sábado, 6 de diciembre de 2014

EL CELO POR EL HONOR DE DIOS: SAN NICOLÁS EN EL CONCILIO DE NICEA

San Nicolás de Bari
   
La Cristiandad aún se estaba recuperando de las persecuciones del impío Diocleciano y estaba comenzando la etapa de paz, a partir del emperador Constantino el Grande, quien favoreció la Fe Católica. Éste mismo, para zanjar la cuestión –muy problemática entonces- del arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo, facilitó la convocatoria al Concilio de Nicea (año 325 AD), presidido por el obispo Osio de Córdoba (que tenía experiencia con el Concilio de Elvira en la Hispania, en el año 306). Conviene recordar que Constantino (quien entonces no era cristiano y no entendía de teología) NO INFLUYÓ EN EL CONCILIO, como aseguran los herejes protestantes y los modernistas (los romanos, a diferencia de los griegos, no se desvelaban por las discusiones filosóficas).
  
Durante los agitados debates (que versaron además de la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, sobre el Orden Sacerdotal, de los patriarcados -Roma, Antioquía, Alejandría y Jerusalén-, y sobre la reconciliación de los que apostataron entre las persecuciones), el hereje Arrio dijo ante los presentes (1500 personas entre diáconos, sacerdotes y obispos), que lo miraban con desprecio: «Debió existir un tiempo en el que el Hijo no existía y Dios no era Padre». En ese momento, San Nicolás se indignó tanto que se levantó y le dio una bofetada delante de todos.  
  
Algunos obispos quisieron expulsarlo del Concilio por su conducta. Sin embargo, ellos mismos tuvieron una visión: Nuestro Señor Jesucristo entregándole los Santos Evangelios a San Nicolás, y la Virgen María cubriéndolo con su velo. En ese mismo momento, quienes optaban por una conciliación entre la Ortodoxia y la herejía se rindieron y comprendieron la perversidad del arrianismo; y la necesidad de condenar ejemplarmente a los herejes. 
   
Finalmente, se elaboró el Símbolo de la Fe (expresión auténtica de la Sana Doctrina y de la Espiritualidad Verdadera):
Creo en un sólo Dios, Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Y en un sólo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado; y resucitó al tercer día, según las Escrituras. Y subió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin. Y creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas. Y en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica. Confieso que hay un sólo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén. 
  
Y además se decretó: «A aquellos, empero, que dicen: “Hubo un tiempo en que no fue el Hijo de Dios” y: “Antes de nacer, no era”, y: “Que de lo no existente fue hecho o de otra subsistencia o esencia”, a los que dicen que “El Hijo de Dios es variable o mudable”, a éstos los anatematiza la Iglesia Católica y Apostólica», excomulgando a Arrio y sus seguidores. Luego, el emperador Constantino los condenó al destierro.
 
San Nicolás de Bari no fue menos que su Maestro al expulsar a los mercaderes del Templo. Nada de “misericordina” ni “¿quién soy yo para juzgar?”, sino ¡A GOLPES Y CON AUTORIDAD DE DIOS!

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