viernes, 5 de enero de 2024

HISTORIA DE LA INGLATERRA CATÓLICA

Por Luca para RADIO SPADA. Traducción propia.
  
PRÓLOGO DEL TRADUCTOR ESPAÑOL
Al ser importante que las generaciones presentes y venideras conozcan la historia para comprender el presente y el futuro, sin embargo es una labor tediosa para los no especializados el tener que confrontar cientos de libros y autores que presentan los hechos con una perspectiva particular.
  
En esta serie de artículos, que hemos tenido a bien traducirlos, queremos pues presentar en una forma muy sintética cómo se desarrolló el catolicismo en la tierra de los ángeles o la pérfida Albión
  
JORGE RONDÓN SANTOS
5 de Enero de 2023
Vigilia de la Epifanía del Señor. Tránsito de San Eduardo el Confesor, Rey de Inglaterra.
   
El origen de la presencia cristiana en Inglaterra se remonta al año 63, cuando en Glastonbury se fundó la primera iglesia de toda la cristiandad. La tradición dice que fue José de Arimatea quien puso la primera piedra, y desde aquel lugar, en los siglos sucesivos, pasaron diversos santos ilustres como San Patricio y Santa Brígida, patronos de Irlanda, y San David, patrono de Gales.
  
Conviene esperar hasta el 179 por otras noticias en torno a las primeras comunidades cristianas, cuando Lucio, soberano de los britanos en tiempo de la ocupación romana, escribió una carta al papa Eleuterio con la solicitud de enviar misioneros. Él mismo devino bautizado y hay quien cree que durante su reinado la mayor parte de la población fuese ya fiel a la nueva religión.
  
A inicio del siglo IV se ubica en cambio el primer mártir inglés, San Albano, muerto en el tiempo de las persecuciones de Diocleciano.
  
Una vez pacificado el imperio y garantizada la tolerancia religiosa, para desestabilizar el cristianismo británico no intervino una nueva persecución sino la herejía del monje Pelagio. Sustancialmente este último negaba la existencia del pecado original y enseñaba que los hombres estaban en capacidad de salvarse solamente en virtud de su propia buena voluntad. Por consiguiente era negada la doctrina de la gracia. Los fieles ingleses recurrieron entonces a la ayuda de dos obispos originarios de la Galia, Germán de Auxerre y Lupo de Troyes, pronto canonizados, los cuales además de refutar con válidos argumentos las teorías pelagianas, obraron diferentes milagros. Con todo es necesario esperar hasta el 634 antes que un papa, Honorio, condenase oficialmente las ideas heterodoxas de Pelagio.
  
En el siglo V, para volver aún más inestable la situación general, intervino la improvisa retirada de las tropas romanas de las islas británicas, providencia que se hizo necesaria para buscar de alguna forma bloquear la penetración bárbara en el seno de los confines del imperio. Pocas noticias permanecen sobre este particular episodio de la historia inglesa en que se colocan la legendaria figura del rey Arturo y sus caballeros.
   
Con el fin de la Britania romana y el inicio del dominio anglosajón, el paganismo volvió nuevamente a proliferar, por lo menos hasta cuando, en el 596, el papa San Gregorio Magno envió a Inglaterra un pequeño grupo de monjes dirigidos por San Agustín. El rey y sus súbditos fueron bautizados poco después, y Agustín devino el primer arzobispo de Canterbury, el primado de la Iglesia inglesa. En el 627 le sucedió San Honorio, bajo cuya dirección el país se convirtió definitivamente en una tierra cristiana, destinada a ser la cuna de numerosos santos.
   
Entre el siglo VII y el VIII nació también la literatura inglesa. Si el primer poeta conocido, Cadmon, era un monje, Beowulf, entre los mejores relatos épicos jamás escritos, es una obra profundamente cristiana. Siempre en estos años, precisamente en el 731, el cronista San Beda el Venerable culminó la redacción de su obra más importante, la Historia ecclesiástica gentis Anglórum. Declarado Doctor de la Iglesia por León XIII en 1899, San Beda es comúnmente considerado el padre de la historia inglesa.
   
Otro santo británico de ese tiempo que tuvo cierta influencia en el ámbito cultural fue Alcuino de York. A insistencia de Carlomagno, cuyo mentor y consejero fue, devino uno de los principales artífices del Renacimiento carolingio, trabajando igualmente para difundir el conocimiento cristiano entre los francos.
   
En el año 878 tuvo lugar la Batalla de Ethandun, cantada por G. K. Chesterton en La balada del caballo blanco (1911), uno de los eventos más importantes de la historia del catolicismo inglés. El combate, que vio contrapuestos al soberano anglosajón Alfredo el Grande y los invasores vikingos, después derrotados, según Hilaire Belloc fue fundamental no solamente para la supervivencia de la fe en las islas británicas sino también para la supervivencia de toda la cristiandad. Más allá de esto, Alfredo el Grande tuvo méritos también en el campo cultural y político: unificó a Inglaterra como nación, volviendo a dar nuevo lustre al latín y haciendo del inglés la lengua oficial; reformó el sistema legal y creó una escuela de palacio.
   
El siglo X en Inglaterra fue bendecido por la presencia de San Dunstano, arzobispo de Canterbury y primado del reino. A él se debe una eficaz reforma de la vida monástica y diocesana que, siguiendo aHilaire Belloc, inspiró un siglo después a San Gregorio VII.
   
En el aspecto político, tras el devoto rey Canuto, subió al trono San Eduardo el Confesor, que reinó hasta 1066, año de la conquista normanda. Su proyecto más ambicioso sin duda fue la fundación de la Abadía de Westminster, donde aún hoy se coronan los reyes y reinas de Inglaterra. Después de su muerte fue por cierto tiempo patrono de la nación, al menos hasta cuando los cruzados, de regreso de la Tierra Santa, emprendieron la difusión del culto de San Jorge, el santo guerrero, que acabó por suplantarlo.
    
Estos son también los años en los cuales en Norfolk una viuda fue bendecida con la visión de la Virgen. Walsingham, el lugar del milagro, devino desde entonces una de las más importantes metas de peregrinación no solo del país sino de toda la cristiandad.
   
Con la llegada de Guillermo el Conquistador, la Iglesia inglesa debía resistir a las tentativas del soberano de someterla a su propia voluntad. Una política similar fue llevada por sus sucesores, pero todo esto no tuvo la menor influencia sobre el florecimiento espiritual de la isla. En el siglo XII fue electo precisamente el que hasta hoy es el único Papa inglés de la historia, Adriano IV, en el siglo Nicolás Breakspear.

En 1170, el vil asesinato de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, por parte de algunos esbirros de Enrique II tuvo como efecto imprevisto el de derrocar definitivamente todo movimiento de oposición a la autoridad de la Iglesia. El soberano se halló en consecuencia en una situación difícil, obligado a sacar cuentas con una posición precaria que dejó en herencia, por así decirlo, a sus sucesores.
    
No por azar, poco tiempo después, Juan Sin tierra fue obligado a firmar la Magna Carta Libertátum, limitando así el poder de la monarquía y poniendo las bases del sistema legal inglés. El arzobispo Esteban Langton, además de haber colaborado en la elaboración del documento, fue el primer testigo en firmarlo. Su papel fue tan importante que el filósofo político Ernest Barker lo ha definido como «el padre de las libertades inglesas».
    
El siglo XIII –en el cual, inter ália, San Simón Stock recibió de la Virgen en Aylesford de Kent el famoso escapulario– es el que, por encima de otros, contribuyó a la creación del mito de la “Alegre Inglaterra”, tan querido por diversos intelectuales católicos del siglo XX entre los cuales destacan Chesterton, Belloc y Tolkien. Se trata de una época en la cual la Iglesia tuvo un papel determinante en la vida cotidiana del pueblo, educando a los niños, asistiendo a los pobres y cuidando a los enfermos.

En tal modo se abrió el camino al siglo siguiente, el de Geoffrey Chaucer y de las representaciones de misterios, en los que la lengua inglesa volvió a tomar fuerzas después que por tres siglos, a causa de los normandos, fue excluida de los negocios de la corte. Fue una época de santos –como, por ejemplo, San Juan de Bridlington y la mística Juliana de Norwich–, pero hubo también algunos “cortocircuitos”, para demostrar una mal escondida fragilidad del sistema eclesiástico. En tal sentido, es emblemático el caso de un precursor de la Revolución como Juan Wiclef, expulsado de la universidad de Oxford por sus reiterados ataques al papado, al sacerdocio y a la vida religiosa. Si sus seguidores, conocidos con el nombre de lolardos, tuvieron escasa acogida, fue debido solamente a la cultura católica de la gente.     
   
La gran devoción de los ingleses a María, la Madre de Dios, era testificada en ese tiempo por la presencia de distintos santuarios en todo el país, casi todos destruidos posteriormente por la furia puritana. Según la tradición, fue precisamente entonces que Ricardo II quiso dedicar Inglaterra a la Virgen, definiéndola «la dote de Nuestra Señora» (probablemente el título ya tenía algún tiempo en uso, conexo en cierta forma con el santuario de Walsingham).

Después de la terrible derrota en la Guerra de los Cien años y el conflicto civil que envolvió al país por un treintenio, en 1485 devino rey Enrique VII, el primero de la dinastía Tudor. Durante su reinado las cosas parecían marchar como siempre: con la invención de la imprenta se multiplicaron los libros de devoción, las hermandades religiosas prosperaban y cada aldea tenía en la iglesia parroquial su punto natural de referencia. Por demás, los círculos que se formaron en torno a personalidades del calibre de Juan Fisher, Juan Colet y Tomás Moro habían dado nuevo impulso al estudio de los clásicos griegos y latinos, buscando fortalecer entre otras la preciosa relación entre la Fe y la razón.
    
Con todo, los eventos estaban destinados a tomar un cariz tanto impredecible como terrible.
   
La situación en Inglaterra comenzó a hacerse inestable cuando en torno al año 1520, en Cambridge, el teólogo Tomás Cranmer –futuro arzobispo de Canterbury– empezó a difundir los textos de Lutero en los círculos académicos, haciéndolos voladizo de discusión y debate con los colegas. Alarmado, el soberano Enrique VIII escribió luego un opúsculo, titulado Assértio Septem Sacramentórum, en el cual, además de defender la doctrina católica de los sacramentos, reafirmaba el primado de la sede de Roma. Su refutación de las tesis del monje alemán le valieron la gratitud del pontífice León X, que quiso conferirle precisamente el título de “Defensor de la fe”.
  
Si la decisión papal, a posterióri, parece insolentemente irónica, en ese entonces era perfectamente justificada: Enrique VIII era precisamente un hombre culto y refinado, con las cualidades justas para gobernar sabiamente su país en una provechosa colaboración con la Iglesia (cosa que dejaba presagiar el nombramiento del humanista Tomás Moro como Lord Canciller). Con el tiempo, sin embargo, la voluntad del rey vino corrompida por el espíritu maquiavélico de sus ministros, Tomás Cromwell el primero, y por el anticlericalismo del Parlamento. La truncada nulidad del matrimonio con Catalina de Aragón le brindó pues el pretexto perfecto para romper con el papa y para poner sus manos en los bienes del clero.

A partir de 1534, cuando viene aprobada el Acta de Supremacía que volvía a Enrique VIII el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, quien osase oponerse a su voluntad era considerado un traidor y, por consecuencia, destinado a la condena a muerte, suerte que le tocó al obispo Juan Fisher y a Moro. Mientras desde su exilio romano el cardenal Reginaldo Pole tronaba contra la arrogancia del soberano inglés, en 1536 el Parlamento aprobó la supresión de los monasterios y la transferencia a la corona de todos los haberes de las órdenes religiosas. Parece que en total se destruyeron cerca de 800/900 edificios eclesiásticos, con miles de monjes y religiosas que de un día para otro se hallaban en la calle, sin un techo sobre la cabeza. Si alguno de ellos renunció para siempre a la vida religiosa, la mayor parte siguió respetando los votos hechos a Dios, creando, en lo posible, nuevas comunidades más o menos clandestinas.
  
En resumen, la decisión de Enrique VIII se reveló desafortunada también en los términos de simple realismo político: la expoliación de la iglesia inglesa involucró a los nobles, los cuales, al final de los saqueos, llegaron a constituir una nueva plutocracia capaz de limitar fuertemente el alcance de acción del rey; además los pobres, que mal soportaban ya las reformas actuadas en el interior de la iglesia inglesa, no pudieron más beneficiarse de la caridad de las órdenes religiosas. El descontento empezó a difundirse en todos los ángulos del reino –ulteriormente alimentado por la elevada tributación– hasta que estalló en una verdadera y propia rebelión, que pasó a la historia con el nombre de Peregrinación de Gracia, destinada a concluirse antes de tiempo en un baño de sangre.

La muerte de Enrique VIII, en Enero de 1547, cerró uno de los períodos más draconianos de toda la historia inglesa.
   
Durante el reino de Eduardo VI, desde 1547 hasta 1553, la lucha del catolicismo se hizo aún más intensa: la Misa fue abolida, los altares destruidos, y a los ingleses les fue impuesta una nueva liturgia con una nueva profesión de fe. El arzobispo Tomás Cranmer se ocupó de una ulterior revisión del Libro de Oraciones –quedó más calvinista respecto a la versión precedente– y, para consolidar la obra de protestantización en acto, fueron acogidos en el país diferentes reformadores provenientes del continente a quienes se les concedieron puestos clave en el interior de las universidades. Aun así no faltaron las protestas, pero el soberano, siguiendo el ejemplo del padre, no se hizo mucho problema para suprimirlas con sangre.
    
El sucesivo reinado de María y el de su hermanastra Isabel fueron relatados por décadas con una perspectiva deformada por la ideología. Si María, rebautizada “Bloody Mary” por la propaganda protestante, devino con el tiempo el símbolo de un gobierno oscurantista y reaccionario, capaz solamente de distribuir muerte, Isabel por el contrario es aún hoy celebrada como una mujer fuerte y con autoridad, capaz por sí sola de impulsar una nación hacia un porvenir de prosperidad económica y éxitos políticos. Naturalmente las cosas no fueron precisamente así y, de resto, en cuanto se refiere a la historia, más que los blancos y negros, son los tonos grises los que prevalecen.
   
También, cuando la hija de Catalina de Aragón subió al trono, no es difícil imaginar la alegría con que fue acogida por aquellos que, después de un veintenio de locura legalizada, soñaban finalmente la restauración de la religión católica. Aun así, los proyectos de María encontraron casi desde el comienzo la oposición de la nobleza, enriquecida por las expoliaciones de los monasterios y por eso interesada en mantener el status quo. A la reina, apoyada por el cardenal Reginaldo Pole, no le quedó otra solución que imponer el orden con la fuerza, y tal vez habría triunfado en sus intentos si la muerte no le llegase improvisamente en 1558, cuando tenía poco más de cuarenta años.
  
Isabel, cuyas opiniones religiosas no debían ser demasiado diversas de las de su padre, tenía escasa simpatía por los reformadores más extremos, pero al mismo tiempo era consciente que los protestantes controlaban el Parlamento y que sin su apoyo el gobierno del país sería imposible. Entonces, sin perder tiempo, con el Acta de Supremacía restableció la legislación anticatólica, y con el Acta de Uniformidad abolió la misa, repudiando la doctrina de la presencia real. La participación en la nueva celebración eucarística se hizo obligatoria por ley, y hay historiadores, a la par de Joseph Pearce, que revelan en esta brutal decisión de Isabel «las semillas del cinismo hacia la religión, que habría devenido una característica del pueblo inglés hacia el siglo XVIII».
  
Ante las providencias de la soberana, los católicos se comportaron en distintas formas: algunos se conformaron a la ley, mientras que otros, los denominados “Church Papist” (Papistas de iglesia), si bien tomaron parte en los nuevos ritos, continuaron recibiendo la comunión a escondidas. Finalmente estaban los “recusant” (Recusantes), hombres y mujeres dispuestos a pagar al gobierno una multa altísima para evitar todo contacto con la liturgia protestante. Los estudiosos expatriados encontraron refugio en las ciudades universitarias de Lovaina en Bélgica, y Douay en Francia, donde en 1568 el cardenal William Allen fundó el Colegio Inglés, un seminario orientado a la ordenación de sacerdotes para enviar de incógnito para llevar el alivio de los sacramentos a los católicos que quedaban (más tarde Allen creó una institución similar en Roma).
  
El arresto de María Estuardo, reina de Escocia, acusada de complotar en contra de Isabel, y la excomunión de esta última por parte del Papa, tuvieron como consecuencia el endurecimiento de la legislación anticatólica. Siguieron numerosas condenas a muerte –célebres las de los jesuitas Edmundo Campion y Roberto Southwell– que continuaron incluso después de la victoria contra la Invencible Armada de Felipe II.
  
El reinado de Isabel acabó en 1603: no habiéndose casado nunca, con su desaparición la corona inglesa pasó a los Estuardo de Jacobo I…

PARTE V: EL SIGLO XVII DE LOS ESTUARDO
Uno de los problemas que los “papistas” ingleses deberán afrontar a partir del siglo XVI fue el de la educación de sus hijos. Sin más monasterios e instituciones escolares católicamente inspiradas, el estudio en casa se convirtió en una elección obligatoria, al menos hasta cuando, en 1593, fue inaugurado en el norte de Francia el colegio de Saint-Omer. Fundado por el jesuita Roberto Parsons con el apoyo financiero del rey de España, el instituto, que continuó operando hasta la Revolución francesa, fue un punto de referencia para distintas generaciones de jóvenes católicos procedentes de Inglaterra.
  
El reino del terror de Isabel concluyó con la muerte de la soberana en marzo de 1603 (como no tenía herederos, la corona pasó a los Estuardo). No se sabe con certeza el número de los católicos que tuvieron que padecer por su fe en aquellos años: muchos, de hecho, murieron en los cadalsos de las prisiones reales, mientras que muchos otros se perdió simplemente sus huellas. Lo que es cierto es que durante la época isabelina fueron condenados a muerte, bajo acusación de traición, 189 “papistas”, 126 de los cuales eran sacerdotes.
   
En 1605, la fallida conspiración conocida con el nombre de “Conjuración de la Pólvora” (Gunpowder Plot), que planeaba hacer explotar la Cámara de los lores y matar al rey Jacobo I, no hizo sino reencender el odio anticatólico en el país, que, al menos por algunos cuantos meses, parecía haberse apagado. Algunas pruebas muestran cómo Roberto Cecil, consejero del soberano, gracias a su red de espías estuvo al tanto de las maquinaciones de Guido Fawkes y compañía, pero la hipótesis es que había dejado hacer, deteniendo el complot solo al final, precisamente para fomentar nuevas persecuciones a los odiados “papistas”.
   
Entre tanto, al tiempo que se difundía el puritanismo, una herejía que de hecho liquidaba toda la tradición occidental (la Grecia clásica, Roma y la Europa católica) como diabólica, y con el peso siempre más creciente que el Parlamento tenía en las decisiones políticas, aumentaba también la influencia de los católicos en la corte. Del resto Carlos I, sucediendo a Jacobo en 1625, se había casado con Enriqueta María, la hija del rey de Francia, la cual de súbito atrajo sobre sí ciertamente el odio de los protestantes por haber querido ir en peregrinación a Tyburn, el lugar de ejecución de muchos católicos ingleses.
   
Con el estallido de la guerra civil, los “papistas” se pusieron del lado del monarca. Las casas de numerosas familias “recusantes” fueron presa del asalto de las tropas parlamentarias, saqueadas y quemadas, así como muchos fueron los muertos y las imágenes sagradas destruidas. La ejecución del rey, en 1648, abrió las puertas a un período de tiranía puritana en el cual se llegó hasta al absurdo de abolir la Navidad. Por fortuna se trató de un paréntesis relativamente breve, y cuando Carlos II retomó las riendas del reino, los católicos pudieron volver a tener un mínimo de alivio (tampoco se olvida que el joven Estuardo, en 1651, había intentado reapoderarse del trono por vía militar, pero derrotado y puesto en fuga por las tropas de Cromwell, fue ayudado por la familia “papista” Giffard que, además de a él, escondía en su casa a un sacerdote misionero).
   
Nel 1666 un terribile incendio, il Great Fire, distrusse una buona porzione di Londra. Per quanto i cattolici non avessero nulla a che fare con esso, presto si diffusero dicerie – che col tempo si trasformarono in una vera e propria leggenda nera – secondo le quali dietro la scintilla che aveva innescato il disastro ci fossero proprio loro. Qualcosa di analogo accadde pure dodici anni dopo, quando il reverendo Titus Oates mise gli inglesi in guardia nei confronti di un fantomatico “Complotto papista” (Popish Plot) per assassinare il re: prima che ci si rendesse effettivamente conto della falsità delle accuse di Oates, poi arrestato per spergiuro, almeno 22 innocenti vennero giustiziati come traditori.

Col tempo nuove leggi finirono per escludere i cattolici dai posti di potere, Parlamento incluso, relegandoli così, per quanto concerne la politica, al ruolo di semplici spettatori. Vennero però parzialmente consolati dalla notizia che Carlo II, prima di spirare, si era riconicliato con la Chiesa.

La salita al trono di Giacomo II, cattolico egli stesso, diede il la a una nuova fase di tolleranza religiosa che, tuttavia, non durò a lungo. Nel 1688 la “Gloriosa rivoluzione” (Glorious Revolution) ristabilì al potere le forze anti-cattoliche e, ancora una volta, le speranze dei “papisti” inglesi ebbero vita breve come il regno dell’ultimo Stuart.

Il XVIII secolo offrì ai cattolici inglesi una posizione migliore e peggiore al contempo rispetto al passato. Difatti, se da una parte non venivano più messi a morte per la pratica della loro fede, dall’altra erano esclusi dalle cariche pubbliche, non potevano entrare nell’esercito, in marina, o esercitare da avvocato, né partecipare alla vita politica della nazione. Inoltre, è vero che alle famiglie più facoltose era permesso ospitare cappellani per la celebrazione della messa, ma era comunque necessario mantenere alta la guardia poiché, almeno in teoria, le celebrazioni liturgiche continuavano ad essere vietate dalla legge.

Nel 1715 vi fu un fallimentare tentativo di mettere sul trono uno Stuart, Giacomo III, a cui seguì una nuova ondata di persecuzioni anticattoliche che durò fino a quando i pochi giacobiti sopravvissuti non furono più considerati una reale minaccia. A riprendersi un regno che considerava suo di diritto, ci riprovò nel 1746 il “Bonnie Prince Charlie”, discendente di Giacomo II, ma il suo esercito subì una drammatica sconfitta nella battaglia di Culloden.

Qualche anno prima, nel 1730, era rientrato in Inghilterra padre Richard Challoner, che aveva abbandonato il paese da ragazzo, dopo essersi convertito alla fede dei padri, per diventare sacerdote. Questi, animato da un grande zelo apostolico, si spese parecchio per risollevare gli animi dei pochi cattolici rimasti – probabilmente meno di 100.000 in tutto il regno –, venendo in seguito consacrato vescovo e vicario apostolico. La situazione che dovette fronteggiare era oltremodo complessa: oltre all’assenza di una qualsiasi gerarchia, mancavano pure monasteri, scuole, conventi o anche solo edifici adibiti al culto pubblico. Con l’aiuto della preghiera, Challoner, che non era tipo da farsi scoraggiare facilmente, trovò la forza per sostenere i poveri e per spronare i tiepidi. Scrisse inoltre un buon numero di testi apologetici e lavorò anche alla revisione della traduzione inglese della Bibbia.

A portare un po’ di sollievo ci pensò il Catholic Relief Act del 1778 che garantì maggiori libertà ai “papisti”. Tuttavia si trattò della proverbiale calma prima della tempesta dal momento che un paio d’anni dopo scoppiarono i “Gordon Riots”, ovvero una serie di manifestazioni violente che ebbero luogo a Londra e che portarono all’incendio di diverse cappelle e case cattoliche.  Le proteste, che nel frattempo si erano trasformate in una sorta di rivolta sociale, durarono una settimana e per sedarle dovette intervenire l’esercito.

Questa fu anche l’epoca in cui tra i cattolici inglesi iniziarono a emergere attitudini differenti che portarono alla nascita di due gruppi distinti, i cosiddetti “cisalpini” e gli “ultramontani”. I primi, capeggiati da Lord Petre, erano portatori di un’idea di cattolicesimo a forte tendenza localista ed erano soliti concentrare la loro attenzione sugli obblighi morali verso lo stato, che avevano la precedenza su tutto il resto. Allo stesso modo erano pronti a ricevere l’insegnamento dogmatico della Chiesa, considerando però ogni altra forma d’azione papale con fredda riserva (addirittura pretendevano di eleggere i propri vescovi). A livello teologico, poi, pur non avendo un pensiero sistematico, covavano i germi di quel liberalismo che sarebbe venuto allo scoperto in occasione del Concilio Vaticano I. A loro si opponevano gli “ultramontani” i quali, all’opposto, erano per un manifesto attaccamento alla Santa Sede, appoggiando sentitamente il Papa in ogni occasione.

Per quanto possa apparire paradossale, la Rivoluzione francese fu un fattore di grande beneficio per il cattolicesimo britannico. Mentre in tutta l’Europa continentale la Chiesa veniva perseguitata, molte delle scuole inglesi gestite da ordini religiosi – fondate all’estero a causa della legislazione restrittiva – ritornarono in patria, complice un clima di crescente tolleranza da parte di protestanti, anch’essi impauriti da una possibile diffusione dell’irreligiosità giacobina. Questo fatto permise la progressiva ricostruzione di un tessuto di collegi solido e funzionale, con istituzioni lodevoli come Stonyhurst, New Hall e Oscott che costituirono la base di partenza per una rinascita della cultura cattolica.

La brutalità del terrore contribuì anche alla fuga del clero realista: circa ottomila sacerdoti si rifugiarono oltre la Manica. La loro influenza sulla vita cattolica inglese non fu però proporzionata ai numeri; fu fatto qualcosa per fondare missioni permanenti, ma poco altro. Del resto, dopo il Concordato del 1802, i preti emigré diminuirono vertiginosamente.
  
Uno degli esiti positivi del romanticismo britannico fu la riscoperta della bellezza del Medioevo cattolico. Tal espirito “neomedieval” ispirò il Gothic Revival architettonico, i quadri dei preraffaelliti e la nascita del Movimento di Oxford all’interno della chiesa anglicana, gettando i semi di quella rinascita della cultura “papista” che avrebbe caratterizzato, in particolare, la seconda metà dell’Ottocento.

Nel 1829 il governo tory guidato dal duca di Wellington approvò el Acta de Emancipación Católica che finalmente garantì libertà religiosa ai cattolici inglesi, ponendo fine a tre secoli di persecuzioni. Venne inoltre concesso loro il diritto di voto e la possibilità di essere eletti in entrambi i rami del parlamento. Anche se alcune leggi anti-cattoliche rimasero in vigore, il Catholic Emancipation Act fu un grande passo in avanti in termini di un’equiparazione dei diritti.

Intanto andava crescendo il numero dei fedeli e venivano inaugurati nuove scuole e nuovi seminari.

Altra data significativa è il 1834, anno in cui l’architetto Augustus Pugin – campione del Gothic Revival – si fece battezzare, dichiarando di avere appreso «le verità della Chiesa cattolica nelle cripte delle vecchie cattedrali d’Europa». Il suo nome è oggi ricordato soprattutto per il progetto della Cámara del Parlamento e della torre che ospita il celebre Big Ben, ma a lui si deve anche l’edificazione di svariate chiese in tutto il paese.
   
Il Movimento di Oxford, da parte sua, contribuì indirettamente alla conversione al cattolicesimo di un gran numero di intellettuali, compreso uno dei suoi uomini di punta, ovvero John Henry Newman. Oltre a lui merita di essere menzionato pure Henry Edward Manning, come Newman destinato a ricevere la berretta cardinalizia (nel 1879 i cardinali inglesi erano tre, un numero impensabile solo una manciata di decenni prima: Manning, Newman ed Edward Henry Howard).

Nuove tensione tra i “papisti” e le istituzioni sorsero nel 1850, quando papa Pio IX decise di ristabilire la gerarchia in terra inglese sotto la guida del cardinale Nicholas Patrick Wiseman, nominato arcivescovo di Westminster. Tuttavia l’opposizione delle frange più irriducibili del protestantesimo britannico si esaurì presto e le nuove leggi restrittive di fatto non vennero mai applicate.

Ebbe quindi inizio quella che qualche storico ha definito la “seconda primavera” del cattolicesimo britannico, che produsse un grande fervore religioso e culturale. Si assistette inoltre a una rinascita della letteratura cattolica con autori come Aubrey de Vere, Coventry Patmore e il gesuita Gerard Manley Hopkins a fare da apripista a un’ondata di nuovi talenti. Né va dimenticato, Richard Simpson il quale con i suoi articoli sullo Shakespeare “papista” diede il la a una rilettura della storia inglese spurgata da ogni pregiudizio ideologico di marca protestante.  

Nel 1865, con la scomparsa di Wiseman, Manning divenne il nuovo arcivescovo di Westminster. Fino alla morte, avvenuta nel 1892, si dimostrò una figura formidabile sia dal punto di vista religioso – ad esempio fu uno dei più strenui difensori dell’infallibilità pontificia durante il Concilio Vaticano I –  sia dal punto di vista sociale, spingendo il governo ad approvare riforme in aiuto dei più poveri secondo una visione che in qualche misura anticipò quella espressa da Leone XIII nell’enciclica Rerum Novarum (1891). Da guida dei cattolici inglesi Manning inaugurò in totale quaranta chiese, inclusa la pro-cattedrale di Nuestra Señora de las Victorias en Kensington. Per quanto non sempre in ottimi rapporti, lui e Newman costituirono un duo formidabile per la promozione della causa “papista” in tutto l’impero.
   
I funerali della regina Vittoria, nel 1901, vennero organizzati dal Duca di Norfolk, la guida del laicato cattolico britannico. In qualità di Eral Marshal quest’ultimo fu pure responsabile della cerimonia d’incoronazione del successore della sovrana appena scomparsa, Edoardo VII. In accordo alle poche leggi anti-cattoliche ancora rimaste, al momento dell’intronizzazione il nuovo re fu costretto a pronunciarsi pubblicamente contro la dottrina della transustanziazione e a condannare la messa come qualcosa di idolatrico e superstizioso. Edoardo VII, piuttosto tollerante nei confronti dei “papisti”, lo fece a malincuore, ma fu l’ultimo sovrano a pronunciare una simile dichiarazione, abolita definitivamente dal parlamento qualche anno dopo. Tra l’altro, nel 1902 il re fece visita al papa: era dal medioevo che non accadeva una cosa simile.

Nella prima decade del XX secolo la Chiesa si ritrovò ad affrontare, oltre al secolarismo dilagante, un nemico interno e pernicioso, ovvero il modernismo. Tra i rappresentanti più celebri della nuova eresia vi era il gesuita irlandese George Tyrrell che, come prevedibile, venne poi scomunicato.

Intanto la gerarchia britannica, che aveva cessato di essere sottoposta alla giurisdizione di Propaganda Fide, si stava opponendo con tutte le sue forze al progetto governativo di riorganizzare il sistema educativo del paese, una riforma talmente radicale che rischiava seriamente di minare l’indipendenza delle istituzioni scolastiche legate a Roma.

Più in generale i “papisti” si godevano le progressive libertà loro concesse e nel 1908, a Londra, venne ospitato il Congresso Eucaristico Internazionale. Autori iconici tra cui G. K. Chesterton, Hilaire Belloc, Maurice Baring e, prima di loro, mon. R. H. Benson, diedero il via a una nuova fase della rinascita della letteratura e della cultura cattolica, una seconda primavera dopo quella inaugurata da Newman (a cui ne seguì presto una terza, iniziata nel 1937 con la pubblicazione de Lo Hobbit di J.R.R. Tolkien). Le conversioni erano in ascesa e anche gli ordini religiosi poterono ampliare il loro raggio d’azione senza il pericolo di infrangere la legge o di incorrere nelle ire dei protestanti più facinorosi. Inoltre nel 1919 venne fondata, a scopi apologetici, la Catholic Evidence League, mentre una giovane coppia, Frank Sheed e Maisie Ward, creò la casa editrice Sheed&Ward.

Molti cattolici, soprattutto discendenti dell’antica nobiltà recusant, pagarono un caro prezzo in termini di perdite durante il Primo conflitto mondiale. Il loro sacrificio è raccontato in Ritorno a Brideshead – forse il miglior “romanzo cattolico” del secolo – da Evelyn Waugh, con Alfred Noyes e Graham Greene uno dei più illustri convertiti del dopoguerra.

Il panorama “papista” era allora dominato dalla carismatica figura del cardinale Hinsley, Arcivescovo di Westminster, che divenne una popolare voce radiofonica, ancora ricordato per le sue furenti tirate contro la barbarie nazista.

Dagli anni Cinquanta, stando a quello che scrive lo storico Sheridan Gilley, la Chiesa cattolica in Inghilterra costituiva un corpo che, per numero di praticanti, poteva rivaleggiare con l’anglicanesimo. La sua forza non venne meno neanche dopo la frattura causata dal Concilio Vaticano II. Furono in molti, infatti, a vivere con malessere l’abbandono della liturgia in latino, tanto che proprio dalla Gran Bretagna provenne il famoso “Indulto di Agatha Christie”, un appello firmato da svariate personalità del panorama culturale in cui si chiedeva a Paolo VI di concedere la possibilità di continuare a celebrare secondo il vetus ordo.

Nei decenni seguenti anche la Chiesa inglese, come le altre del continente europeo, entrò in una crisi che continua ancora oggi e da cui pare non esserci via d’uscita, caratterizzata da un’emorragia di fedeli e da una calo delle vocazioni senza precedenti.

Quello che sarà il futuro è impossibile dirlo, rimane un mistero insondabile. L’unica consolazione è che esso, al pari di ogni altra cosa in terra e in cielo, è nelle mani di un Dio che tutto dispone per il meglio.

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