Ildefonso Falcones: «En Barcelona se habla castellano desde el siglo XIV»
SERGI DORIA
BARCELONA
Año 1329. Arnau es un niño de ocho años. Este siervo de la gleba de Navarcles que huye de los abusos feudales pisa por primera vez la plaza donde se levanta una iglesia a la Virgen María: Santa María de las Arenas, la vieja iglesia del siglo IV que acariciaba la playa, se convertirá en Santa María del Mar... Diez años después de «La catedral del mar» –seis millones de ejemplares en cuarenta y tres países–, Ildefonso Falcones retorna a los barrios medievales con «Los herederos de la tierra» (Grijalbo).
Estamos en 1387: las campanas de Santa María del Mar marcan el calendario de siervos y señores. Arnau Estanyol es ahora un prohombre que ha tomado bajo su protección a Hugo Llor, hijo de un marinero fallecido. El chaval de 12 años, que trabaja en las Atarazanas y sueña con llegar a ser armador, verá frustrada su vocación cuando la familia Puig acabe con la vida de Arnau. Hugo nunca borrará de su memoria el consejo de su mentor: «No debes inclinarte ante nadie». Tras enfrentarse a los asesinos, inicia una huida que le lleva a conocer al judío Mahir con quien aprende a cosechar vides, criar vinos y destilar la legendaria aqua vitae. «Los herederos de la tierra», puntualiza el autor, «no es una segunda parte de ‘La catedral del mar’ sino la continuación de la historia en una Barcelona que crece». De ahí el protagonismo de Hugo Llor, en lugar de Bernat, hijo de Arnau Estanyol, relegado a personaje secundario. De la mano de Hugo recorremos una Barcelona que vive del mar y que no cuenta con un puerto digno de su actividad comercial. De la Ribera –barrio de la nobleza y la burguesía emergente– pasamos al barrio del Raval, donde se construye el Hospital de la Santa Cruz.
Después de pasar por Córdoba con «La mano de Fátima» y por el Madrid de «La reina descalza», Falcones retorna a esa Barcelona que en el siglo XIV, según explica, «vivía por y para el mar». El mar que enriquecía la Ciudad Condal y que Hugo soñaba con surcar dará paso a la tierra firme de los viñedos. La condición de mercader permite que el protagonista se mueva de un lugar a otro: «En aquella época tan solo viajaban los mercaderes y peregrinos».
En el Hospital de la Santa Cruz, un escudo revela el pacto entre la burguesía y una Iglesia que alentaba en las prédicas de San Vicente Ferrer la persecución del judaísmo. Las relaciones –comerciales y amorosas– de Hugo con la comunidad judaica sirven al autor para evocar el antisemitismo de la época: «Con el progromo de 1391 Barcelona se anticipó un siglo a la expulsión de los judíos, cuatro mil almas que representaban el diez por ciento de la población». El barrio de la judería contaba con cinco sinagogas: «La parte trasera del Palacio de la Generalitat en la plaza San Jaime se ubica sobre una antigua casa judía», indica Falcones.
Gracias a los judíos, Hugo recuperará saberes enológicos que se remontan a la era romana: «Los ochocientos años de dominación musulmana, con su prohibición coránica, afectaron de forma esencial a nuestra viticultura», señala Falcones. En la Edad Media, añade, «se bebía más vino que agua, porque el agua casi siempre estaba infectada y era fuente de enfermedades». A los enfermos se les administraba el «aqua vitae», aguardiente que también servía para dar cuerpo a los vinos y a la que se atribuían propiedades mágicas y curativas.
La Barcelona de finales de siglo XIV, apunta Falcones, «estuvo ligada al cambio de la dinastia reinante en Cataluña, Aragón, Valencia y los demás reinos, el Cisma de la Iglesia de Occidente y a las guerras por mantener o aumentar el territorio, y defender los privilegios comerciales». Son los tiempos de Martín el Eclesiástico, el último rey de la Barcelona Condal que pasará a la posteridad como «El Humano» y que no dejó descendencia: «Sus esfuerzos por engendrar un heredero legitimo mediante el uso de todo tipo de pócimas, procedimientos y artilugios –como el arnés para poder consumar el acto sexual con su esposa– no fructificaron debido a la obesidad del rey», añade el autor.
A la muerte del Martín, la pugna por la corona se dilucidó en el Compromiso de Caspe, a favor de Fernando de Antequera. Al margen de opiniones coyunturales, concluye Falcones, «en Barcelona se habla castellano desde el siglo XIV. Para mejorar su situación y preservar privilegios, los burgueses prefirieron apoyar al infante Fernando que al conde de Urgell, sucesor de Martín el Humano».
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