La capilla de las apariciones de la
Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa
madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por «Metro». Se baja
en Sèvres–Babylone, y detrás de los grandes almacenes «Le Bon Marché»
está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel
barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se
llega a la capilla.
La capilla es enormemente vulgar, como
cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular
sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos,
la capilla sigue siendo desangelada.
Uno comprende que la
Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a
orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en
Fátima, en el adusto y grave escenario de la «Cova de Iría»; que se
apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde
ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos
pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa…
Pero
la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una
aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están
prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche
del 27 de noviembre de 1830.
Yo siempre que paso por París
voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar «desde el cual
serán derramadas todas las gracias», a contemplar el sillón, un sillón
de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y
algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se
sentó la Virgen.
Si la capilla debe toda su celebridad a
las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la
privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la
buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad,
llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la
canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de
la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el
proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al
santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la
vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en
su gran alma pasaba.
Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como
la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de
mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la
novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el
cristiano matrimonio.
La madre, Magdalena Luisa Gontard,
murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir
sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su
hermana pequeña, María Antonieta (Tonina), la envían a casa de unos
parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor,
ingresa en las Hijas de la Caridad. «Ahora –dice Zoe a Tonina–, nos
toca a nosotras hacer marchar la casa».
Doce años y diez
años…, o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la
hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los
pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a
la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas
con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los
trabajadores.
Y al mismo tiempo que los deberes de casa,
Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al
catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en
deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se
hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los
sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su
padre. El señor Pedro Labouré es un campesino serio, casi adusto, de
pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o
Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.
Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la
iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa
volando.
Un día ve en sueños a un venerable anciano que
celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye
despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y
entonces la figura sonriente del anciano la dice: «Algún día te
acercarás a mí, y serás feliz». De momento no entiende nada, no puede
hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo
gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en
su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana: «Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa».
Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas
de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.
Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija
y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal
vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.
Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.
El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su
corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí
todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué
atrevimientos!
Sólo por la noche, después de un día
terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre
habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen
que la saque de aquel ambiente tan peligroso.
Carlos
comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere
facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando
el padre por medio?
Habla con Huberto, otro hermano mayor,
que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para
señoritas en Châtillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para
Zoe.
El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento
para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan
jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero
perfecciona su pronunciación y puede re-emprender sus estudios que
dejara a los nueve años.
Un día, visitando el hospicio de
la Caridad en Châtillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano
sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San
Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el
Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin
éste se resignó a dar su consentimiento.
Zoe hizo su
postulantado en la misma casa de Châtillon, y de allí marchó el día 21
de 1830 al «seminario» de la casa central de las Hijas de la Caridad en
París.
A fines del noviciado, en enero de 1831, la
directora del seminario dejó esta «ficha» de Zoe, que allí tomó el
nombre de Catalina: «fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para
ella. El carácter parece bueno, el espíritu y el juicio no son
sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud».
Pues
bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien
se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.
He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:
«Vino después la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre
Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de
los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un
deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que
aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba
verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo
de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la
mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San
Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen.
Por
fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre:
“Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído
la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido
de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: “Venid a la
capilla; la Santísima Virgen os espera”. Inmediatamente me vino al
pensamiento: “¡Pero se me va a oír!”. El niño me respondió:
“Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente
dormido: venid, yo os aguardo”. Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia
el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de
mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le
seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos los lugares por donde
pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de
punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la
puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue
todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos,
lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a
la Santísima Virgen.
El niño me condujo al presbiterio, al
lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño
permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no
fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. Al
fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: “He aquí a la
Santísima Virgen; hela aquí”. Yo oí como un ruido, como el roce de un
vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de
San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del
Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de
la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa.
Dudaba yo
si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: “He
ahí a la Santísima Virgen”. Me sería imposible decir lo que sentí en
aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía.
Entonces el niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor
energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la
Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre
las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta
Señora… El momento que allí se pasó, fue el más dulce de mi vida; me
seria imposible explicar todo lo que sentí. Díjome la Santísima Virgen
cómo debía portarme con mi director y muchas otras cosas que no debo
decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo (y me señaló el
altar con la mano izquierda) a postrarme ante él y derramar mi corazón;
que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad…
Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas había
visto, y Ella me lo explicó todo…
No sé el tiempo que allí
permanecí; todo lo que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté
más que como algo que se desvanecía, y, en fin, como una sombra que se
dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino que había traído al
venir. Me levanté de las gradas del altar, y vi al niño donde le había
dejado. Díjome: “¡Ya se fue!”. Tornamos por el mismo camino, siempre del
todo iluminado y el niño continuamente a mi izquierda. Creo que este
niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme
ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me
obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz
maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería
como de cuatro a cinco años. Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la
mañana; ya no me dormí».
La anterior visión, que sor
Catalina narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una
preparación a las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa
referiría a su confesor, el padre Juan María Aladèle, por quién se
insertaron los relatos en el proceso canónico iniciado seis años más
tarde:
«A las cinco de la tarde, estando las Hijas de
la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una
hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de
pie sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en
sus benditas manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma
de hacecillos, rayos muy resplandecientes, que caían sobre la tierra…
También vio en la parte superior del retablo escritas en caracteres de
oro estas palabras: “¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros
que recurrimos a Vos!”. Las cuales palabras formaban un semicírculo que,
pasando sobre la cabeza de la Virgen, terminaba a la altura de sus
manos virginales. En esto volvióse el retablo, y en su reverso vióse la
letra M, sobre la cual había una cruz descansando sobre una barra, y
debajo los corazones de Jesús y de María… Luego oyó estas palabras: “Es
preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren
puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta
súplica, alcanzarán especial protección de la Madre de Dios”. E
inmediatamente desapareció la visión».
Esta escena se
repitió algunas veces, ya durante la misa, ya durante la oración,
siempre en la capilla de la casa central. La primera aparición de la
Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de noviembre de 1830, un sábado víspera
del primer domingo de Adviento.
Pasado el seminario, sor
Labouré fue enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San
Antonio, de París, lo que le dio facilidad de seguir comunicándose con
su confesor, el padre Aladèle. La Virgen había dicho a sor Catalina en
su última aparición: «Hija mía, de aquí en adelante ya no me verás más,
pero oirás mi voz en tus oraciones». En efecto, aunque no se repitieron
semejantes gracias sensibles, sí las intelectuales, que ellas distinguía
muy bien de las imaginativas o de los afectos del fervor.
En el hospicio de Enghien, la joven religiosa fue destinada a la cocina,
donde no faltaba trabajo; pero interiormente sentía apremios para que
la medalla se grabara, y así se lo comunicó al señor Aladèle, como queja
de la Virgen. El prudente religioso fue a visitar a monseñor Jacinto
Luis de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832,
consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el
propio prelado sus efectos milagrosos en monseñor Domingo Dufour de
Pradt, ex obispo de Poitiers y Malinas, aplicándole una medalla y
logrando su reconciliación con Roma, pues era uno de los obispos
«constitucionales».
Sor Catalina recibió también una
medalla, y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo:
«Ahora es menester propagarla».
Esto fue fácil, pues la
Hijas de la Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas
había cundido la noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué
hermana fuera la vidente, cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la
propia Sor Catalina en 1876, cuando ya presentía su muerte, se lo
manifestó a su superiora para salvar del olvido algunos detalles que no
constaban en el proceso canónico, en el que depuso solamente su
confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de Quelen,
aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre
pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de
confesión.
La Medalla Milagrosa, nombre con que el pueblo
comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en
todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío
Alfonso de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso
por la Ciudad Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón
de Bussieres, convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la
aceptó simplemente por urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña
iglesia de San Andrés delle Fratre, se sintió atraído hacia la capilla
de la Virgen, donde se le apareció esta Señora tal como venía grabada en
la medalla. Se arrodilló y cayo como en éxtasis. No habló nada, pero lo
comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a la boda que tenía
concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido, fundó la
Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sion para la
conversión de los judíos.
A partir de entonces la Medalla
Milagrosa adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas,
como el rosario o el escapulario.
Y entre tanto sor
Catalina Labouré se hunde más y más en la humildad y el silencio.
Cuarenta y cinco años de silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers,
que sabia callar en casa del señor Labouré, calla también ahora en el
hospicio de ancianos.
Después de haber insistido, suplicado, conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en silencio.
En Enghien pasa de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero,
lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la
asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas
inútiles y sin fuerzas, de la portería.
En 1865 muere el
padre Aladèle, y puede cualquiera pensar en la gran pena de la Santa.
Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro
radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba
a su fiel servidor.
Otro sacerdote le sustituye en su
cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones,
pero no consigue ser comprendida.
Sor Catalina habla de
tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera
en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus
visiones.
Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es
dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo
traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban
desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La
someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en
vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de
comunidad con el aire más natural del mundo.
La virtud del
silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás
cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin
que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladèle y
el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la
muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.
El confesor que sustituyó al padre Aladèle es sustituido por otro.
Estamos a principios de junio de 1876, año en que «sabe» la Santa que
habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia,
y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la
superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se
erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las
apariciones.
La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.
En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos
ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las
confidencias de la Virgen.
Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.
Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Juan Verdier abría
su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se
halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían
visto a la Virgen.
Hoy sus reliquias reposan en la propia
capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya
erección tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.
Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII en 1947. Sus
dos nombres fueron como el presagio de su existencia: Zoe significa
«vida», y Catalina, «pura».