurado Apóstoles Pedro y Pablo.
 
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el año de la Encarnación de Nuestro Señor 1911, el 1 de Noviembre, fiesta de Todos los Santos, en el año noveno de Nuestro pontificado.

SAN PÍO X

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