«La religión cristiana comenzó en la Palestina no ayer, ni anteayer, sino hace mil quinientos setenta años de Cristo, Hijo de Dios y de la Virgen María: luego fue sembrada y propagada por todo el mundo hasta el extremo de la tierra. Así lo habían predicho los profetas: “De Sión vendrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor” (Isaías 2, 3). “Pequeña cosa es que tú me prestes servicio para resucitar las tribus de Jacob, y para convertir la feccia de Israel. Yo te he constituido luz de las gentes, a fin de que tú seas la salvación dada por mí hasta los últimos confines del mundo” (Isaías 49, 6).
Ahora, ¿quién no sabe que todas las herejías son posteriores? Ciertamente los Arrianos no fueron antes de Arrio, ni los Macedonianos antes de Macedonio, ni los Nestorianos antes de Nestorio, ni los Pelagianos antes de Pelagio, ni los Mahometanos antes de Mahoma, ni los Luteranos antes de Lutero. ¿Pero quién ignora que todos estos hab venido después del 300, a el 400, o el 500, a el 1500 de la venida de Jesucristo aquí abajo? ¿No es éste un grande argumento de la verdad, el poder nosotros hacer ver el origen de alguna herejía, tanto por la nominación de su autor, o fijar el año, designar el lugar, hacer conocer la causa, o mejor, la ocasión de las nuevas doctrinas?
Y para venir a un particular en Lutero, ¿quién no sabe que la secta, o incluso las sectas de ellos, que se dicen Luteranos, tienen como primer autor a Lutero, ya monje agustiniano, en el año 1517 del parto de la Virgen, en Wittemberg, ciudad de la Sajonia, en ocasión de las indulgencias concedidas por el pontífice León X? Antes de aquel año no se había oído nunca ni por sueño el nombre de los Luteranos: ni Lutero mismo era entonces Luterano: se profesaba en la Iglesia Católica sacerdote y doctor e hijo obediente del Romano Pontífice.
Luego, por principio, cuando se separó de la Iglesia Romana, no encontró absolutamente a ninguno de su secta, sino, como habla San Cipriano, “él por primero, sin suceder a otro, comenzó por sí mismo y dio principio a congregar un nuevo grupo de personas”. De hecho en tiempo de Lutero habían varias y muchísimas sectas, como por ejemplo las de los Judíos, de los paganos, de los Griegos, de los Jacobitas, de los Armenios, de los Valdenses y de los Bohemios o sea Husitas, además de la verdadera y católica religión, la Romana.
Mas es cierto, y lo testifica el mismo Lutero, que a Él no le gustaron ninguna de aquellas sectas que existían entonces, y que se separó de la Iglesia Romana de su propia voluntad. ¿Qué resta pues, si no que fundó él una nueva herejía? Y si no es así, muestre los orígenes más antiguos, cuente sus predecesores, señale los lugares y los templos, dónde y cuándo subsistieron. Seguramente, si él no hubiera encontrado maestros y sacerdotes jefes de su secta en donde atentamente miraba, y aquellos los habría considerado siempre cerrados; no podemos suponer que alguno lo haya precedido en aquella herejía.
Dirá tal vez que él no ha encontrado ninguno: pero que no por eso él había comenzado una nueva religión: que en cambio ha puesto nuevamente en vigor la antigua, que florecía en tiempo de Cristo y de los Apóstoles. Sino que es más claro que la luz del sol, que ninguno ha combatido más abiertamente contra las doctrinas de Cristo y de los apóstoles.
¿O era tal vez extinta, como para que Lutero la debiese reclamar por así decirlo, del infierno? Y si es así, ¿dónde está aquél “He aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos” (San Mateo 28, 20)? ¿Dónde aquél “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (San Mateo 16, 18)? ¿Dónde aquél “Yo he orado por ti, para que tu fe no venga a menos” (San Lucas 22, 32)? ¿Dónde aquél “Su reino no tendrá fin” (San Lucas l, 33)? ¿Dónde aquel “a la Iglesia no puede tener acceso la mala fe” (San Cipriano, libro l, epístola 5)? ¿Y aquél “que la fe Romana no admite imposturas: y que si bien un ángel anunciase diversamente de aquello que fue predicado, no se podría cambiar, según la autoridad del apóstol San Pablo” (San Jerónimo, Apología contra Rufino)? ¿Y aquél «juzgo» de San Bernardo, que sea digno de nota, como tuvo «principalmente»; esto es, en la Iglesia Romana, “se reparan los daños de la fe, mientras en esa Iglesia la fe no puede venir a menos” (Epístola 190, a Inocencio II)?
Y si la Religión de Cristo no estaba perecida, como realmente no lo era; ¿dónde se encontraba antes que surgiese Lutero? ¿Tal vez entre los Judíos o los Mahometanos? ¿O entre los Armenios y los Griegos? ¿O entre los Valdenses y los Husitas? Pero entre estos monstruosos portentos no se encontraba, como juzga hasta Lutero. ¿Qué resta pues, si no que la verdadera fe y la Religión de Cristo continuó durando en la Iglesia Romana, que es aquela sola que queda? ¿Cuál de estas cosas se puede negar o privar de autoridad?
Esto pues yo considero, oidores: aquí me fijo. O la verdadera religión era perecida, cuando salió Lutero, o no lo era. Si estaba perecida, pereció también la promesa de Cristo, y ha mentido la verdad, que afirmó que no estaría perdida. Si no estaba perdida, se encontraba entre alguno. Pero no entre los paganos, ni los Judíos, o los Griegos, o los Husitas. Luego, está entre los Romanos. Por tanto Lutero, alejándose de la Iglesia Romana, se alejó de la verdadera y antigua Religión, y se fabricó una falsa y nueva.
Muestren ahora los herejes, si lo saben, en qué tiempo, en cuál lugar, por autoridad de quién tuvo principio aquella religión y aquella fe que Lutero ha combatido, y que nosotros llamamos antigua, ellos reciente, nosotros verdadera, ellos falsa, nosotros católica, ellos papista. ¿Cuál es el error principal de los papistas? Cierto, si hay algún error, no hay otro que este, el Papa Romano es el jefe de todo el mundo en nombre de Cristo, y que él es Obispo, Padre y Doctor no solo de los pueblos, sino también de todos los Obispos. De hecho, por esta herejía, como ellos consideran, cual primera y principal, nos llaman papista, y han decidido que debemos ser llamados así.
Veamos cuándo tuvo principio este nuestro error. Decid vosotros, Luteranos: ¿cuándo fue introducido el papismo en lugar del Cristianismo? ¿Tal vez el reino de los Pontífices ha comenzado por el reino de los teólogos escolásticos, en el tiempo de Inocencio III, cuando se celebró el Concilio de Letrán, y en él la Iglesia Romana fue llamada Madre y Maestra de todas las iglesias, y surgieron las familias de los Predicadores y los Menores?
Pero yo leo que San Bernardo, clarísimo por doctrina, milagros y santidad de vida y más antiguo que todos ellos, escribe al Romano Pontífice Eugenio III así: “Ciertamente hay también otros porteros del Cielo y pastores de grey: mas tú has heredado sobre los otros uno y otro nombre, tanto más gloriosamente, como también más diferentemente. Han sido asignados los rebaños, uno para cada uno: a ti son confiados todos, como a un solo pastor una sola grey. Y tú eres no solo pastor de las ovejas, sino pastor único también de todos los pastores. Porque, según tus cánones, los otros son llamados en parte de la solicitud, tú en la plenitud de la potestad. La potestad de los otros está restringida dentro de ciertos límites, la tuya se extiende también sobre aquellos mismos, que hay recibido la potestad sobre otros. ¿No podrías tú, si hubiese motivo, cerrar el cielo a un obispo, deponerlo del episcopado, e incluso entregarlo en manos de satanás?” (De la consideración, libro 2). Pero tal vez San Bernardo adulaba a Eugenio, monje de su orden; y por eso no fueron los teólogos escolásticos, sino San Bernardo, quien ideó la herejía de los papistas.
¿Qué diremos de San Gregorio Magno? Éste, muchos siglos anterior a San Bernardo, escribe al emperador Mauricio en esta forma: “Está claro para todos ellos, que saben el Evangelio, que por la palabra del Señor el cuidado de toda la Iglesia ha sido confiado al apóstol Pedro, príncipe de todos los apóstoles” (Epístola al emperador Mauricio).
¿Qué diremos del santífico Pontífice León? Él, en el aniversario de su asunción al trono pontificio, habla así: “Por todo el mundo es elegido el único Pedro, para ser puesto al mando de la vocación de todas las gentes, y de todos los apóstoles, y de todos los Padres de la Iglesia. Así, aunque en el pueblo de Dios sean muchos los sacerdotes y muchos los pastores, todos sin embargo son dirigidos por Pedro aquellos que principalmente sono dirigidos por Cristo” (Sermón del aniversario de su asunción al Solio Petrino).
Pero tal vez San Gregorio y San León trataron la causa de la propia sede, y por eso inventaron ellos esta herejía por primera vez. ¿Qué responderemos por tanto al grandísimo y santísimo concilio de Calcedonia, que llamó al Pontífice León Patriarca universal, y la Iglesia Romana cabeza de todas las Iglesias? (Concilio de Calcedonia, epístola a San León I). ¿Qué al concilio de Nicea, primero y más antiguo de los concilios generales, que estableció que todos los Obispos de toda la tierra pueden apelar al Romano Pontífice, como a juez supremo, y recurrir a Roma como Madre (Cartas de Julio, 2 y 3)? Y así hicieron muchas veces Atanasio, Marcelo, Pablo, y Juan Crisóstomo; y Teodoreto y otros Padres, cuando fueron expulsados de sus sedes.
¿Qué responderemos a San Cirilo, obispo de Alejandría, que hablando en el «Tesoro» del Romano Pontífice, dice: “Permanezcamos como miembros en nuestra cabeza, el trono de los Romanos Pontífices; es nuestro deber el preguntarle aquello que debemos creer”? (Tesoro de San Cirilo).
¿Qué responderemos al gran Atanasio? En su carta a Marcos, él llama Papa de la Iglesia Universal al Romano Pontífice, y a la Iglesia Romana cabeza y maestra de todas las iglesias? (Carta de San Atanasio a Marcos).
¿Qué responderemos al gran Crisóstomo, que dice: “Cristo puso a Pedro a cabeza de todo el universo” (Homilía 55 en San Mateo), e incluso: “Padre y jefe de la Iglesia a un hombre pescador e innoble”?
¿Qué a San Optato obispo Milevitano, el cual dice: “No puedo negar, que tú bien sabes, que en la ciudad de Roma fue puesta por primera cátedra episcopal por Pedro, sobre cuya sede Pedro, cabeza de todos los apóstoles; donde también fue llamada piedra, a fin de que en una sola cátedra se conservase por todos la unidad; así que los otros apóstoles no ocuparon cátedra alguna para sí; una vez que sería cismático y pecador quien hubise colocado otra cátedra contra la única”? (Contra Parmeniano donatista, libro 2).
¿Qué responderemos al Santo Mártir Ireneo mientras enseña: “que a la Iglesia Romana, la más grande y la más antigua, por la más potente supremacía, es necesario que se una toda iglesia, esto es, los fieles que se encuentran donde quiera”? (Contra Valentín gnóstico, libro 1).
¿Qué responderemos a Anacleto, santísimo Pontífice y mártir, y discípulo de los apóstoles, que dice: “Esta sacrosanta Iglesia Romana y Apostólica ha obtenido, no por los Apóstoles, sino por el mismo Señor y Salvador nuestro, la eminencia de la potestad sobre todas las iglesias, y a consegudo toda la grey del pueblo cristiano?” (Epístola 3).
¿Qué responderemos a los demás antiquísimos y santísimos Padres Griegos y Latinos, de cuyos gravísimos testimonios abundamos tanto, que podemos sepultar a nuestros adversarios: y a uno que ellos lancen, nosotros podamos traer cien e incluso más? Bien, replicarán: muchos de los antiguos dijeron esto, pero adularon a los Pontífices. ¡Oh desfachatez herética! ¿Entonces Ireneo, Cirilo, Crisóstomo, Optato y demás Padres justísimos, sapientísimos y óptimos, habrían adulado a los Pontífices? ¿Y para qué, finalmente? ¿Para conseguir riquezas de ellos? Pero en aquel tiempo los Pontífices eran pobrísimos de riquezas temporales: y eran ricos de las solas virtudes. ¿Para obtener un episcopado? Pero entonces el episcopado era puerta a la muerte. Los primeros que eran arrastrados a la muerte y al martirio eran los obispos. No, porque aquellos santísimos Padres no adulaban a los Pontífices, los cuales con suma libertad les habrían resistido en la cara si hubiesen querido usurpar para sí alguna cosa, más allá de lo lícito y lo justo. Pero de todos modos, adulaban. ¿También Cristo adulaba a San Pedro? ¿Qué responderemos pues a Jesucristo? Como recuerda San Juan, él llamó a Pedro con su nombre propio, agregando el nombre del padre, y lo distingue así de otro Simón. Después le hace una interrogación, y lo separó netamente de los demás discípulos, diciéndolo: “Simón hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (San Juan 21). Y enseguida: “Apacienta mis corderos”. Después por segunda vez: “Apacienta mis corderos”. Y a una tercera pregunta: “Apacienta mis ovejas”. A ti, dice. Simón hijo de Juan, que me amas más que los otros, a ti confío el apacentar toda mi grey, esto es, los corderos y las ovejas. Por los corderos entiendo el pueblo hebreo y por los corderos aún el pueblo gentil: por las ovejas entiéndase los obispos, que son como madres y nutricios de los pueblos.
Decidme: ¿qué se podría decir con más claridad? ¿Qué con más evidencia? ¿Qué con mayor determinación? Recusan por tanto de ser corderos y ovejas de Pedro aquellos que no reconocen a Cristo como pastor primero y principal, desean en cambio ser colocados a la izquierda con las cabras en el día del juicio. De cierto que aquellos que no siguen sobre la tierra cual ovejas al Vicario de Cristo, en el día del juicio serán puestos a la izquierda junto con las cabras.
Y no se debe creer que este amplísimo poder fue conferido por Jesucristo a Pedro solo y no a sus sucesores. Cristo no instituyó la Iglesia para que durase solo veinte o treinta años. Y si en los tiempos apostólicos era necesario un jefe, a fin de que se quitase la ocasión de un cisma, como habla San Jerónimo contra Joviniano, cuando los cristianos eran pocos y buenos, y eran obispos los Apóstoles, que no podían errar contra la fe, ni pecar mortalmente; precisamente en los tiempos posteriores, la Iglesia necesitaba de un Sumo Pontífice no menos que un cuerpo necesitar de la cabeza, un ejército del general, las ovejas de un pastor, o una nave de un capitán y de un piloto.
De ahí viene por tanto, que el nuevo no es el Papismo, sino el Luteranismo. Y no nos hace que los herejes nos llamen ora omousianos, ora papistas. También estos vocablos designan la antigüedad y la nobleza de nuestra Iglesia. De hecho, ¿qué significa que Jesucristo es ‘omoúsios’ al Padre, si no que tiene en común con el Padre la sustancia y la divinidad? Por tanto, cuando somos llamados omousianos, somos apelados así por la sustancia y la divinidad de Cristo. Por igual razón, si nosotros somos dichos papistas por el Papa, como los Luteranos por Lutero, ¿quién no ve cuánto más antiguos son los Papistas que los Luteranos y los Calvinistas? En verdad que Clemente y Pedro y hasta Cristo, fueron Papas, esto es, Padres y Sumos Pontífices de los Padres. Los herejes nos llaman papistas, nos llaman omousianos, pero no nos podrán llamar con razón por cualquier hombre determinado, como nosotros los llamamos a ellos por Lutero y Calvino.
Así
es, oh oyentes. Nosotros estamos seguros en la roca de la Iglesia, y
nos reímos de todos los herejes, hombres nuevos, y decímosles con
Tertuliano: “¿Quiénes sois vosotros? ¿De dónde y de cuándo habeis
venido? ¿Dónde os hallábais hasta ahora? ¿Dónde estuvisteis escondidos
por tanto tiempo? No habíamos oído hablar de vosotros hasta ahora” (De præscriptióne hæreticórum), con San Optato: “Mostrad el origen de vuestra cátedra, vosotros que queréis atribuiros la santa Iglesia” (Epístola milevitana contra Parmeniano donatista),
y con el beatísimo Hilario: “Habéis llegado demasiado tarde, os habéis
despertado con mucha pereza. Nosotros ya hemos sabido lo que debemos
creer de Cristo, de la Iglesia y de los Sacramentos. ¿No por cierto es
sospechoso que os dejéis ver ahora por primera vez? La buena semilla fue
sembrada y nació, no después, sino antes de la cizaña”.
Entended, finalmente, con cuánto temor, con cuánto cuidado, con cuánta solicitud, con cuánto celo se debe huir de la novedad: cuando no está libre, ¿está permitido ni a los Apóstoles ni a los ángeles mismos enseñar diversamente de lo que han enseñado una vez? “Aun cuando nosotros”, dice. ¿Qué quiere decir con este ‘nosotros’? Que, aunque Pedro, Andrés, Juan, yo, el coro Apostólico, incluso fuese todo el ejército de los ángeles, “os anunciase un evangelio distinto al que os hemos enseñado, sea anatema”. Y a fin que no creamos por ventura que esta palabra fue dicha incautamente, y que no tuvo razón para decirla, lo repite nuevamente: “Como lo dije antes, lo digo también ahora: si alguno os anunciase un evangelio distinto al que habéis recibido, sea anatema”. Porque una vez ni a los Apóstoles, ni a los Ángeles es lícito fundar una nueva fe; sin duda tampoco nos es lícito recibirla sin daño de nuestra salvación, y ruina de nuestra alma».
SAN ROBERTO BELARMINO SJ. Gran Catecismo de la Doctrina Cristiana, cap. II: «Antigüedad de la Iglesia Católica»
Las palabras que este Santo Doctor dirigía a los herejes de su tiempo, a los cuales no reconocía méritos y con los cuales no hacía irénicos diálogos, se aplican también a los de nuestro tiempo, los modernistas, herederos y alabadores del Porcus Saxóniæ y sus secuaces, pero que en lugar de salir de la Iglesia, permaneciendo dentro de ella, la tiranizan.
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