El catolicismo se introdujo en Japón a mediados del siglo XVI. La religión fue generalmente tolerada hasta el principio del siglo XVII, pero el shogunado Tokugawa (1603-1867) la proscribió y persiguió a sus adherentes. Cuando se restauraron las relaciones con Occidente a mediados del siglo XIX, el catolicismo fue reintroducido y ha continuado existiendo en Japón con variable suerte.
Los comerciantes portugueses fueron los primeros en localizar Japón en 1543, siendo seguidos por San Francisco Javier, misionero jesuita, que llegó en 1549 con dos compañeros. La predicación de San Francisco Javier tuvo algún éxito, aunque sus esfuerzos se complicaban por la barrera del idioma.
En enero de 1552, San Francisco Javier había remarcado el espíritu de conversión de los primeros neófitos. "Yo los vi", escribió, "regocijándose con nuestros éxitos, manifestando un celo ardiente por extender la fe y ganar para el bautismo a los paganos que conquistaban". Él previó los obstáculos que bloquearían el progreso de la fe en ciertas provincias, el absolutismo de este o aquel daimyo (señor feudal), una clase en ese momento muy independiente del Mikado (Imperio) y en revuelta contra su autoridad suprema. De hecho, en la provincia de Hirado dónde convirtió a cientos, y donde seis años después, se bautizaron 600 paganos en tres días, una mujer cristiana (la proto-mártir) fue decapitada por orar ante una cruz. En 1561 los Daimyos forzaron a los cristianos a abjurar de su fe, "pero ellos prefirieron abandonar todas sus posesiones y vivir en el Bungo, pobres con Cristo, en lugar de ricos sin Él", escribió un misionero el 11 de octubre de 1562. Cuando, bajo el shogunado de Yoshiaki, el cristiano Oda Nobunaga, apoyado por Wada Koresama, dominó la mayor parte de las provincias y restauró la unidad monárquica, ocurrió lo que había esperado San Francisco Javier.
En Miyako (el Kioto moderno) la fe fue reconocida y se construyó una iglesia el 15 de agosto de 1576. Entonces la fe continuó extendiéndose sin oposición notable, cuando los Daimyos siguieron la primacía del Mikado (Ogimachi, 1558-1586) y Oda Nobunaga. La tolerancia o favor de la autoridad central provocó por todas partes la extensión de la religión católica.
Los refuerzos llegaron para continuar el trabajo del santo y fueron recibidos generalmente bien por los gobernantes locales que a menudo los asociaban con el lucrativo comercio portugués. La actividad se concentró sobre todo en Kyushu (Nagasaki), aunque se establecieron las comunidades cristianas en Honshu.
En 1563 Omura Sumitada, se volvió el primer Daimyo que recibía el bautismo, y en 1579 no menos de seis daimyo se habían convertido. Por ese tiempo el número de cristianos rondaba los 100.000. En 1579 el jesuita Alessandro Valignano llegó para dirigir la primera de tres inspecciones de la misión. Cuando se fue, estaba acompañado por cuatro muchachos que formaron una embajada dirigida a Roma en nombre del Daimyo cristiano de Kyushu.
Para entonces el catolicismo había atraído la atención de figuras nacionales. El unificador nacional Oda Nobunaga favoreció a los misioneros y les hizo generosas concesiones. Su sucesor Toyotomi Hideyoshi continuó esta política hasta 1587, cuando ordenó abruptamente que los misioneros dejaran el país al comprender la magnitud de la influencia cristiana en Kyushu.
Comenzaron las directivas anticristianas de los períodos Azuchi-Momoyama (1587 - 1600) y Edo (1600 - 1868). Hideyoshi emitió un aviso en Hakata (ahora Fukuoka) el 23 de julio de 1587 condenando las conversiones que él llamaba "forzadas", táctica más que frecuente para eliminar al "enemigo". El aviso fue seguido al día siguiente por un decreto que obligaba a los misioneros jesuitas (Bateren) a abandonar Japón "dentro de los 20 días siguientes". Aunque algunas Iglesias cristianas fueron destruidas, ningún misionero dejó Japón permanentemente como resultado de estos decretos debido al intenso celo cristiano de extender la fe del Señor sobre las almas orientales. Llegaba el fin de la recepción favorable...
Después de la muerte de los 26 mártires de Nagasaki, no hubo en principio otras acciones hostiles públicas, y el trabajo misionero continuó discretamente. Por este tiempo la iglesia había alcanzado, a pesar de todo, la mayor expansión, con un número de cristianos estimado en 300.000.
Tokugawa Ieyasu, que se hizo el gobernante de facto en 1600, al principio tolerará la presencia de los misioneros por causa del comercio portugués aprovechable, pero cuando llegaron los comerciantes holandeses e ingleses protestantes, que alentaron su odio religioso, actuó más libremente contra los misioneros católicos.
La última confrontación entre Ieyasu y Toyotomi Hideyori, hijo del último Hideyoshi, hizo a Ieyasu volverse contra la Iglesia, sabiendo que su rival tenía considerable apoyo en Japón occidental dónde la influencia cristiana era más fuerte.
Al salir Ieyasu victorioso, en 1614 el shogunado de Tokugawa elaboró la razón anticristiana elaborada en la Declaración sobre la Expulsión del Bateren, bosquejada por el monje budista Zen Konchiin Suden al mandato de Ieyasu el 1 de febrero de 1614. Allí se ordenaba a los misioneros dejar el país. La mayoría de ellos partió pero unos 40, incluyendo sacerdotes japoneses, se quedaron para continuar su trabajo en secreto.
Año tras año después de 1614 el número de martirios fue de 55, 15, 25, 62, 88, 15, 20... En poco tiempo comienza la persecución organizada.
Los reinados de Ieyasu -que es mejor conocido en los anales cristianos por el nombre de Daifusama- y de sus sucesores Hidetada e Iemitziu, fueron los más desastrosos. Esta persecución duró medio siglo con algunos breves intervalos de paz.
El año 1622 fue particularmente fructífero en héroes cristianos. El martiriologio japonés cuenta 128 con nombre original, nombre cristiano y lugar de ejecución. Se ejecutó a 51 cristianos sólo en Nagasaki. Antes de esto las cuatro órdenes religiosas, los dominicos, franciscanos, agustinos y jesuitas, habían tenido sus mártires, pero el 10 de septiembre de 1622, 9 jesuitas, 6 dominicos, 4 franciscanos, y 6 laicos cristianos fueron dejados morir en una estaca después de ser testigos de la decapitación de aproximadamente 30 creyentes.
Desde diciembre hasta fines de septiembre de 1624, hubo 285 mártires. El capitán inglés, Richard Cocks (Calendario de Papeles Estatales: Indias Orientales coloniales, 1617-1621, pág. 357) relata: "ví 55 martirizados en Miako en una oportunidad... y entre ellos niños de 5 o 6 años de edad quemados en los brazos de su madre, mientras exclamaban: 'Jesús, recibe nuestras almas'. Muchos más fueron a prisión y esperaban hora tras hora que los vinieran a matar, pero muy pocos se volvieron paganos". No podemos entrar en los detalles de estas horribles matanzas, las expertas torturas del Monte Unaen, la crueldad refinada de la trinchera.
De estos 285, alrededor de 50 también fueron quemados vivos en Edo (ahora Tokio). Se estima que unos 3000 creyentes fueron martirizados; esto no incluye a muchos que murieron como resultado de los sufrimientos en la prisión o en el destierro. A esta altura se hace bastante incomprensible la excusa de "espías" que inició la matanza.
Después de 1627 la muerte creció más y más terrible para los cristianos; en 1627, murieron 123, durante los años que siguieron, 65, 79, y 198.
En 1633 fueron ejecutados unos 30 misioneros, y en 1637, salieron sólo cinco en libertad. El Levantamiento de Shimabara de 1637-38, incitó al gobierno a romper contacto con Occidente, salvo algunos comerciantes de la compañía holandesa de India oriental, confinada a Dejima. Los subsecuentes intentos misioneros de entrar y trabajar en el país fueron infructuosos.
La persecución siguió incesantemente siempre que había misioneros, y la última conocida fueron 5 jesuitas y 3 seglares que sufrieron la tortura de la trinchera desde el 25 hasta el 31 de marzo de 1643. La lista de mártires conocidos (por nombre original, nombre cristiano, y lugar de ejecución) alcanza los 1648 nombres. Si agregamos a este grupo la lista de los misioneros, o más tarde la lista de los viajeros holandeses entre 1649 y 1660, el total llega a 3125, y esto no incluye a los cristianos que fueron desterrados, cuya propiedad fue confiscada, o que murieron en la pobreza.
Al cierre del reino de Iemitzu (1650) un inmenso número de cristianos, de los que hay poco registro, pereció.
Sin contar a los miembros de Órdenes Terceras y Congregaciones, los jesuitas tuvieron, según el martiriologio (Delplace, II, 181-195; 263-275), 55 mártires, los franciscanos 36, los dominicos 38, los agustinos 20. Pío IX y León XIII declararon dignos de culto público a 36 mártires jesuitas, 25 franciscanos, 21 dominicos, 5 agustinos y 107 laicos cristianos.
Cuando en 1854, el Comodoro Mathew Perry forzó una entrada a Japón, se supo que la fe cristiana, después de dos siglos de intolerancia, no había muerto. En 1865, sacerdotes de las Misiones extranjeras encontraron 20.000 cristianos practicando su religión en secreto en Kiushu. La libertad religiosa no se les concedió por la ley japonesa hasta 1873. Hasta ese momento, en 20 provincias, 3404 habían sufrido por la fe en el destierro o en la prisión; 660 de éstos murieron, y 1981 regresaron a sus casas. En 1858, 112 cristianos murieron por tortura. Un misionero calcula que en total unos 3.200 murieron por la fe.
¿Casualidad? Curiosamente, tras un breve descanso que siguió a dos siglos y medio de persecución, las dos únicas aldeas católicas de Japón eran a mediados de este siglo Hiroshima y Nagasaki. Las mismas que fueron víctimas del bombardeo aliado que no afectó a ninguna otra ciudad o punto estratégico que pudiese realmente dañar el poder militar japonés. Dos sencillas ciudades sin importancia alguna, desaparecieron bajo el fuego atómico que destruyó implacablemente, una vez más, a la castigada pero fuerte cristiandad, alimentada de los santos y mártires que generosamente regaron con su sangre aquellas tierras que sustentan hoy a los pocos descendientes que resurgieron de las cenizas provocadas por el odio que tantos tienen a Nuestro Señor Jesucristo...
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