miércoles, 14 de mayo de 2014

LA MENTIRA DEL ECUMENISMO

Desde TRADICIÓN DIGITAL
   
INTRODUCCIÓN
 
Nadie que tenga vista y buena voluntad puede negar el hecho patente que el periodo que sigue a la celebración del Concilio Vaticano II es de una total debacle y crisis dentro de la Iglesia Católica. Una de las novedades más perniciosas introducidas en la Iglesia tras el Concilio fue el nuevo enfoque que se dio al Ecumenismo.

Cuando se habla de ecumenismo, lo primero que se encuentra actualmente es algo así
 
El movimiento ecuménico se había originado dentro de las sectas protestantes hacia 1920. Ya desde entonces la Iglesia había enseñado que la única forma de alcanzar la unidad con las sectas protestantes era la vuelta de estos al seno de la única y verdadera Iglesia, la fundada por Cristo y encomendada a sus apóstoles. Así se enseñaba y así fue una y otra vez proclamado por los Papas. En la encíclica "Mortalium Animos", Pío XI declaraba con rotundidad su oposición a que la Iglesia Católica se involucrara ni siquiera de lejos en este movimiento de origen protestante que, mediante la manipulación y mal interpretación de algunos pasajes evangélicos, pretendía conseguir la unidad con las demás iglesias utilizando el diálogo con el fin de dirimir las diferencias que las separaban.

El Papa Pío XI sentenció que la manía ecuménica es contraria a la Fe Católica, y reiteró que la única unidad aceptable ES LA CONVERSIÓN DE LOS HEREJES Y CISMÁTICOS A LA FE CATÓLICA
    
Ya en 1949, retomando las enseñanzas de Pío XI, se estableció definitivamente la doctrina tradicional de la Iglesia Católica frente al Ecumenismo. Se afirmaban los siguientes puntos:
    
  1. La Iglesia Católica posee la plenitud de Cristo.
  2. No debe perseguir la unión asimilando a otras confesiones de fe ni acomodando el dogma católico a otro dogma.
  3. La única verdadera unidad de las Iglesias puede hacerse solamente con el retorno de los hermanos separados a la verdadera Iglesia de Dios.
  
Sin embargo, y como ya se ha dicho previamente, el Concilio Vaticano II, cual vorágine que viene a irrumpir feroz sobre un mar sereno, lo trastocó todo a su paso. La Iglesia (conciliar) quiso desde entonces adaptarse a los tiempos modernos y considerarse a sí misma una iglesia más entre otras muchas, sin ninguna prerrogativa especial que la diferenciara de ellas. La jerarquía de la Iglesia Católica se unió al movimiento ecuménico. Las encíclicas y admoniciones papales fueron totalmente descartadas y se adoptó un nuevo rumbo para conseguir la unidad con los no católicos. Ya no se trataba de una vuelta o reversión de los separados a la única y verdadera Iglesia. A partir de ahora todas las confesiones cristianas, la Católica como una más entre muchas, debían gravitar o volverse hacia Cristo, situado fuera de ellas, y allí debían converger. Se trataba ahora de fijar la atención no tanto en lo que nos separaba de los protestantes, sino más bien en lo que nos unía a ellos. Ya no era necesario convertir a nadie al catolicismo. Ahora se entablarían “diálogos”, para tratar de llegar a acuerdos que agradaran tanto a unos como a otros. Es de suponer, obviamente, que en estos diálogos el Catolicismo siempre ha sido el que ha tenido que ceder, dando la clarísima impresión de que ya no cree que es el poseedor de la verdad teológica. Esto es pura cobardía, claudicación y rendición ante el enemigo.
  
ECUMENISMO Y SANTO TOMÁS
 
Uno de los pasajes Evangélicos preferidos por los ecumenistas lo encontramos en el Evangelio de San Juan, concretamente en la Oración Sacerdotal que Jesucristo eleva al Padre pocos momentos antes de su Pasión:
      
“No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno—yo en ellos y tú en mí—para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que los has amado a ellos como me amaste a mí” (Jn. 17, 20-23).
      
Los defensores del ecumenismo no cesan de repetir estas palabras de Cristo: “Sean todos una misma cosa”, para promover su movimiento de unión con los no católicos. Pero las malinterpretan, pues, según ellos, sólo significan un deseo y aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y ni siquiera hoy existe: podrá, ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concordante impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.
 
Pero ¿es la unidad propugnada por el movimiento ecuménico la que Jesucristo quiere y por la que le reza a Dios Padre en el pasaje arriba citado? ¿No será ésta interpretación, más bien, un arma utilizada por el demonio para que la Iglesia pierda de vista su verdadera identidad como la única verdadera, por más que le pese al ecumenismo? ¿De qué unidad está hablando aquí nuestro Señor?
  
Echemos mano de Santo Tomás para ver cómo el Doctor Angélico interpreta este pasaje. Esto es lo que se desprende de su comentario al Evangelio de San Juan:

En este pasaje el Señor reza por todos los miembros de la Iglesia que acaba de fundar sobre sus Apóstoles y le pide a Dios dos cosas para aquellos que lo han seguido y van a seguir: perfecta unidad y visión de la gloria.
  
Santo Tomás de Aquino, interpreta el pasaje "Ut unum sint" (que todos sean uno) refiriéndose a la identificación plena del alma con Jesús

Santo Tomás dice que la perfección está en la unión con el Bien, es decir con Dios, que es el Bien Supremo. De ahí que lo que en realidad pide Jesucristo es que los discípulos, y todos aquellos que le sigan, sean uno con Él como Él lo es con el Padre. Es decir, que el cristiano para alcanzar su verdadera perfección tiene que ir configurando su vida de tal manera a la vida de Cristo que se pueda decir que son uno, porque en la unidad, es decir, en la perfecta configuración del discípulo a su maestro está su perfección:
   
“ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí.” (Gal. 2, 20)
    
Esta unión del discípulo tiene que ser tan intensa e íntima, que debe asemejarse a la unión que el Hijo tiene con el Padre, y por eso dice que sean uno, como nosotros somos uno. Ahora bien, la unión que hay entre el Padre y el Hijo puede ser considerada desde dos puntos de vista: o bien una unidad de esencia, o bien una unidad de amor. Obviamente, nosotros nunca podremos unirnos a Cristo con unidad de esencia, pero sí que podemos unirnos a Él por el amor, ser imitadores de la relación amorosa que existe entre el Padre y el Hijo. Si Cristo pide que seamos uno con Él, como el Padre y Él son uno, quiere decir que tenemos la capacidad para hacerlo, capacidad que Él mismo nos ha otorgado al darnos la gloria que el Padre ya le había dado a Él: yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Por eso, lo mismo que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre, así mismo el discípulo ha de amar al uno y al otro. No será un amor de igualdad, porque el amor entre las personas divinas es infinito, pero sí de totalidad.
   
De lo que se trata aquí es de una transformación radical que el Señor opera en sus discípulos por medio de la gracia:
   
todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor” (2 Cor. 6:18).
     
La gracia que se nos da, es una participación de la vida divina, por lo que a mayor gracia, mayor es la unión que tendremos con la Persona Divina. Y esta vida divina se hace presente en nosotros a través de los sacramentos, pero más especialmente mediante la Eucaristía, pues no sólo recibimos la gracia, sino al mismísimo autor de la gracia, y en cierto sentido cuando Cristo entra en nosotros nos diviniza y nos hacemos uno con Él.
    
CONCLUSIÓN
     
Una vez más, asistimos a otra de las mentiras con las que la gran mayoría de los miembros de la jerarquía de la iglesia posconciliar quiere emponzoñarnos el corazón. El demonio y sus secuaces han conseguido vaciar de contenido el dogma católico, sostenido por siglos, de que la Iglesia Católica es la única verdadera y la única en la que se encontraba la salvación. Y para ello no han vacilado en retorcer pasajes evangélicos como el que hemos comentado. Pero nosotros sabemos, por más que le duela al Ecumenismo, que la Iglesia Católica es la verdadera y la única, la que contiene la plenitud de Cristo; que no puede existir un consenso entre doctrinas distintas e incluso contrarias; que la Verdad no puede claudicar ante la mentira, y que con el error no se dialoga, sino que se le enfrenta:
    
No unciros en yugo desigual con los infieles, pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? (2 Cor. 6: 14-15).

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