El pasado 19 de Febrero, a las 22:30h, en su casa de Milán, luego de un
cáncer pancreático, falleció el escritor Umberto Eco Bisio, autor de obras
como “El nombre de la rosa”, “El péndulo de Foucault” y “El cementerio de Praga”.
El señor Eco era agnóstico (aunque perteneció a la Acción Católica), y en sus obras destilaba un odio visceral
contra la Iglesia Católica, a la cual ridiculizaba con frecuencia. QUE SU ALMA ARDA EN EL INFIERNO POR TODA LA ETERNIDAD.
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A este propósito, venga esta reflexión del profesor Roberto de Mattei para Corrispondenza Romana:
El 23 de febrero de 2016 se realizó en Milán el “funeral laico” del escritor Umberto Eco, fallecido el 19 de febrero a los 84 años. Eco fue uno de los peores productos de la cultura turinesa e italiana del siglo XX. Se resalta su ascendencia turinesa porque el Piamonte fue una cuna de grandes santos en el siglo XX, pero también de intelectuales laicistas y anticatólicos en el vigésimo.
La “escuela turinesa”, bien descrita por Augusto Del Noce, pasó, gracias a la influencia de Antonio Gramsci (1891-1937) y de Piero Gobetti (1901-1925), del idealismo al marx-iluminismo, manteniendo siempre su alma inmanentista y anticatólica. En la segunda posguerra, esta línea cultural ejerció una hegemonía tan fuerte que atrajo a sí no pocos católicos. Umberto Eco, nacido en Alessandria en 1932, dirigente diocesano a los 16 años de la Acción Católica, era, como él mismo recuerda, no solo un activista, sino «un creyente de comunión diaria».
Participó en la campaña electoral de 1948 pegando carteles y distribuyendo panfletos anticomunistas. Colaboró también con la presidencia de la Acción Católica en Roma, mientras estudiaba en la Universidad de Turín, donde se graduó en 1954, con una tesis sobre la estética de Santo Tomás de Aquino, publicada después en su único libro que valga la pena leer (Il problema estetico in san Tommaso, 1956).
Es en aquel año 1954 que él abandonó la fe católica. ¿Cómo maduró su apostasía? En verdad esta fue razonada, convencida y definitiva. Eco dijo con irrisión haber perdido la fe leyendo a Santo Tomás de Aquino. Pero la fe no se pierde, sino que se rechaza y, en los orígenes de su alejamiento de la verdad no está Santo Tomás, sino el nominalismo filosófico, que es una interpretación decadente y deformada de la doctrina tomista. Eco fue hasta el final un nominalista radical, para el cual no existen verdades universales, sino solamente nombres, signos y convenciones. Guillermo de Ockham, el padre del nominalismo, es representado como Guillermo de Baskerville, el protagonista de su más famosa novela, El nombre de la rosa (1940), que se cierra con un lema nominalista: «Stat rosa prístina nómine, nómina nuda tenémus», «La rosa del pasado subsiste solo por el nombre, los nombres desnudos tenemos».
La esencia de la rosa (como de todas las cosas) se reduce a un nombre; no tenemos más que nombres, apariencias e ilusiones, ninguna verdad y ninguna certeza. Otro personaje de la novela, Adso de Melk, afirma que «Gott ist ein lautes Nichts», «Dios es una pura nada». En últimas, todo es juego y danza sobre la nada. Este concepto es el mismo de otra novela filosófica, El péndulo de Foucault (1989). Detrás de la metáfora del péndulo hay un Dios que se confunde con la nada, el mal, la oscuridad absoluta.
El verdadero péndulo del pensamiento de Eco fue en realidad la oscilación entre el racionalismo absoluto de los Ilustrados y el irracionalismo del ocultismo, de la cábala, de la gnosis, que él combatió pero por el cual fue morbosamente atraído. Si el nominalismo vacía la realidad de su significado, el resultado inevitable es de hecho la caída en lo irracional. Para salir de él no queda sino el escepticismo absoluto. Si Norberto Bobbio (1909-2004) constituye la versión neo-kantiana de la ilustración turinesa del Novecientos, Umberto Eco encarna aquella neo-libertina. Una de sus últimas novelas, El cementerio de Praga (2010), es la apología implícita de aquel cinismo moral que sigue necesariamente a la ausencia de la verdad y del bien.
En las más de quinientas páginas del libro no hay ni un solo impulso ideal, ni figura que se mueva animada por el amor o el idealismo. «El odio es la verdadera pasión primordial. Es el amor el que es una situación anómala», hace decir Eco a Piotr Rachkovski, uno de los protagonistas. Y aun así, a pesar de las figuras despreciables y los hechos criminales de los cuales está plagado el libro, falta en sus páginas aquella nota trágica que sola pudo hacer grande una obra literaria.
El tono es el sarcástico de una comedia en la cual el autor se burla de todo y de todos, porque la única cosa en que verdaderamente cree son los filetes de rémol en salsa holandesa que sirve Laperouse en el barrio de Grandes Agustinos quais des Grands-Augustin, los cangrejos de río bordeleses o los écrevisses bordelaises o las espumas de Volailles del Café Inglés de la calle Gramont, los filetes de pularda picados con trufas del Rocher du Cancale en la calle Montorgueil. La comida es la única cosa que sale triunfante de la novela, continuamente celebrada por el protagonista, que confiesa: «La cocina siempre me ha dado más satisfacciones que el sexo: quizá sea una marca que me han dejado los curas». No es al azar, en 1992, Eco se recuperó en el hospital y fue dado casi por muerto a causa de una colosal indigestión.
Eco fue técnicamente un gran malabarista, porque se volvió juego de todos: de sus lectores, de sus críticos y sobre todo de los católicos que lo invitaban a sus reuniones en busca de un oráculo. Como por broma, en ocasión al referendo sobre el divorcio de 1974, él dirigió a los divorcistas en las columnas del Espresso, el llamado a una impostación inteligente de su campaña de propaganda con estas palabras:
«La campaña para el referendo deberá estar vacía de presupuestos teóricos, desprejuiciada, inmediata, vuelta a un efecto a corto plazo. Dirigida eminentemente a un público presa fácil de solicitaciones emotivas, deberá vender una imagen positiva del divorcio que replique exactamente los apelos emotivos de la parte contraria… Los temas de esta campaña de “ventas” deberían ser: el divorcio hace bien a la familia, el divorcio hace bien a las mujeres, el divorcio hace bien a los niños… Por años los publicistas italianos viven un drama de identidad: cultos e informados, se saben objeto de una crítica sociológica que los señala como siervos fieles del poder consumista… Intentan campañas gratuitas para la defensa del ambiente y la donación de sangre. Pero se sienten excluidos de los grandes problemas de su tiempo, condenados a vender jabones. La batalla por el referendo será la prueba de la sinceridad de tantas aspiraciones civiles muchas veces sostenidas. Basta que un grupo de agencias expertas, dinámicas, desprejuiciadas y democráticas se coordine y autofinancie para sostener una campaña de ese tipo. Basta una llamada, dos reuniones, un mes de trabajo intenso. Destruir un tabú en pocos meses es un desafío que debería hacer agua la boca a todo publicista que ame su oficio…».
El tabú que se debía destruir era la familia, que, para un relativista como él, no tenía ninguna razón para existir. La destrucción de la familia en Italia, desde 1974 es proseguida por etapas sucesivas. Eco la ha acompañado con placer, saliendo en escena en la vigilia de la aprobación de las uniones homosexuales, que es el resultado conclusivo de la introducción del divorcio, cuarenta años atrás. La familia natural es sustituida por la innatural.
El relativismo celebra su aparente triunfo. Umberto Eco ha contribuido fuertemente a esta obra de desecración del orden natural y cristiano, pero aquello de lo que él deberá responder no es solo el mal que ha hecho, sino el bien que habría podido hacer si no hubiese rechazado deliberadamente la Verdad. ¿De qué sirve recibir cuarenta grados honóris cáusa y vender treinta millones de copias de un solo libro (El nombre de la rosa), si no se gana la eterna felicidad? El joven activista de la Acción Católica habría podido ser un San Francisco Javier en aquella tierra de misión que es hoy Europa. Pero no acogió aquellas palabras que San Ignacio dirigía a San Francisco Javier y que Dios hace resonar en todo corazón cristiano: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde su alma?».

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