«Y ante todo, queréis ser almas de fe católica, plena e íntegra. Incluso recientemente se fue dado al Cristianismo el consejo –si busca conservar todavía alguna importancia, si quiere superar el punto muerto–, de adaptarse a la vida y al pensamiento moderno, a los descubrimientos científicos y a la extraordinaria potencia de la técnica frente a las cuales sus formas históricas y sus viejos dogmas no serían ahora sino luces del pasado ya extinguida.
¡Qué error, y cómo este descubre la vanidosa ilusión de los espíritus superficiales! Ellos parecen querer hacer entrar a la Iglesia, como en un lecho de Procusto, en los estrechos cuadros de las organizaciones puramente humanas. ¡Como si la nueva configuración del mundo, como si el dominio presente de la ciencia y de la técnica ocupasen todo el campo y no dejasen más espacio libre alguno para la vida sobrenatural, que se desborda por todas partes! Ellos no son capaces de abolirla o absorberla; sino que aquellos admirables descubrimientos científicos (que la Iglesia favorece y promueve) hacen resaltar, con mayor fuerza y eficacia que antes, el “eterno poder de Dios” (Rom. 1, 20).
Pero el pensamiento y la vida moderna deben ser reconducidos y reconquistados para Cristo. Cristo, su verdad y su gracia, no son menos necesarios a la humanidad de nuestro tiempo que a la de ayer y antier, de todos los siglos, los siglos pasados y futuros. Tal es la única fuente de salvación: la fe católica; no una fe mutilada, anémica, edulcorada, si no en toda su integridad, su pureza y su vigor. Algunos podrán considerar esta fe como una “estulticia”; no es cosa nueva, así era también en tiempos del Apóstol San Pablo. Para vosotros en cambio, es “virtud de Dios” (1.ª Cor. 1, 18), y vosotros ansiáis comunicarla a vuestro siglo con la misma confianza de la victoria que animaba los corazones de los primeros cristianos».
PÍO XII, Discurso a los integrantes del movimiento “Rinascita Cristiana” (22 de Enero de 1947).
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