Tomás Howard, 4.º duque de Norfolk, fue decapitado por orden de la reina Isabel en 1572 por pretender en matrimonio a la reina María Estuardo de Escocia. Por la misma sentencia, su hijo Felipe se vio privado de la sucesión al ducado de Norfolk, aunque heredó de su madre María FitzAlan los condados de Arundel y Surrey. Bautizado católico en 1557 por el arzobispo de York Nicolás Heath en el Palacio de Whitehall, con la asistencia de la Familia Real y en honor a su padrino, el rey Felipe II de España, esposo de la reina María I Tudor, el niño fue educado por los protestantes Juan Bale y Juan Foxe, y por el Dr. Gregorio Martin (que se ordenaría después sacerdote católico y dirigió la traducción de la Biblia Douay-Rheims), pero la influencia protestante fue más fuerte y Felipe pasó dos años en la Universidad de Cambridge, «con no poco detrimento».
A los doce años de edad, había contraído matrimonio con Ana, hija del Lord Tomás Dacre de Guilleslant. En la corte de la reina Isabel, a la que ingresó tras el Juramento de Supremacía, Felipe sufrió todavía mayores daños, ya que olvidó a su admirable esposa, descuidó sus dominios y gozó del favor de la reina durante un corto período. En 1581, muy impresionado por una discusión que había oído en la Torre de Londres entre el Beato Edmundo Campion y algunos teólogos protestantes, decidió volver al buen camino y tomó nuevamente cariño a su esposa. El P. Guillermo Weston SJ reconcilió a ambos con la Iglesia en 1584.
Ya desde antes existían ciertas sospechas sobre Felipe y su esposa (él era nieto de Tomás Howard, 2.º duque de Norfolk, tío de Catalina Howard y de Ana Bolena, las dos esposas ajusticiadas de Enrique VIII, por tanto, primo segundo de Isabel y heredero presunto al trono). Este estuvo bajo vigilancia en su propia casa, durante algún tiempo. Por otra parte, su evidente cambio de conducta, provocó aún más las intrigas de sus enemigos, y Felipe determinó huir con su familia y su hermano Guillermo a Flandes el 15 de Abril de 1585. En una larga carta que escribió a la reina para explicar su conducta, antes de embarcarse en Sussex, le decía que había llegado al punto «en que se veía obligado a escoger entre la pérdida de los bienes materiales y la pérdida de su alma». La nave en que viajaban fue capturada en el camino a Flandes por una traición (el viaje fue recomendado, planeado y revelado por el propio capellán del conde, Eduardo Grately, quien era agente provocador al servicio del secretario privado de la reina Sir Francisco Walsingham) y Felipe fue aprisionado en la Torre de Londres el 25 de Abril.
Al cabo de un año, como sus enemigos no hubiesen logrado probar la acusación de traición, fue juzgado por otros delitos de menor importancia. Los jueces le sentenciaron a pagar 10.000 libras de multa y a permanecer prisionero hasta que la reina dispusiese otra cosa. En la época de la aventura de la Armada Invencible, fue nuevamente juzgado por los pares del reino, pues se le acusaba de haber cometido el delito de alta traición, favoreciendo a los enemigos de la reina. Aunque las pruebas eran fraudulentas y sin peso alguno (pues los testigos habían confesado por miedo a la tortura, y se alegaba la excomunión a Isabel «publicada el 1 de Abril» –aun cuando nunca se publicó precisamente por la derrota de la Armada–), Felipe fue condenado a muerte. Sin embargo, la sentencia no fue ejecutada porque Isabel no la firmó, sin que sepamos por qué. El beato permaneció prisionero en la Torre de Londres durante seis años más y murió ahí el 19 de octubre de 1595 de disentería. No faltan autores que afirman que fue envenenado, pero el padre Weston no halló testimonios ni pruebas conducentes. Como Felipe se negase a asistir a un servicio protestante, no se le permitió en su lecho de muerte ver a su esposa y a su hijo Tomás, a quien no conocía (y que después recuperaría el ducado de Norfolk).
Felipe Howard tenía treinta y ocho años al morir y había estado prisionero diez años consecutivos. Su paciencia y su conducta en la prisión, fueron no sólo ejemplares, sino heroicas. Su conversión había sido muy sincera, y el conde pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo y copiando libros devotos. Como si el confinamiento solitario no fuese una pena suficiente, solía ayunar, mientras se lo permitió la salud, tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes), y todos los días se levantaba a las cinco de la mañana para orar. En particular, hacía penitencia por la forma en que había tratado a su fiel esposa. En una carta al Beato Roberto Southwell, le decía: «Nuestro Señor es testigo de que ninguno de mis pecados me hace sufrir tanto como el haber ofendido a mi esposa». A ésta le escribía: «Aquél que todo lo ve, sabe que lo sucedido es como un clavo en mi corazón y constituye la carga más pesada que llevo en la conciencia; tengo la intención de hacer toda la penitencia que me permitan mis fuerzas». Felipe murió «del modo más apacible, sin sufrir ni quejarse; simplemente volvió un poco la cabeza, como quien se queda dulcemente dormido». En una declaración que había escrito cuando esperaba la ejecución, decía: «En cuanto sé, la única razón por la que he sido arrestado y por la que estoy pronto a morir es mi fe».
En la torre Beauchamp de la Torre de Londres pueden verse todavía dos inscripciones grabadas por el propio beato en junio de 1587: «Quánto plus afflictiónes pro Christo in hoc sǽculo, tanto plus glóriæ cum Christo in futúro. Arundell – June 22, 1587», y otra que conmemora su muerte, grabada por un prisionero católico llamado Tucker. Las reliquias de Felipe Howard se hallan en la catedral de Arundel.
El vol. XXI (1919) de las publicaciones de la Catholic Record Society está dedicado exclusivamente a Felipe Howard; esos documentos y la narración publicada en 1857 con el título del manuscrito original, Lives of Philip Howard, Earl of Arundel, and of Anne Dacres his Wife, dan una idea más clara de la vida y carácter de este mártir que de cualquier otro de los mártires del reinado de Isabel. La biografía del conde y la condesa, según lo demostró el P. Newdigate en The Month (marzo de 1931, p. 247), fue escrita en 1635, cinco años después de la muerte de Lady Arundel; el autor fue un jesuita capellán de la condesa, pero no sabemos cómo se llamaba.
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